El ascensor se detuvo de pronto, como si le faltara la vida. El ascensorista hizo un gesto de impaciencia, como si algo hubiera fallado en él, no en la máquina. Todos lo miraron sin saber a qué atenerse. "Bueno, estamos lucidos" dijo. "¿Qué pasa?", le preguntaron. "Me parece que nos hemos quedado sin corriente", contestó. "¡Ay...! —se oyó que decía la señora de la canasta— ¿Y ahora qué pasará?". Y miró a uno y a otro de los tres señores extranjeros que la rodeaban.
El ascensor había iniciado la marcha en el último piso. Allí recogió a los primeros ocupantes: tres señores extranjeros, una señora provista de una canasta y un mozo de café. Luego había seguido sin novedad hasta el decimoquinto, donde se unieron a aquéllos una joven rubia, dos empleados de comercio, una pareja de novios y un matrimonio. Hecho lo cual, las puertas mecánicas se habían cerrado con rodante y silenciosa parsimonia, y el ascensorista reanudado el viaje, esta vez con intención de hacerlo directamente hasta la planta baja.
Se oyó un murmullo general. "¿Dónde estamos?", inquirió alguien. "¿No se puede abrir la puerta?". Los ocupantes comenzaron a tomar conciencia de lo incómodo de sus situaciones respectivas. Se daban cuenta por primera vez de su intolerable y absurda postura, calculada para unos instantes apenas. "A ver si se quedan todos quietos", ordenó el ascensorista, que pareció no oir la pregunta. "Voy a abrir la puerta; arrímense bien", agregó. Las puertas mecánicas se descorrieron lentamente y dejaron ver la pared entera, amarillenta, con un grueso número estampado, el número nueve. Se hizo un nuevo murmullo general: "Sí, justo entre dos pisos", confirmó con certeza profesional el ascensorista, y miró como por fórmula hacia arriba y hacía abajo, a través del pequeño intersticio que separaba el ascensor de la pared. "¡Ay, Dios mío!", exclamó débilmente la señora de la canasta, y comenzó a sollozar.
Entonces la compañía empezó a animarse de un vago, desconfiado y semisonriente pánico, que la estrechez del espacio, la falta de aire y el hecho de no poder moverse en ningún sentido contribuían a acentuar. Del conjunto extraño y entremezclado de las voces quedas, conjeturales y resignadas, a tono con el vaho pesado, inexorable, de las respiraciones, surgía de pronto una pregunta, un poco más clara, más definida que las otras, como si el que la formulaba hubiera decidido, en un arranque patético de voluntad, asumir la energía restante, trémula y ansiosa, del grupo. "¿No pueden tocar el timbre de alarma?", aventuró como un reproche uno de los señores extranjeros. "Tampoco funciona, señor", contestó el ascensorista, no sin cierta ironía de perito y fastidiándose aún más. "Deben haber saltado todos los tapones", agregó. "Y lo peor es que no ha de quedar nadie en la casa", dijo. "Hoy es sábado". Y sin más: "¡Pedro, Pedrooo!", añadió a gritos. Llamaba al sereno.
La señora de la canasta echó a llorar ya sin reatos, y la joven rubia, que tenía adosada frente a sí, empezó a dar muestras de una inquietud extraña, que por breves instantes (terminaron por despreocuparse, como se verá) llamó la atención de los que podían mirarla; los demás no tenían más remedio que continuar en la forzosa postura que las circunstancias les habían impuesto, y debían contentarse con referencias.
No se tardó en presumir, en efecto —las cosas no estaban, por lo demás, como para profundizar— que se trataba de una epiléptica. Y así era. La angustia del encierro, que había empezado a apoderarse de los ocupantes desde un principio, hacía su primera crisis visible en esta muchacha silenciosa e indiferente, que pareció existir así como por sorpresa. Nadie la había notado antes. Como solicitados por invisibles hilos que los tironeasen desde invisibles sitios, la cabeza y los hombros se sacudían en acompasados y siempre iguales estertores. Parecía que un persistente y rítmico sismo recorriera el pobre cuerpo de parte a parte. La rubia y graciosa cabeza iba y venía en un movimiento seco de afirmación que desconcertó a su vecino de atrás —Blasco, el subjefe de compras— , con cuya frente golpeó, arrancándole por poco el sombrero. El movimiento de los hombros venía después, a un intervalo siempre igual, y era tan fulminante como el primero. Sólo que al comunicar al resto del cuerpo un ondulante y vivo estremecimiento de respuesta, era por eso mismo, digno de contemplarse. Le confería una suerte de abandono animal, de ingenua entrega, que excitaba voluptuosamente al empleado que tenía a su lado. Ese temblor tenía la seducción de una caricia furtiva e impensada, y por unos instantes, hasta que los demás se apercibieron, se le antojó suyo, destacado del cuerpo de la infeliz, como un puro ente impersonal, secretamente dirigido a él.
