Era domingo, y hacía mucho calor. La gente de fiesta se dirigía en tropel a la colina de Mercurio, para elevarse dos mil pies por encima de la bruma de vapor de los valles. Ya que el verano había sido muy húmedo, y el repentino calor cubría la tierra de vapor cálido.
En cada uno de sus trayectos, el funicular iba atestado. Se arrastraba por la empinada pendiente que, hacia la cima, parecía casi perpendicular, y allí el filamento de acero de los railes colgaba sobre el golfo de pinos como una soga de hierro contra una pared. Las mujeres contenían el aliento y no miraban. O miraban hacia atrás, hacia los abismados niveles del río que serpenteaba sobre la frontera, vaporoso e indistinto.
Cuando se llegaba a la cima, no había nada que hacer. La colina era un cono cubierto de pinos; algunos senderos culebreaban entre los altos troncos de los árboles, y se podía andar en circunferencia y tener atisbos de todo el mundo alrededor: la indistinta y lejana llanura fluvial, con un apagado destello de la gran corriente, al oeste; al sur, las colinas de ligero aspecto, cubiertas de negros bosques, con claros verdes esmeralda y una o dos blancas casitas; al este, el valle hacia el interior, con dos pueblos, chimeneas de fábricas, iglesias con campanarios y, más allá, colinas; y, hacia el norte, las empinadas colinas del bosque, con riscos rojizos y rojizas ruinas de castillos. Arriba ardía el sol, y todo estaba envuelto en vapor.
En la mismísima cumbre de la colina había una torre, una torre de vigilancia; un alargado restaurante con su cervecería al aire libre, con sus mesitas amarillas ofreciendo sus discos redondos bajo los castaños de Indias; luego, un jardincillo entre rocas ya en la pendiente. Pero a pocas yardas recomenzaba la salvaje espesura de los árboles.
La muchedumbre dominguera llegaba por oleadas del funicular. A oleadas fluían y refluían por la cervecería al aire libre. Nadie se gastaba el dinero. Uno que otro pagaba para subir a la torre de vigilancia para contemplar desde ella un mundo de vapores, de colinas negras, ligeras y en cuclillas, y de ciudades medio asadas. Luego, todo el mundo se dispersaba por los senderos, yendo a sentarse entre los árboles, al aire fresco.
No había ni un soplo de viento. Si, tendido, se contemplaba hacia arriba el hirsuto y bárbaro mundo intermedio de los pinos, era difícil saber si los altos troncos puros soportaban sobre ellos la espesura de tinieblas, o si descendían de ella como cordeles que se dejara pender. Fuera como fuera, entre el mundo de las cimas de los árboles y el mundo terrestre se tendían las maravillosas cuerdas limpias de innumerables troncos orgullosos de árboles, limpios como la lluvia. Y, mientras se contemplaba aquello, se veía moverse el mundo superior levemente, muy levemente, oscilar muy levemente, con un movimiento circular, a pesar de que los troncos, más abajo, permanecían absolutamente inmóviles, monolíticos.
No había nada que hacer. No había en todo el mundo nada que hacer, y nada por ser hecho. ¿Por qué habíamos subido todos a la cima del Merkur? No tenemos nada que hacer.
¿Qué más da? Hemos dado una zancada más allá del mundo. Que cueza en vapor su realidad semicocida allá abajo. En la colina de Mercurio no nos importa. Ni siquiera nos tomamos la molestia de vagar recogiendo los vinagrosos arándanos, gruesos y azules. Tan sólo nos quedamos tumbados, y miramos los troncos de los árboles, puros como lluvia, como cuerdas musicales entre dos mundos.
