Beauvale es, o era, la mayor parroquia de Inglaterra. Es poco poblada, abarca únicamente los restos de gran cantidad de viviendas de tres importantes pueblos mineros. Además ocupa una vasta extensión de bosques, fragmentos del viejo Sherwood, unas pocas colinas de pastores y de tierra de labranza, tres minas y, por último, las ruinas de un monasterio cisterciense. Estas ruinas yacen en una pradera aún fértil al pie de la última ladera de bosque, a través de cuyos robles relumbra en mayo el azul de los jacintos, como agua. De la abadía sólo queda el muro oriental del coro, con una salvaje masa de hiedra que agobia un saliente mientras las palomas se encaraman en la tracería de una elevada ventana. De esta ventana se trata.
El vicario de Beauvale es un solterón de cuarenta y dos años. A edad temprana contrajo una enfermedad que le produjo una leve parálisis en el lado derecho de modo que se arrastra un poco y la comisura derecha de su boca está contraída contra su mejilla en una mueca sempiterna que no esconde el espeso bigote. Hay algo patético en la expresión del vicario: sus ojos son astutos y tristes. Resultaría difícil acercarse al señor Colbran. Ahora, ciertamente, su alma tiene algo de la contorsión de su cara, de modo que cuando no es irónico, es satírico. No obstante, casi no existe hombre de más completa tolerancia y generosidad. Cuando los patanes se ríen de él, simplemente sonríe con el otro lado y no hay malicia en sus ojos, sólo una serena expresión de esperar a que terminen. Su gente no le tiene simpatía; sin embargo, no se le puede acusar de nada, salvo de que «nunca puedes saber si se está burlando de ti».
La noche pasada cené con el vicario en su estudio. El cuarto escandaliza al vecindario por las estatuas que lo adornan: un Laocoonte y otras copias de clásicos, con obras en bronce y plata del Renacimiento italiano. Lo demás es oscuro y leonado.
El señor Colbran es arqueólogo. Sin embargo no toma en serio su hobby, de modo que nadie conoce el valor de sus opiniones sobre el tema.
—Aquí tiene —me dijo después de la cena—; he encontrado otro párrafo para mi gran obra.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—¿No le he contado que he estado compilando una Biblia del pueblo inglés, la Biblia de sus corazones, sus exclamaciones en presencia de lo desconocido? En casa he hallado un fragmento, una tentativa de llegar a Dios desde Beauvale.
—¿Dónde? —pregunté, atónito.
El vicario entrecerró los ojos mientras me miraba. —Sólo es un pergamino.
Luego, lentamente, alcanzó un libraco amarillo y leyó, traduciendo al mismo tiempo:
—«Entonces, mientras cantábamos, se produjo una rotura en la ventana, en la gran ventana del este, donde colgaba Nuestro Señor de la Cruz. Era un maligno. Demonio codicioso enfurecido por nosotros que destruyó la amorosa imagen del vidrio. Vimos las zarpas de hierro del condenado golpeando la ventana y una cara enrojecida como el fuego en una canasta nos envió su luz. Se nos derritieron los corazones, se nos rompieron las piernas; pensamos morir. El aliento del condenado llenó la capilla.
»Pero nuestro amado Santo, etc., etc., acudió a defendernos desde el cielo. El maldito empezó a gruñir y a rebuznar; se espantó y huyó.
»Cuando salió el sol, llegada la mañana, algunos salieron temerosos a la fina capa de nieve. Allí estaba la figura de nuestro Santo rota y tirada, mientras que la ventana era un agujero perverso; de las Santas Heridas había salido la Sangre Bendita al contacto con el Maldito, y sobre la nieve estaba la Sangre refulgente como el oro. Algunos la recogieron para alegría de esta Casa...»
—Interesante dije—. ¿De dónde es?
—De la abadía— de Beauvale. Siglo quince.
—En la abadía de Beauvale —dije— sólo había unos pocos monjes. Me pregunto qué les habría asustado.
