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Mario A. Lancelotti

"El conspirador"

 

 
 
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El conspirador
 


Eran reuniones laboriosas, interminables. Cuando creíamos alcanzar, al fin, una resolución que encauzara nuestros pareseres hacia un término cabal ocurría que alguien planteaba una cuestión cualquiera, a veces nimia, aunque lo suficiente valedera como para desandar, poco a poco, el camino recorrido y encontrarnos, en un momento dado, en el punto de partida. Aclaro que no nos faltaba decisión. En honor a la ecuanimidad diré, por el contrario, que no éramos pocos los resueltos a conducir el asunto hasta sus últimas y más peligrosas consecuencias. Pero discutir era, para nosotros, quizá, una necesidad más urgente que la otra: ésa que, precavidos por la inmensa dificultad de la tarea, veníamos, ocultamente, y sin confesárnoslo, postergando de continuo.

Nos citábamos por las noches en el apartamento de Alberto, vieja casa cercana a las vías, lugar propicio por su escasa vigilancia. Solíamos discutir hasta muy tarde, a veces a oscuras: las noches de calor, por ejemplo, en cuyo caso las conversaciones debían mantenerse forzosamente en el comedor, es decir, frente al balcón. Los días de trabajo una luz encendida después le la una era sospechosa, y Casto nos aconsejaba continuar en tinieblas. Un farol apedreado enviaba desde la calle su viva luz quebrada y, en las noches de viento, como una queja, también el ruido sórdido de sus goznes descuidados.

Con excepción de Pieretta, una muchacha espléndida y de aspecto reflexivo que había traído Tulio, éramos los de siempre. De no reunirnos un motivo tan diverso se habría dicho que estábamos allí como tantas otras noches, hablando de mil cosas y en definitiva de ninguna, conjeturando el pasado, el presente y el futuro de un país cuyo destino cabalgaba, patéticamente, en la propia vaguedad de nuestros discursos. ¿Qué habíamos hecho por él? ¿Qué de las largas horas perdidas de nuestra juventud? Y ahora queríamos recobrar el tiempo en una confabulación desesperada, menos inocente que nuestros morosos planes del comienzo. Con tal que no termináramos instalándonos de nuevo, como lo habíamos hecho tantas veces antes, en una idea fija, en una pose...

—Toda idea verdadera es una obsesión, una idea fija —argüía, explicaba, displicentemente, Scipione.

—El nacionalismo también.

Scipione me miraba indignado.

—El nacionalismo es un temperamento.

—Un temperamento anacrónico.

Entonces jugábamos, o poco menos. Ahora había que obrar. Todos desempeñábamos una parte activa, pues nuestra misión se dividía en una serie de actos organizados entre sí, en la que cada uno obraba según sus mejores aptitudes. Así, Nazzari era un excelente radiotelegrafista, aparte de conocer el terreno palmo a palmo. Se decía que en su zona de acción era capaz de nombrar a ciegas cualquier lugar público en que lo dejaran. Para Silone, el más viejo de la compañía (no pasaba los treinta, sin embargo), el mecanismo interno y la marcha de los diversos partidos en que se dividía la opinión política de nuestra zarandeada patria no tenían secretos. No faltaban, tampoco, estrategas. Uno de ellos, Morganti, imaginaba a cada paso "movimientos envolventes" capaces de asombrar a más de un experto. ¿A qué agregar que Pieretta configuraba una espía perfecta? En fin, nadie quedaba atrás, pues nos sobraba audacia. Sólo Aulese permanecía, aparentemente, al margen, pero, en rigor, su conducta no difería de la observada al correr de los años en nuestras tertulias habituales. Así era su carácter, un poco ausente, otro poco en la luna. En el fondo no conocíamos su pensamiento, que adivinábamos por contraste, a través de un silencio en el que reconocíamos de cuando en cuando, distraídamente, nuestra propia opinión. Sin embargo, las cosas han querido que lo recordemos. La vida es así.

Vivíamos, naturalmente, en un clima de relativa ansiedad. El vínculo que manteníamos desde nuestra juventud asumía nuevas formas, en las que obraban recuerdos secretamente vivos, a veces teñidos de una franca nostalgia. En otro tiempo, Pieretta me había gustado. Ahora, sin embargo, mi timidez de entonces me parecía bastante más sincera de lo que había imaginado al abandonar toda esperanza de conquista. En el fondo, quizá, escapaba a Pieretta como a tantas otras cosas que me impedían conservar intacta mi forma de vida y, con ella, mi particular idea del mundo.