Pasan las horas: la gente deambula, desaparece y reaparece. Todo está quieto en el calor. Ya sólo raramente la humanidad es ruidosa. Vamos a por un trago; unos jilgueros se pasean entre la escasa gente y las mesas; todo el mundo mira a todo el mundo, pero lo hace con mirada remota. No hay nada que hacer salvo volver a tenderse bajo los pinos. Nada que hacer. Pero, al fin yal cabo, ¿por qué hacer nada? Ha desaparecido el deseo de hacer cualquier cosa. Los troncos de los árboles, vivos como la lluvia, son ya lo bastante activos
Al pie de la vieja torre inútil hay una losa con un Mercurio en muy mal estado en altorrelieve. Hay también un altar, o piedra votiva. Ambas cosas son del tiempo de los romanos. Se supone que los romanos adoraban a Mercurio en esa cima. El cascado dios, con su redonda cabeza solar, parece tener los ojos muy hundidos e inexpresivos sobre la piedra arenisca rojo purpurino de la comarca. Y ya nadie arrojará cereales en ofrenda en el cuenco de la piedra votiva, también de común piedra arenisca rojo purpurino, muy local y poco romana.
El pueblo del domingo ni siquiera mira. ¿Para qué? Siguen paseando entre los pinos. Y hay muchos que se sientan en los bancos, y muchos otros se echan en las tumbonas. Hace mucho calor, en la tarde, y hay mucho silencio. Hasta que parece producirse un leve silbido en las copas de los pinos, y de la universal semiconsciencia de la tarde surge, encrespándose, un desasosiego. La muchedumbre se pone en movimiento, mirando el cielo. Y, desde luego, en el cielo, por el lado de occidente, se yergue una negrura rasa rizada por mechones blancos e indefinidas plumas de pechuga de pájaro. Su aspecto es muy siniestro, y tan sólo los elementos pueden seguir mirando. Bajo el extraño silbido de las cimas de los pinos se oye un sojuzgado murmullo y un alboroto de voces asustadas.
Quieren irse; la muchedumbre quiere irse de la colina de Mercurio antes de que empiece la tormenta. ¡Abandonar la colina a toda costa! Se abalanzan hacia el funicular mientras el cielo se ennegrece con asombrosa velocidad. Y, mientras la muchedumbre se arracima junto a la pequeña estación, aparece el primer destello de relámpago, seguido inmediatamente por un retumbar de trueno y unas densas tinieblas. En un extraño movimiento, la muchedumbre busca refugio en la profunda veranda del restaurante, apretujándose en silencio entre las mesitas. No cae lluvia, no hay ningún viento definido; tan sólo un frío súbito que hace apretarse todavía más a la muchedumbre.
Se aprietan unos contra otros en las tinieblas y la ansiedad. Se ha hecho curiosamente unida, la muchedumbre, como si se hubiera soldado en un solo cuerpo. Cuando el aire envía una ráfaga helada bajo la veranda, las voces susurran plañideramente, como pájaros entre las hojas; los cuerpos se aprietan todavía más unos contra otros, buscando refugio en el contacto.
La oscuridad, negra como la noche, parece continuar largo rato. Luego, súbitamente, lacada de los relámpagos baila, blanca, sobre el suelo, baila sobre el suelo y lo hace temblar, una y otra vez, e ilumina las blancas zancadas de un hombre, le ilumina sólo hasta las caderas, blanco, desnudo, dando zancadas con fuego en los tobillos. Parece tener prisa, ese hombre terrible cuya mitad superior es invisible, y en sus desnudos tobillos revolotean unas llamitas. Sus muslos planos y poderosos, sus piernas blancas como el fuego caminan rápidamente por el espacio abierto, delante de la veranda, arrastrando llamas blancas en los tobillos mientras se mueve. Se dirige, ligero, hacia alguna parte.
La aparición se desvanece en el enorme estruendo del trueno. La tierra se mueve, y la casa se sume en profundas tinieblas. Un débil lamento de terror surge de la muchedumbre, y entra el aire en fríos remolinos. Y, sin embargo, no hay lluvia en las tinieblas. No existe alivio: una larga espera.
Brillante y cegador vuelve a caer el rayo; un extraño baque sordo suena en el bosque mientras las pequeñas mesas y los misteriosos troncos de los árboles quedan expuestos durante un segundo innatural. Luego el golpe del trueno, bajo el cual la casa y la muchedumbre se tambalean como bajo los efectos de una explosión. La tormenta opera directamente sobre el Merkur. Un oscuro sonido de ramas que se rompen surge del bosque.