—Yo también —comentó.
—Alguien escaló —supuse— e intentó entrar.
—¿Qué? —exclamó sonriente.
—Bueno, pues, ¿qué piensa usted?
—Más o menos lo mismo —replicó—. Lo encontré para mi libro.
—¿Su gran obra? Cuénteme.
Puso una pantalla sobre la lámpara de modo que la habitación casi se sumió en la oscuridad.
—¿Soy algo más que una voz? —preguntó.
—Puedo verle la mano —repliqué.
Se salió por completo del círculo de luz. Entonces empezó a resonar su voz melódica, burlona:
—Yo era un siervo en Rollestoun's Newthorpe Manor; era el encargado de los establos. Un día me mordió un caballo cuando le estaba limpiando. Era un viejo enemigo mío. Le di un golpe en los morros. Entonces, en cuanto tuvo una oportunidad me atacó y me hirió en la boca. Cogí un hacha y le di en la cabeza. Relinchó; era un maldito y trató de morderme. Lo abatí.
»Por matarlo, me azotaron hasta creerme muerto. Yo estaba fuerte porque los siervos de las caballerizas teníamos mucho de comer. Estaba fuerte, pero me azotaron hasta que no me pude mover. A la noche siguiente incendié los establos y los establos prendieron fuego a la casa. Contemplé cómo se elevaba la llama roja y salía por la ventana, vi correr a la gente, cada uno por su lado, el amo uno más en el grupo aterrorizado. Estaba helando pero el calor me hizo sudar. Vi a todos darse vuelta para mirar, todos como pintados de rojo. Todos gritaron cuando se desplomó el techo, cuando las chispas rebotaron contra el suelo. Entonces aullaron como perros ante las gaitas. El amo me maldijo hasta que me reí, escondido muy cerca, bajo un matorral.
»Cuando se apagó el fuego me asusté. Corrí hacia el bosque con el fuego llameando en mis ojos y crujidos en los oídos. Durante horas fui un fuego vivo. Luego me dormí en un helechal. Cuando me desperté, era el atardecer. No tenía mantas y estaba aterido de frío. Temí moverme y que todas las cicatrices de mi espalda se quebraran como hielo fino. Quedé echado hasta que no pude aguantar más el hambre. Entonces me moví para acostumbrarme al dolor del movimiento y empecé a buscar qué comer. Sólo encontré escaramujos.
»Después de vagabundear hasta el agotamiento volví a echarme en el helechal. Los tallos crujían por encima de mí con la helada. Me desperté y miré a mi alrededor. Las ramas eran como cabellos entre la luz de las estrellas. Me dio un brinco el corazón. Nuevamente hubo un crujido, y de repente un alarido que silbó al desaparecer. Me tiré en el helechal como un leño muerto. No obstante, por el peculiar silbido del final supe que sólo se trataba del hielo doblándose o endureciéndose con la helada. Estaba en el bosque, sobre el lago, a sólo tres kilómetros de la finca. No obstante, cuando volvió a ulular vacíamente el lago, me aferré a la tierra helada, con cada uno de mis músculos tan endurecido como esa misma tierra. Así pasé toda la noche sin animarme a mover la cara, aplastada contra el suelo y tirante, yací como enclavijado y claveteado.
»Cuando se hizo la mañana aún no me moví, seguí echado en un sueño. Hacia la tarde el dolor era tal que me revivió. Lloré meciendo mi aliento en el dolor de moverme. Luego me volví salvaje. Me golpeé las manos en una áspera corteza para herirlas, para no sentir tanto dolor. En un ataque de furia agité mis extremidades para torturarlas hasta que volví a enfermar de dolor. Sin embargo, luché contra el dolor, luché y luché retorciéndome y precipitándome hasta superarlo. Luego empezó el crepúsculo. En todo el día el sol no había quebrado la escarcha. Volví a sentir el cielo frío en el atardecer. Entonces supe que venía la noche y, recordando el gran espacio que acababa de atravesar, tan horrible que pareció haberme convertido en otro hombre, huí por el bosque.