La situación no tardó en volverse terrible para el subjefe de compras —el cual, dicho sea de paso, había tenido unos minutos antes una áspera disputa con el mencionado empleado, que lo era de su sección— , pues para evitar los golpes que, sin la menor intención, le propinaba su bonita vecina, hubo de tornar la cabeza hacia un costado y enfrentarse, así, con su empleado, que casi gozoso, le echaba el aliento encima sin ninguna consideración, sin perjuicio de mirarlo con toda insolencia. Además, como le era imposible guardar por mucho tiempo dicha postura —el cuello se le ponía rígido y terminaba por sentir un fuerte dolor en la nuca— debía, de cuando en cuando, volver a la posición primitiva, con lo cual descansaba un tanto, si bien volvía a recibir los golpes que con su dura testa le descargaba la epiléptica.
La pareja de novios no parecía prestar mayor atención a lo que sucedía. Había empezado a vivir otro éxtasis desde la iniciación del segundo y definitivo descenso y no pensaba, por el momento, salir de él. El buen mozo debía estar aprovechando la coyuntura que le ofrecía el exceso de personas, porque cuando se produjo el colapso del ascensor, Nélida -que así se llamaba la joven que lo embelesaba— dirigió una rápida y admonitoria mirada circular, como para cerciorarse de si era posible continuar en el amable coloquio, y la volvió a fijar instantáneamente en su hombre. "¿Qué pasa?", había musitado él. Pero ella debió contestar: "Nada", acompañando la palabra con algún requerimiento eficaz porque el buen mozo se restituyó sin fuerzas y como un resorte a la húmeda y ardorosa sonrisa de su amiga.
El matrimonio permanecía mudo. Marido y mujer habían discutido hasta el preciso instante en que la puerta del ascensor se había cerrado tras ellos —como si las dos hojas de acero hubieran tenido la virtud, al unirse, de postergar por unos segundos sus pendencias. Silenciosos y enfrentados, en una postura que jamás habrían elegido para continuar un enojo o sostener una rencilla, habían dejado vagar sus miradas en la opaca y mortecina atmósfera del ascensor. La del hombre quedó al fin detenida en un sector de la esclavina de su compañera, y allí se posó, tiesa, vidriosa e inmóvil, como la de un animal disecado. Una furtiva y estúpida felicidad se le coló por un instante, sin embargo, al pensar en que al menos por unos segundos esos cuerpos, los de los otros, tenían un destino común con el suyo. No podían hacer mucho más que él, pensó. Descendían ellos también...
Los pasajeros no tardaron en comprender que lo único que cabía hacer por el momento era resignarse. Inútil intentar nada en una caja de acero doblada por cuatro paredes. Su destino era, por así decirlo, fatal. ¿A qué, pues, impacientarse? Y así fue que cada uno buscó la postura que hiciera más tolerable el suplicio en que se había metido. Bien pronto se formaron pequeños hábitos de relación. El apoyarse un poco en uno, un poco en otro, por ejemplo, porque el cansancio, ese cansancio que ya el hambre había empezado a fustigar, se volvía de más en más insufrible. Para colmo, la joven epiléptica había sufrido un desmayo, y su cuerpo inerte pesaba enormemente sobre todos. El espacio se redujo todavía más (si ello era posible), y hubo instantes en que fue necesario contener la respiración: era como si una cuña invisible se hubiera encajado inexorablemente en cada intersticio libre, hinchándolo hasta la asfixia. Dos de los señores extranjeros y el empleado (éste, por cierto, muy a gusto) hubieron de hacerce cargo del cuerpo de la joven, que al caer había oprimido sin consideración el pecho de la señora de la canasta, y a la cual le bastó esta circunstancia —no mucho más dramática que aquella en que se hallaba como pasajera, es verdad— para ponerse a llorar de nuevo. Se descubrió que el modo más práctico de "apuntalar" a la joven era introduciendo la canasta de la vecina entre el cuerpo de aquella y el de uno de los señores extranjeros, cosa que así se hizo con presteza, por imponerlo, con la violencia del más ineludible apremio, la necesidad elemental de respirar.
