Voy a contaros una linda historia.
Hace ya algunos años iba a celebrarse una boda de rumbo en la aldea de Svartsjö, en Vermland. La ceremonia nupcial debía celebrarse en la iglesia, y luego las bodas durarían tres días enteros. Los tres habría baile desde la prima noche hasta la madrugada.
Puesto que había de danzarse tanto, era de suma importancia encontrar un músico consumado. Nils Elofson, el rico lugareño que casaba a su hija, preocupábase de este menester más que de ningún otro.
En el mismo Svartsjö había un músico, pero no lo quería a ningún precio. Este músico se llamaba Juan Oster, y el rico lugareño sabía que gozaba de gran reputación; pero era tan pobre y despreocupado, que se presentaba en las bodas ataviado con una elástica deshilachada y los pies descalzos. Y no era un pobretón de esa calaña lo que él quería ver a la cabeza del cortejo nupcial.
Mandó preguntar a un cierto Martín apodado el Tocador, de Jösseharad, cantón vecino, si tendría inconveniente en amenizar las bodas de su hija.
Martín el Tocador contestó sin vacilar un instante que jamás tocaría en Svartsjö, mientras en esta aldea estuviese el músico más celebrado de Vermland entero. Habiendo allí un músico, ninguna necesidad tenía de llamar a otro.
Recibida esta respuesta, y tras algunos días de cavilaciones, Nils Elofson recordó que en la aldea de Stora había otro músico famoso: Olle de Saby. Y también envió a preguntarle si quería tocar en las bodas de su hija.
Pero Olle de Saby dió la misma respuesta que Martín el Tocador. Díjole al mensajero de Nils Elofson que mientras hubiera en
Svartsjö un músico como Juan Oster, él no iría a tocar.
Nils Elofson no podía resignarse a este empeño de los músicos en imponerle precisamente el que menos quería. Por el contrario, ahora ya era para él cuestión de amor propio encontrar un músico que no fuese Juan Oster.
Algunos días después de haber recibido la contestación de Olle de Saby, le envió un criado a Lars Larson, el tocador de violín que vivía en Ansgardet, término de Ullerud.
Lars Larson era un hombre pudiente, dueño de una granja próspera. Era prudente y reflexivo, no un cabeza rota como la generalidad de sus colegas.
Pero éste, como los otros, se acordó en seguida de Juan Oster y preguntó por qué no se habían dirigido a él, tratándose de lo que se trataba.
El criado de Nils Elofson tuvo la candidez de contestar que como Juan Oster habitaba en Svartsjö, había ocasión de oírle todos los días. Y como Nils Elofson deseaba que las bodas fuesen un verdadero acontecimiento, quería ofrecerles a sus invitados cosa mejor y más extraodinaria.
— Dudo que encuentre músico mejor — advirtió Lars Larson.
— Veo que va usted a darme la misma respuesta que Martín el Tocador y que Olle de Saby— repuso el criado.
Y refirió la acogida que habían dispensado los dos músicos a las invitaciones de su señor.
Lars Larson, después de escuchar muy atentamente el relato del mensajero, guardó silencio unos instantes para reflexionar. Por fin dio una respuesta satisfactoria.
— Dile a tu amo que agradezco su invitación y que acudiré a la hora señalada.
Al domingo siguiente Lars Larson se dirigió a la iglesia de Svartsjö. Se le vio subir la cuesta que conduce al templo en el preciso momento en que la comitiva se organizaba.
Llegó en cabriolé propio tirado por un caballo de gran precio y vestido de negro como un gran señor. Con toda diligencia sacó el violín de una rica y brillante caja.
Nils Elofson le recibió con todos los honores debidos a su rango. Estaba orgulloso de aquella adquisición.
Poco después de la llegada de Lars Larson vióse llegar a Juan Oster con su violín bajo el brazo. Se dirigía en línea recta hacia el cortejo nupcial que rodeaba a la novia, como si hubiera sido invitado a tocar en la fiesta.
Juan Oster traía su vieja elástica de lana gris; pero como se trataba de una boda de rumbo, su mujer había remendado las coderas de la prenda con unos pedazos verdes. Era un hombre arrogante, de prócer estatura, que hubiera causado efecto excelente a la cabeza del cortejo nupcial de no ir vestido tan pobremente y de no tener el rostro surcado de arrugas delatoras de una lucha incesante con la miseria.
Al verle llegar, Lars Larson pareció asombrarse.
— ¿Ha invitado usted también a Juan Oster?— le preguntó en voz queda a Nils Elofson.— No están de más dos músicos en una bodas tan fastuosas.
— Yo no le he invitado — protestó vivamente Nils Elofson. —No me explico por qué ha venido. Espere usted; voy a decirle que nada
tiene que hacer aquí.
— Entonces es que le habrá invitado algún chusco para burlarse de él — repuso Lars Larson.— Pero si estima usted mi consejo, finjamos que su presencia no nos sorprende. Dígale usted que sea bien venido. Siempre se ha dicho que a donde va la cabeza va el bonete. Además podría dar un escándalo, si usted lo despidiese, delante de todos.