»Pero en mi carrera llegué a un roble del que colgaban cinco cadáveres. Allí debían colgar, duros como una barra de hierro, noche tras noche. Fue un terror peor que cualquier otro. Girando, dando vueltas delirantes por el bosque, llegué adonde terminaban los árboles, donde sólo espinos desiguales e hirsutos llegaban hasta la orilla del lago.
»El cielo estaba enrojecido, el hielo sobre el agua brillaba como si estuviera caliente. Unos pocos gansos silvestres se posaban sobre la capa de hielo, corno rocas. Pensé en Martha. Era la hija del molinero que había en un extremo del lago. Tenía el pelo rojo como las hojas de hayas bajo el viento. Cuando yo acudía al molino con cierta frecuencia con los caballos, ella me traía comida.
»—Pensé —le dije— que era una ardilla sobre tu hombro. Y es tu cabello libre.
»—Me llaman la zorra —contestó.
»—Ojalá yo fuera tu perro —dije yo.
Ella me traía tocino y buen pan cuando yo visitaba el molino con los caballos. La mera idea de los trozos de pan con tocino me hacía girar como borracho. Había buscado en las madrigueras de las ardillas, había mascado madera todo el día. Tenía tal oscuridad en la cabeza que no sentía el dolor de las heridas ni los cortes de las espinas en mis rodillas, sino que avancé tambaleante hacia el molino, casi más allá del miedo a los hombres y a la muerte, jadeante de miedo a la oscuridad que reptaba tras de mí de tronco a tronco.
»Al llegar al claro del bosque, bajo el que se extendía el lago, no había el menor sonido. Yo siempre había oído en ese sitio el zumbido del agua, pero ahora estaba en silencio. Por miedo a esa quietud corrí olvidándome de mí mismo, olvidándome de la helada. Parecía que el bosque me perseguía. Caí, justo a tiempo, al lado de un cobertizo donde estaban alojados unos pocos puercos helados. El molinero se acercaba a caballo y le acompañaban los ladridos de los perros. Le oí maldecir el tiempo, maldecir a su criado, maldecirme a mí a quien había tenido que salir a cazar, y en su furia por el trabajo perdido, maldijo a todos. Mientras estaba allí echado, oí dentro del cobertizo que mamaban y supe que allí estaba la puerca y que la mayoría de sus cerdos morirían al día siguiente, para la Navidad. El molinero, adelantándose a tener mamones en esta época del año, ganaba dinero vendiéndolos para la festividad a mediados del invierno.
»Cuando, en un momento dado, todo se tornó silencioso en el crepúsculo, rompí la barra de la puerta y entré en el cobertizo. Gruñó la puerca, pero no se me acercó. Poco a poco, me arrastré hasta su calidez. Sólo le quedaban tres crías, lo cual la enfurecía, ya que estaba demasiado llena de leche. De tanto en tanto les lanzaba un tarascón y ellos chillaban. Atareada como estaba con ellos, yo avancé en la oscuridad hacia ella. Temblaba tanto que apenas me atrevía a acercarme; durante un buen rato no osé poner mi cara descubierta junto a ella. Temblado de hambre y miedo, finalmente bebí de ella, guardándome la cara con un brazo. Sus crías, satisfechas, se tumbaron chillando contra mí, pero ella, al sentirse aliviada, yacía gruñendo. Al final, yo también quede rendido, borracho y desvanecido.
»Me despertaron los gritos del molinero. Enfadado con su hija, que lloraba, la insultaba echándola de casa para que fuera a alimentar a los cerdos. Ella vino, soportando el yugo, hasta la puerta de la porqueriza. Al encontrar la traba rota se detuvo temerosa; luego, cuando gruñó la puerca, entró con cautela. La cogí con un brazo, mi mano sobre su boca. Cuando se revolvió contra mi pecho, mi corazón empezó a latir fuertemente. Por último, se dio cuenta de quién era yo. La agarré. Quedó en mis brazos con la cara echada a mi lado, de modo que la besé en el cuello. Las lágrimas cegaron mis ojos no sé por qué, a menos que fuera por el dolor de mi boca —lastimada por el caballo—, que era profundo.