Sin embargo, a pesar de la buena voluntad de unos y otros, a pesar de ese optimismo forzado que se habían impuesto, un irritado desasosiego, un enervante desaliento los poseía por dentro. Inquieto, cada pasajero pensaba en sus cosas. Probablemente en los otros. En los otros, de un modo general, y no sólo en los que a esas horas —eran ya las seis de la tarde— debían hallarse desorientados por su ausencia. En los que afuera ya eran personajes de otro mundo. Se pensó que con todo su rigor la vida, aquella vida de la que estaban separados, aquella vida de los otros, era una cosa muy bella. Es cierto que alguno que otro de los que allí estaban no compartirían esa idea. Pero de todos modos, cualquier cosa parecía mejor que esta situación provisoriamente infinita en que se veían. Tal vez fuera ésta la verdadera, la irreparable infinitud; la de las situaciones que deben terminar. La impaciencia provenía de ese deben. Porque si no debieran ser nada, ¿a que angustiarse?
"¡Pedro, Pedrooo!", reclamó una vez más, bruscamente, el ascensorista. Se habría dicho que la invocación al sereno lo habitaba secretamente y le saliera a intervalos imprevistos e inexorables, periódicos y espaciados, como una tos rebelde.
Un silencio se hizo de pronto, sin que nadie lo deseara. Apareció, por sorpresa, como la suma, el resultado justo, de las aflicciones. Como la palabra muda, ilevantable, de la desesperanza. Dejó paso, cruelmente, a los bocinazos dispersos y varios de los autos, al ir y venir de los tranvías, a los múltiples ruidos, en fin, de la calle, a ese bullicio que recogían y apagaban lejanos muros o se perdían en el distante aire que los devoraba definitivamente.
Se empezó a desear la muerte...
La idea de no salir más del ascensor —todo lo absurda que parezca— crecía insidiosamente en la mente de unos y otros. Iba y venía. A veces parecía desaparecer absorbida por un estado de ánimo que se asemejaba mucho a una espera mística, a cierto infantil temor mezclado de urinales presagios. Pero no tardaba en volver. La obsesión volvía, sí, en bruscos repliegues, como una porfiada serpiente. Porque, al fin y al cabo, ¿qué razón había para que la situación terminase? ¿No podía suceder, acaso, que nadie escuchara nunca los gritos del ascensorista? Nunca, para mí, es cierto, para cada uno. ¿Qué importaban los otros? ¿Es que podían hacer algo? La situación era unánime. Todos eran allí perfectamente inútiles, y ninguna ayuda se podían prestar. Nadie sacaría del paso al otro. Por otra parte, fuera como fuese, era muy posible desfallecer antes. Esos dos días de fiesta que tenían por delante —domingo y lunes, el sábado se consideraba perdido— pesaban como una tragedia. La situación podía no modificarse, y en ese caso, ¿por qué no la muerte? Una muerte lenta, sucesiva, grotesca —habría que morir de pie—, precedida de quien sabe qué horrendas angustias, asfixias, inaniciones...
Hasta ahora los hechos parecían apoyar el pesimismo general. El sereno —muchos empezaron a dudar de su existencia en la casa— no aparecía, a pesar de las voces del ascensorista. Estas se perdían en el vacío y resonaban allá arriba, lastimeras, fantasmales, en el eco de las paredes que las devolvían como un quejido ahogado, lejano, como un postrer aliento que el silencio apagase con un definitivo soplo.
Las voces de los tres señores extranjeros —hablaban en noruego— se destacaban tétricas, sobre el mutismo de los otros. Parecían comentar, tristemente, el caso. El más bajo de los tres debía padecer de sordera, pues, de tanto en tanto levantaba la cabeza y miraba brusca e inquisitivamente a sus compañeros, como si alguno de éstos hubiera hablado, siendo así que callaban. De pronto, y como si se hubieran puesto de acuerdo, echaban a hablar los tres a un tiempo, y la letanía comenzaba de nuevo. No se sabe por qué, pero el hecho es que daban la impresión de ser más resistentes que los otros; más estoicos, al menos. El más alto, sobre todo. Este, empero, se hizo de pronto el blanco de ávidas sospechas. Es sabido que en una rueda de hambrientos hay siempre uno que parece tener provisiones. Un ruido que se les antojó producido por el envoltorio de algo comestible se había escapado del bolsillo del sobretodo de aquél, en el cual había urgado por un momento. "Si alguien tiene alguna cosa para comer, debe repartirla", se oyó decir a una voz que provenía, amenazante, del fondo del ascensor. Era el buen mozo, quien hacía dos horas que había abandonado el talle de su compañera y se había dedicado, evocador, a mirar la lamparilla del ascensor. Por toda respuesta el preguntado alzó el paquete transparente con el que había estado jugando. Eran cigarros. "Guárdeselos", dijo con gracia triste la joven Nélida, mirando con desaliento a su novio. "No puedo más", agregó, y empezó a sollozar. "Por favor, por favor... ", exclamó impaciente el ascensorista, y como si hubiera querido consolar a la joven llamando al sereno: "¡Pedro, Pedrooo!", gritó frenético. Pero el mismo eco de callados panteones recogió, lúgubre, su voz.