Nils Elofson aceptó sin vacilar este consejo. Podía ser de mal agüero provocar un conflicto cuando se estaba organizando el cortejo nupcial para ir a la iglesia. Se acercó, pues, a Juan Oster, dándole la bienvenida.
Esto hecho, los dos músicos ocuparon la cabeza de la comitiva. Tras ellos marchaban dos pajes y dos damas de honor formando parejas; e inmediatamente detrás los parientes más cercanos de los novios y todos los miembros de entrambas familias, formando un conjunto imponente.
Uno de los pajes se adelantó a los músicos, rogándoles que entonasen la marcha nupcial. Simultáneamente apoyaron los violines en sus hombros, mas los dos se detuvieron como obedeciendo a la misma idea.
Porque había en Svartsjö una vieja costumbre, consistente en que el músico más hábil fuera el que entonase la marcha nupcial.
El paje miraba a Lars Larson indicándole que a él le correspondía empezar; pero Lars Larson, mirando a Juan Oster, decía:
— Es a este señor a quien le corresponde.
A Juan Oster no le cabía en la cabeza que aquel músico ricamente vestido, como un gran señor, fuese menos hábil que él, envuelto en una elástica de lana y llegado de una choza donde jamás había tenido más que cuidados y miseria. Y repetía lleno de confusiones:
— De ninguna manera. Usted debe ser el primero.
Pudo observar que el novio le tocaba en el hombro a Lars Larson y le decía:
— Empiece usted.
Y entonces Oster separó el violín de su hombro y dio un paso como para retirarse. Pero Lars Larson seguía inmóvil, satisfecho
de sí mismo, sin levantar el arco.
— Es a Juan Oster a quien le corresponde — repetía con firmeza de hombre acostumbrado a imponer su voluntad.
Cundió el disgusto entre los invitados por aquella inexplicable tardanza. El padre del novio requirió a Lars Larson para que comenzase. El sacristán apareció en la puerta del templo haciendo señas para que abreviasen. El sacerdote esperaba revestido al pie del altar.
— Ruéguele usted a Juan Oster que empiece — insistió Lars Larson. — Los músicos le tenemos por el más hábil de todos nosotros.
— Yo respeto esa opinión; pero nosotros los profanos entendemos que el más hábil es usted, Lars Larson.
Todos los invitados rodearon a los músicos.
— Vamos — decían. — El sacerdote espera. Estamos siendo la risa de todo el mundo.
Lars Larson mostróse terco e inflexible como nunca.
— No comprendo por qué las gentes de aquí se oponen con tal ardor a que su músico ocupe el primer puesto.
Nils Elofson, colérico por aquella obstinación en imponerle a Juan Oster, se acercó a Larson y le murmuró al oído:
— Comprendo. Ha sido usted mismo quien ha hecho venir a Juan Oster para enaltecerle ante todo el mundo. Pero no prevalecerá su argucia. O toca usted ahora mismo, o mando despedir a ese intruso para avergonzarle y confundirle.
— Tiene usted razón — repuso Larson sin inmutarse. — Es preciso acabar.
Por señas indicó a Juan Oster que ocupase su sitio a la cabeza del cortejo. Después avanzó algunos pasos, y volviéndose para que todos le vieran tiró bruscamente del arco, y sacando un cuchillo cortó las cuatro cuerdas de su violín que saltaron lanzando un son agudo como una queja.
— Nunca se dirá de mí que me considero superior a Juan Oster — gritó.
Juan Oster rumiaba mentalmente desde hacía tres años algo que sentía dentro de sí y cuya expresión exacta no podía arrancarle a las cuerdas de su instrumento, porque allá abajo, en su cabaña, vivía constantemente agobiado por el peso triste y abrumador de pequeñas inquietudes miserables, sin que jamás llegase hasta él algo que pudiera elevarle sobre la ramplonería de su vida cotidiana.
Al oír quebrarse las cuerdas del violín de Lars Larson, el pobre agobiado sacudió bravamente la cabeza, aspirando con violencia un aire nuevo para sus pulmones. Sus músculos faciales se dilataron como si escuchara una voz venida de muy lejos. Y súbitamente rompió a tocar.
La inspiración que buscara en vano durante tres años seguidos aparecía ahora de improviso, en una claridad maravillosa. Y haciendo resonar las notas claras, inició la marcha hacia la iglesia, transfigurado, arrogante, magnífico.
Jamás las gentes del cortejo escucharon himno tan bello y triunfal. El músico harapiento las arrebataba con fuego tan irresistible, que el mismo Nils Elofson se dio por vencido.
Y todos estaban tan emocionados, tan satisfechos de Juan Oster, que ni uno solo de la comitiva tenía secos los ojos al entrar en la iglesia...
Caras y caretas (Buenos Aires). 25-12-1937, no. 2,047 |