»—Te matarán —susurró ella.
»—No —contesté.
»Y ella sollozó suavemente. Cogió mi cabeza en sus brazos y me besó, mojándome con sus lágrimas, acariciándome con su cabello vivaz, calentándome todo el cuerpo.
»—No me iré de aquí —dije—. Tráeme un cuchillo y me defenderé.
»—¡No —sollozó—, ah, no!
»Cuando se fue me eché, apretando el pecho contra la tierra donde ella había yacido. Y la soledad fue un vacío peor que el hambre.
»Más tarde regresó. La vi agacharse en la puerta, una linterna colgaba ante ella. Cuando miré a través de su pelo rojo, le tuve miedo. Pero venía con comida. Nos sentamos juntos bajo la luz mortecina. A veces yo aún temblaba y mi garganta se negaba a tragar.
»—Si como todo lo que has traído —dije— me dormiré hasta que alguien me encuentre.
»Entonces ella retiró el resto de comida.
»—¿Por qué, le pregunté— no habría de comer? —Me miró con ojos temerosos.
»—¿Qué? —dije; pero ella aún no tenía una respuesta. La besé y el dolor de mi boca herida me enfadó.
»—Ahora ya tienes mi sangre —dije— en tu boca. —Se pasó la mano suave por la boca, se la miró y luego a mí.
»—Déjame —dije— Estoy cansado. —Se levantó para irse.
»—Pero, tráeme un cuchillo.
»Entonces ella acercó la linterna a mi cara, mirándome como si fuera un cuadro.
»——Mírame tú a mí —dijo ella como un buey preparado para el hacha. Tienes los ojos oscuros, pero están abiertos.
»—Entonces dormiré —dije—, pero no me despertaré demasiado tarde.
»—No te quedes aquí —dijo ella.
»—No dormiré en el bosque —contesté, y fue mi corazón el que contestó— porque tengo miedo. Prefiero tener miedo de la voz del hombre y de los perros que de los sonidos del bosque. Tráeme un cuchillo y me iré a la mañana. Ya no iré solo.
»—Las partidas te atraparán —dijo ella.
»—Tráeme un cuchillo —le contesté.
»—Ah, vete —dijo sollozando.
»—Ahora no, no lo haré.
»Entonces levantó la linterna, que iluminó su cara y la mía. Tenía los ojos azules secos de lágrimas. La acerqué a mí sabiendo que era mía.
»—Volveré —dijo.
»Se fue y yo crucé los brazos, me eché y dormí.
»Cuando abrí los ojos, ella me sacudía violentamente para despertarme.
» Soñaba —dijo— que una gran pila, como si fuera una montaña, estaba encima mío.
»Ella me puso una capa, me entregó un cuchillo de caza y un morral de provisiones y otras cosas que no noté. Escondió la linterna bajo su propia capa.
»—Vamos —dijo, y la seguí ciegamente.
»Cuando salí a la intemperie algo me tocó la cara y el pelo.
»—¡Vamos —exclamé—, ahora quién...! Entonces, rápidamente, ella se aferró a mí y me hizo callar.
»—Alguien me ha tocado —dije en voz alta, aún mareado por el sueño.
»—¡Oh, calla! —gimió—. Está nevando. —Dentro de la casa, empezaron a ladrar los perros. Ella avanzó rápidamente y yo la seguí. Al llegar al vado del río ella lo pasó corriendo, pero yo pasé por el hielo. Entonces supe dónde estaba. Los copos de nieve, finos y rápidos, me mordían la cara. En el bosque no había viento ni nieve.
»—Escucha —le dije—, escucha, porque estoy atrapado por el sueño.
»—Oigo bramidos allá delante —me contestó—. En los árboles oigo como grandes murciélagos que aletean.
