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María Lejárraga

"Día de reyes"

Cuentos breves

Biografía de María Lejárraga en Wikipedia

 
 
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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja
 
Día de reyes

 

I

Sentada en una silla, con un montón de ropa que coser al lado, mirando a menudo las despiadadas manecillas del reloj que con su vertiginosa carrera iban robándole horas de sueño, movía maquinalmente sus helados dedos que se resistían a seguir trabajando.

¡Cuántas penas. cuántos afanes. cuántas angustias! Desde el aciago día en que la muerte posó su fría y descarnada mano sobre el pecho del que era alma de su alma, no había gozado un instante de dicha, no había descansado un momento, no abandonó un solo día el penoso trabajo con que procuraba el pan para su hijo.

Pero lo triste, lo desconsolador, lo desesperante,  era que aquellos ojos, siempre anegados en lágrimas, cansados de llorar, iban de día en día perdiendo facultades.

Ya no eran como antes esclavos de su voluntad; ya no podía utilizarlos el tiempo que necesitaba; ahora se imponían ellos, y al cabo de unas cuanta horas de trabajo, perdían su fijeza, se cubrían de espeso velo y se cerraban al fin.

iAquello era horrible! Poco a poco irían debilitándose más, acabarían por ser inútiles, y entonces... no quería pensarlo: se morirían de hambre.

¡Qué angustia! Por ella no, a ella le importaba poco sufrir; pero aquel niño, aquel ángel, aquel pedazo de su ser que tanto quería, no podía pedir pan para que se lo negasen.

Estaba rendida, la costura apenas adelantaba.

Se acostaría, sí; no tenía lumbre para vencer el frío de aquella noche de Enero que, helando sus huesos, inutilizaba sus dedos para el trabajo.

 

II

El niño no consiguió dormirse: soñaba despierto.

Vio primero a los espléndidos Reyes Magos en su riquísimo palacio recorriendo con aire majestuoso habitaciones de cristales de colores, de oro y piedras preciosas; los vio llegar a un inmenso almacén de juguetes de todas clases que iban mandando recoger para llenar sus equipajes; salieron de allí; el niño los veía atravesar lentamente la esfera celeste, oscura y triste; pensó primero en el frío que podían pasar, pero se tranquilizó después al recordar sus lujosos trajes de riquísimas pieles. Al fin llegaron a la tierra, y los vio depositando en cada balcón un regalo que enloquecería después al dueño del zapatito que aligeraba el trabajo de los Reyes.

Él sería uno de ellos. Sin que su mamá se enterase, antes de acostarse, había sacado a la ventana (¡porque él no tenía balcón!) una de sus botitas diminutas y viejas.

No pudo esperar más tiempo. Apenas despuntó el día, saltó precipitadamente de la cama, y andando muy despacio, de puntillas, para no hacer ruido, llegó a la habitación contigua a la calle.

Les había pedido un caballo, un caballo muy grande, que moviese las patas, que comiese, para dar envidia a su vecinito de al lado.

Su mano temblaba... abrió la ventana...

¡Qué terrible desencanto!

Halló su botita, sí, pero vacía, mojada por la lluvia de la noche que acaba de expirar... ¡Qué dolorosa impresión! No se daba cuenta de lo que le sucedía; miró en derredor, vio en las demás ventanas las ofrendas humildes o ricas de los Reyes tan ingratos para con él, que toda la noche había estado pensando en ellos, y se humedecieron sus ojos y se helaron dos lágrimas en sus mejillas.

Volvió a la cama con el cuerpo helado y el corazón deshecho por la perdida ilusión; escondió, la cabeza entre las sábanas, se acordó de su padre muerto, del abandono de los Reyes, que habían hecho más triste su soledad y su pobreza, y esperó, sufriendo horriblemente, la salida del sol y la visita de su madre, que vendría, como de costumbre, a depositar en su pura frente el primero de los innumerables besos diarios.

 

III

Apenas si tuvo fuerzas para contarle lo que le había sucedido: el penetrante frío de la mañana le había herido de muerte.

Rompió a llorar, y al ver a su madre entristecida por su llanto, abrió mucho los ojos poniendo en ellos toda la ternura de su alma, y dijo, agotando las pocas fuerzas que le quedaban, con voz apagada y melodiosa:

"El señor cura dice que las lágrimas de los niños buenos se convierten en bálsamo celestial que purifica las almas..." .

-¿Soy yo bueno, mamá?

Unos minutos más tarde recogieron el alma de aquel precioso niño dos hermosos ángeles que habían estado a su lado en los últimos momentos de su vida.

Su cuerpo quedó inerte y frío entre los brazos de aquella mujer, que veía perderse con él lo único sonriente y acariciador de su existencia.

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