Entonces los tres señores extranjeros comenzaron por centésima vez su conversación. Alguien que les daba la espalda, el pobre marido, sin duda, les pidió que se callaran. Era enervante, en efectos oírlos...
El hambre daba ya vuelta la cabeza de los más débiles, y muchos se lamentaban de haber dejado al mozo volcar la leche y el café que traía en su bandeja, los que hubo de tirar cuando le fue imposible mantener por más tiempo la posición con que la sostenía, y con la cual, por otra parte, restaba espacio a los demás ocupantes del ascensor. Todo había ido a parar al suelo, incluso la bandeja, que de repente sonaba como un "gong" siniestro puesto en vibración involuntariamente por algún movimiento del exhausto mozo.
Entretanto algo muy triste había acontecido entre el empleado y el subjefe de compras. Sintiéndose desvanecer (era muy débil), y no pudiendo usar los brazos para sostenerse, a causa de hallarse literalmente prensado por la joven epiléptica y uno de los tres señores extranjeros, el empleado debió, a fin de no caer sobre los otros, aferrarse con el mentón al hombro del superior, quien no pudo evitar, muy a disgusto, que su dependiente se le echara así encima, en una actitud que, por otra parte, parecía simbolizar una franca reconciliación.
No se sabía, realmente, qué hacer. Los menores detalles de los vestidos —ya habían dejado de contemplarse en los rostros los que podían hacerlo— la más pequeña de las ampollas que la pintura levantaba en las paredes del ascensor, el menor desgaste del cielo raso, la más insignificante moldura, pasada y repasada por los ojos, se cargaban de significación, de obsesionadas y fantásticas proyecciones. Parecían embargarse de mundo, de ese mundo alucinante que deben padecer los presos en sus celdas estrechas cuando a las menores cosas —una cerradura, una inscripción, una raya— empieza a asomarles desesperadamente una fisonomía o se convierten de pronto, en símbolo, en la imagen arcaica, ahora patente hasta la angustia, de la nada. De esa nada en que el yo, el viejo yo, se mira...
De vez en cuando el silencio volvía, inexorable e inmóvil. Gris. Caía como una inscripción lapidaria sobre los infelices ocupantes del ascensor. Sobre esas sombras. Parecía resumir la atención general, subrayar un castigo. Sobre todo esto último. Porque la idea del castigo, la idea de que esto era el fin (y no un fin liberador precisamente), era ya una convicción en cada uno. Y no obstante, cada pasajero trataba de conjurarlo "in mente". En lo posible, claro está, en la medida en que se lo permitían sus desfallecientes fuerzas. Porque se requiere un gran vigor nervioso para esta clase de conjuraciones. Se trata de una verdadera lucha. Hay que aplastar ideas, deshacerlas, hacerlas desaparecer. Con una persistencia maniática, febril. Un sudor frío lo recorre a uno, y el asalto continúa hasta el vértigo...
Fue entonces, en ese estado de la confusión y del abatimiento general cuando la joven Nélida empezó a cantar. Su canto conjuratorio —era más bien un quejido— sorprendió a intervalos distintos a cada uno de los pasajeros, quienes se percataban entonces de que la canción estaba en el aire hacía ya mucho rato. Este canto, que semejaba un comentario histérico de la desgracia, una suerte de ilustración melódica del hecho angustioso que se vivía, terminó por sumir a todos en un insuperable desánimo. Cada una de las inflexiones del motivo y que el pánico había improvisado maravillosamente, parecía demandar con fingida y trémula esperanza —con una suerte de tenaz candor— que aquello terminara de una vez. El tema era reanudado sin tregua por la joven. Cuando no se pudo más hubo que amordazarla. La operación fue llevada a cabo —en medio, ya de la más triste indiferencia de los demás pasajeros— por el novio (que en un principio la había solicitado con la mayor ternura) y el mozo.