»—Dame la mano —dije yo.
»Oímos muchos ruidos a nuestro paso. En un momento, se levantó ante nosotros una blancura y ella dio un grito de miedo.
»—Ah —dije—, deja tu mano dentro de la mía. —Y pronto cruzamos la nieve caída. Pero a cada momento ella se sobresaltaba de miedo.
»—Cada vez que me tiras del brazo para atrás —dije enfadado— me haces doler un verdugón en el hombro.
»A partir de entonces corría a mi lado como un gamito junto a su madre.
»—Cruzaremos el valle y pasaremos la corriente —dije—. Su hielo nos conducirá como por un sendero hacia lo profundo del bosque. Allí podremos unirnos a los bandidos. Por aquí los lobos se han ido. Han seguido a los ciervos.
»Nos encontramos con un gran brillo que se formaba al frente por entre los voladores copos de nieve.
»—¡Ay! —exclamó ella, y quedó atónita.
»Entonces pensé que habíamos pasado los límites para cruzar a un reino de magia y que yo ya no era un hombre. ¿Cómo podría saber qué ojos nos contemplaban brillantes entre la nieve, qué espíritus astutos entre las ráfagas de aire? Esperé lo que sucediera y me olvidé de ella, de que estaba allí. Únicamente podía sentir a los espíritus resoplando y girando alrededor de mí.
»Cuando ella se agarró a mí besándome con pasión, y de haber caído sobre nosotros perros, demonios o espíritus hubiéramos quedado a merced de los atacantes. Entonces avanzamos hacia la sombra que brillaba con colores sobre la nieve. Nos encontramos ante una puerta de luz que reflejaba sus colores en la nieve. Esto jamás lo había visto Martha, ni yo tampoco; esa puerta abierta al rojo, bravía, despidiendo fuegos. Nos maravillamos.
»—Es magia —dijo ella; y al cabo de un momento. ¿Podría uno atrapar semejante...? ¡Ah, no!
»A través de la nieve refulgían ramas de rojo y azul.
»—¿Podría uno tener una luz tan diminuta como una flor roja, sólo una pequeña, como un pimpollo de rosa escarlata sobre el pecho? Entonces una sería señalada como Nuestra Señora.
»Me quité la capa y la carga para trepar sobre el rostro de la sombra. Sobre bordes de piedra, luego en bolsas de nieve, fui ascendiendo. Tenía la mano roja y azulada, pero no podía arrancar esa materia. Mi mano estaba como el color del ala de una polilla y volaba sobre la nieve creciente. Subí más alto, sobre la cabeza de un hombre helado, y estiré la mano. Entonces sentí el brillante elemento frío. No pude arrancarlo. Abajo ella gritaba que volviera a su lado. Sentí que cedía una costilla y la acometí con el cuchillo. Se produjo un agujero en el rojo. Mirando a través vi abajo como si fueran ángeles atrofiados, con caras tristes levantadas por el miedo. Cada uno tenía dos caras y, alrededor, anillos de pelo. Me asusté. Agarré el rojo brillante, tiré. Entonces se hundió el hombre helado debajo de mí y caí como roto en la nieve.
»Pronto me levanté de nuevo y corrimos hacia el río. Nos sentimos aliviados cuando el liso sendero de hielo estuvo bajo nuestros pies. Por un rato resultó descansado viajar sobre ese llano. Pero el viento soplaba en derredor nuestro, la nieve colgaba sobre nosotros, nos inclinábamos a un lado y otro, rumbo a la tormenta. La empujé porque iba como un pájaro que se eleva y bambolea a merced del viento. Al rato la nieve se hizo más menuda y no había viento en el bosque. Entonces no sentí cansancio ni frío. Únicamente sabía que la oscuridad se movía a cada lado y que más adelante había un terreno de pálida luz en que la luna viajaba ante nosotros. Sin embargo, todavía siento a la luna escapando de mí, puedo sentir los árboles pasando a mi lado en un lento giro mareado, puedo sentir la herida de mi hombro y mi brazo derecho dolorido por tenerla aferrada. Yo seguía a la luna y al río porque sabía que donde el agua se asomaba de su madriguera había refugios de bandidos. Pero Martha se desplomó sin sonido ni aviso.