En este sentido, es probable que todos pasáramos por una misma experiencia. Habíamos cambiado, simplemente. Además, las circunstancias eran distintas. Casto y Silone vivían más en mi recuerdo afectuoso que en una amistad efectiva y, si analizo, una a una, mis relaciones de aquella época, sólo Alberto, sospecho, escapa a mi indiferencia. En cambio, en el examen general que hoy me imponen los acontecimientos, Aulese ocupa un lugar increíblemente notable. Pues lo que nos parecía ausencia o desgano constituía en él una actitud tan auténtica como podía serlo la de cualquiera de nuestros compañeros más entusiastas. Más todavía: hoy me parece el mejor de todos y, si he de juzgarlo con una sola palabra, el más puro.

Entretanto los hechos se precipitaban. Según Tulio, las autoridades —o lo que algunos pocos calificaban, aún, de tales— tenían referencias precisas de nuestro movimiento y todos, de un modo u otro, presentíamos la inspección policial capaz de aniquilar o demorar nuestros planes. Esta posibilidad socavó nuestros ánimos hasta el punto de no vislumbrar otra cosa que el golpe mismo. Es frecuente que no reste otra salida y es así como ocurre que los mejores proyectos de este tipo acaben en el fracaso. En un momento dado nuestra defensa más eficaz fue el ataque. Eso es todo, y con tal pensamiento obramos.

Consecuente con el cambio de táctica que nos proponía la fuerza de los hechos y arriesgando el éxito final de la operación, Alberto cambió nuestros papeles, asignó a uno y a otro cometidos diversos. Silone, que algo sabía de comunicaciones, fue destinado a vigilar y, eventualmente, establecer nuestros puntos de enlace. Nazzari, que conocía a fondo los cabildeos en que el gobierno consumía su última resistencia, se ocupó de tantear los pasos del adversario. Casto quedó a cargo de la provisión de armas y municiones y Tulio sustituyó a Alberto en la difícil tarea de mantener el contacto con las fuerzas invasoras.

Cuando llegó el turno de Aulese todos nos miramos. Cuál había sido su misión primitiva era algo que nadie sabía, por lo visto, a ciencia cierta. Hubo, pues, un instante de pronunciada desazón. En rigor, el hecho afectaba la seriedad misma del plan, que exigía funciones precisamente determinadas de antemano. ¿Qué otra cosa había hecho Aulese sino estarse allí, sencillamente, con nosotros, como el testigo discreto de una causa que no distinguíamos, ya, de su inveterada fidelidad?

No nos extrañó, pues, demasiado cuando alguien —Alberto, probablemente— postuló que Aulese debía continuar en su puesto y, por así decirlo, mantenerse vigilante y a disposición de las circunstancias. Acaso resumíamos así su vida entera, apartada y sedentaria y, en cierto modo, dependiente de la nuestra.

Dije que seguían nuestras pisadas. El seis de marzo, en la víspera de la invasión, estábamos prácticamente cercados. Ese día nos encontramos en casa de Tulio, una vivienda derruída en parte por los bombardeos, cercana a la vía Julia. Pieretta, que examinaba silenciosamente la calle, había dado la voz de alarma al reconocer a uno de los policías. Era cuestión de alcanzar el fondo de la casa, saltar una de las medianeras y salir por el deshabitado conventillo que comunicaba, por el frente, con la plaza Forli, a unos cincuenta metros del lugar en que nos hallábamos. Una vez allí, era fácil eludir toda vigilancia. Lo que ocurriría después no podíamos ni siquiera imaginarlo. Nazzari, en cuya pensión debíamos reunimos secretamente al cabo de nuestra huída, planeó y dirigió la fuga en pocos segundos, y así, alentados por su pericia, no tardamos en ganar la calle libre.

Sólo un cuarto de hora después, reunidos, a poca distancia de nuestro último refugio, en casa de Nazzari, notamos la falta de Aulese. Al día siguiente los americanos encontraron su cadáver en la casona de Tulio.

"El ascensor y otros cuentos"
Ed. Buenos Aires, G. Kraft, 1960

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Misterio y Terror