Volvió a escucharse la vibración fatal, confirmatoria, de la bandeja. Pero esta vez no fue descuido del mozo. La verdadera causa provenía de la joven epiléptica, a quien le había comenzado de nuevo el "tic". Sus músculos se agitaban otra vez sin control, como si un ser extraño y errabundo los recorriera, espasmódico, en todas direcciones. Era como si dos ratas fueran y vinieran, por debajo de una colcha, se aquietaran un poco y reanudaran sin preámbulo su curso loco. La epiléptica comunicaba, claro está, sus movimientos a los otros, y de uno en uno llegaba con ellos hasta el "gong". En realidad, un estornudo habría bastado. El menor gesto tenía repercusiones lejanas, circulares y era casi presentido por el grupo que, sobremanera irritado, vivía a la defensiva.
Mucho más grotesco resultó una reyerta entre el ascensorista y el mozo. También a ellos hubo que hacerlos callar. El mozo había acusado al ascensorista de abandonarse excesivamente sobre su espalda. El ascensorista le había reprochado, en cambio, su ingratitud, recordándole que unos momentos antes era aquél quien se había apoyado sin ninguna consideración sobre él. La discusión subió de tono y nada habría tenido de particular —dentro del desastre general— si el hecho de darse ambos la espalda no hubiera concurrido a ensombrecer la situación. En efecto, las imprecaciones de uno y otro eran como dentelladas en el vacío, que los contrincantes dirigieran a un ser remoto, sólo existente en la imaginación alucinada que parecía resplandecer en sus rostros...
Pero la situación tomó un sesgo resueltamente dramático cuando la fuerza imponderable del sueño comenzó a espesar los párpados, a insinuarse en las pérdidas repentinas de conciencia, en los torpes y mugientes ronquidos. Eran las tres de la mañana. Los tres señores extranjeros habían optado por abrazarse, y así dormían su sueño, irremisiblemente pesado, nórdico. El ronquido del más alto de los tres semejaba el de un enorme animal y provocaba deseos homicidas. Pero el sueño hacía que los unos se fueran sobre los otros —la señora de la canasta, por ejemplo se había echado sin más sobre el matrimonio— con las consiguientes reacciones de defensa. Hubo algún momento en que se pensó que el ascensor fuera a estallar. El peso de los cuerpos oscilaba con sus sombras como un barco y se tenía la impresión de que fuera el ascensor quien se moviese. Era una marea que producía vértigo; doloroso vértigo que el sueño recalcitrante prolongaba sin término. La irritación lúcida de la vigilia se había trocado en rabia sorda de animal acorralado. Los insultos se apagaban, broncos, en las insomnes bocas, y las cabezas caían de pronto, fulminantes, segadas por el sueño, en el propio pecho o en la espalda del desconocido. Se quería dormir y no se podía...
Fue luego de un silencio que pareció a todos prolongado, luego de un intervalo que nadie pareció vivir. El empleado se había puesto a mirar fijamente el cristal circular que encerraba la lamparilla, y a través del cual había divisado, al fin, la cabeza del sereno, su cara sonriente y lejana. "Pedro, Pedro...", gimió entonces el empleado, y un rictus infantil tembló en sus labios, en las comisuras. El rostro de Pedro no pareció cuidarse mucho de la imploración del empleado. Juguetón e irresponsable, aparecía y desaparecía y daba vueltas sobre el techo del ascensor. A veces miraba esquinado a uno y a otro con una suerte de sorna curiosa, como si los pasajeros hubieran elegido estarse allí por puro gusto. "¿Qué hacen allí...?", articuló secamente el sereno, y siguió moviendo los labios, aunque esta vez sin entenderse lo que decía. Su voz pareció transmitida desde un lejano teléfono. Era un graznido. "Qué hacemos, qué hacemos...", dijo rápidamente el empleado, como si toda su vida hubiera estado esperando la pregunta... Y se hecho a llorar.
Entretanto los pasajeros se habían puesto a mirar el techo. Lo hacían sin convicción, se diría que por darle el gusto al empleado. Estaban demasiado fatigados. En realidad, estaban descreídos, desahuciados. Eran las seis de la mañana. Habían pasado quince horas. El empleado hizo un último esfuerzo: "¿No puedes sacamos de aquí..., no puedes?", preguntó desesperado, y su cara se descompuso como si un aleteo invisible lo agitara por dentro y lo restituyera a otro mundo.
Fue entonces cuando la lamparilla se apagó. Una luz débil, casi azul, se había insinuado por las ranuras estrechas que allá arriba, hieráticas y vigilantes, daban paso al aire. Amanecía.
Un leve amor, una cansada gratitud se asomó de pronto a los rostros, ahora iluminados, y fue como si la confusión hubiera cesado. Nadie supo, sin embargo, cuándo ocurrió aquella transfiguración. Tal vez al iniciarse el descenso, tal vez unos segundos antes.
"El ascensor y otros cuentos"
Ed. Buenos Aires, G. Kraft, 1960 |