»La levanté y subí a la ribera. Allí silbaban por todas partes los alerces secos y atados con sus cuerdas caladas y secas. La transporté hasta los árboles. La puse en tierra y corté las ramas planas y con pelusa. La coloqué entre mis piernas en esta cama seca, de modo que así pasamos la noche dormitando. La abracé y la cubrí con mi cuerpo, de modo que yació como una almendra dentro de su cáscara.
»Nuevamente, cuando vino la mañana, me despertó un dolor de frío. Gemí, pero tenía cálido el corazón cuando vi la pila de rojos cabellos en mis brazos. Mientras la miraba, abrió los ojos ante los míos. Sonrió: de su sonrisa asomó el miedo. Como en una trampa, puso la cabeza para atrás:
»—No tenemos pedernal —dije.
»—Sí, en la bolsa, pedernal, eslabón y yesca —me contestó.
»—Que Dios te bendiga —dije.
»En un pequeño claro encendí un fuego de ramas de alerce. Ella me temía, se quedaba cerca pero nunca cruzaba cierto límite.
»—Ven —dije yo—, comamos esta comida.
»—Tu cara —dijo— está teñida de sangre.
»Yo abrí mi capa.
»—Pero ven, estás aterida de frío.
»Cogí un puñado de nieve y me lavé la cara, que luego sequé con la capa.
»—Mi destino ya no está pintado de sangre, ya no debes temerme. Ven aquí, siéntate a mi lado mientras comemos.
»Pero cuando cortaba el pan helado para ella, me agarró de un brazo y de repente me dio un beso. Cayó ante mí y me abrazó las rodillas contra su pecho, sollozando. Bajó la cabeza hasta mis pies de modo que su pelo se extendió como un fuego ante mí. Me sorprendió la mujer.
»—No —exclamé. Ella levantó la cara mirándome desde abajo.
»—No —repetí sintiendo que me caían las lágrimas. Con su cabeza contra mi pecho, mis propias lágrimas se elevaron desde su fuente, mojando mis mejillas y su cabello, húmedo de la lluvia de mis ojos.
»Entonces recordé y saqué de mis ropas la luz de colores de la noche anterior. Vi que era negra y dura.
»—Ah —dije yo—, esto es magia.
»—¡La piedra negra! —se sorprendió ella.
»—Es la luz roja de anoche —dije.
»—Es mágica —me contestó.
»—¿La tiro? —pregunté levantando la piedra—. ¿La tiro por miedo?
»—¡Brilla! —exclamó ella levantando la mirada—. Brilla como los ojos de una criatura en la noche, como los ojos de un lobo a la puerta.
»—Es mágica —dije yo—, deja que la tire lejos de nosotros. —Pero no, ella me agarró del brazo.
»—Es roja y brillante —dijo.
»—Es un restañasangre —contesté—. Nos hará mal; moriremos en la sangre.
»—Dámela a mí —dijo ella.
»—Está roja de sangre —respondí.
»—Ah, dámela.
»—Es mi sangre —dije.
»—Dámela —ordenó en voz baja.
»Se la di. La tuvo en alto y sonrió ante mi cara levantando los brazos hacia mí. La recibí con la boca, su boca, su cuello blanco. Ella no se contrajo en ningún momento, sino que tembló de felicidad.
»Lo que nos despertó cuando el bosque volvía a llenarse de sombras, cuando el fuego ya estaba apagado, cuando abrimos los ojos y miramos como ahogados la luz que se erguía brillante y espesa en la copa de los árboles, lo que nos despertó fue el ruido de los lobos...
—No —negó el vicario levantándose de repente—, vivieron felices.
—No —dije yo. |