Luego, de nuevo, el blanco chapoteo del rayo sobre el suelo; pero nada se mueve. Y, nuevamente, repiquetea repentinamente la larga andanada del trueno en las tinieblas. La muchedumbre resuella de miedo; el rayo asesta de nuevo su golpe blanco, y de nuevo algo parece arder, en el bosque, mientras estalla el trueno.
Finalmente, en la inmovilidad de la tormenta, el viento se abalanza en un vuelo feroz de fragmentos de hielo, y se alza el súbito rugir de los pinos, semejante al del mar. La muchedumbre se contrae y retrocede mientras los fragmentos de hielo la golpean de frente como si ardieran. El rugido de los árboles es tan enorme que se convierte en una especie de nuevo silencio. Y, a través de él, se oye el crujir y astillar de la madera mientras el huracán se concentra sobre la colina.
Cae el granizo en medio de un rugir que cubre todo otro sonido, sacudiendo poderosamente la tierra y los tejados y los árboles. Y, cuando la muchedumbre ondula irresistiblemente hacia el interior del edificio, huyendo del batir de esa cascada de hielo, todavía, en medio de esa tenebrosa ronquera, suena el retiñir y el crujir de cosas que se rompen.
Después de una eternidad de miedo, la cosa acaba súbitamente. Fuera hay un débil destello de luz amarilla, sobre la nieve y los inacabables escombros de ramillas y objetos rotos. Hace mucho frío, la atmósfera helada es de pleno invierno. El bosque parece descolorido sobre la tierra blanca en la que los montones de nieve de seis pulgadas de espesor yacen en miríadas reposando sobre el lecho de todas las ramitas y todos los objetos que han roto.
«¡Sí, sí! —dicen los hombres, recobrando súbitamente el valor cuando la luz amarilla penetra en el aire—. ¡Ahora podemos marcharnos!»
Emergen los primeros valientes, recogiendo las gruesas piedras de granizo y señalándose unos a otros las mesas derribadas. Algunos, sin embargo, no se demoran. Se apresuran hacia la estación del funicular para ver si el artefacto sigue funcionando.
La estación del funicular está al lado norte de la colina. Los hombres regresan, diciendo que allí no hay ninguna. La muchedumbre empieza a emerger sobre la húmeda blancura crujiente del granizo, se dispersa, intrigada, esperando a los hombres que hacen funcionar el funicular. Al lado sur de la torre de vigilancia, dos cuerpos yacen sobre el frío granizo que empieza a derretirse. El azul oscuro de sus uniformes está ennegrecido. Los dos hombres están muertos. Pero el rayo ha arrebatado toda la ropa de las piernas de uno de los hombres, de modo que está desnudo de caderas abajo. Ahí yace, con la cabeza ladeada sobre la nieve, y dos chorritos de sangre corren de su nariz a sus grandes bigotes rubios de corte militar. Yace cerca de la piedra votiva de Mercurio. Su compañero, un hombre joven, yace de bruces, a pocas yardas de distancia.
Empieza a salir el sol. La muchedumbre contempla, aterrada, los cuerpos de los dos hombres, sin atreverse a tocarlos. Y, a fin de cuentas, ¿por qué los difuntos empleados del funicular han dado la vuelta a la colina hasta ese punto?
El funicular no funcionará. Algo le ha ocurrido durante la tormenta. La muchedumbre empieza a serpentear colina abajo, por la ladera desnuda, sobre el hielo resbaladizo. Por todos lados, la tierra está erizada de ramas y ramillas de pino rotas. Pero los arbustos y los árboles de hojas anchas habían quedado completamente desnudos, como por un milagro. La tierra inferior estaba desnuda y sin hojas como en invierno.
«¡Un auténtico invierno!» murmuraba la muchedumbre mientras se apresuraba, temerosa, en el descenso de la empinada ladera ventosa, desenredándose de las ramas de pino caídas.
Entretanto, el sol empezaba a generar vapor en el fuerte calor. |