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Enrique Labarta Pose

"Un loco hace ciento"

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Un loco hace ciento

 

Un día, hace ya de esto bastantes años, llegó a mi pueblo un individuo que repartió entre el vecindario unas tarjetas originalísimas, que decían lo siguiente:

NICASIO CIRUELO MARTÍNEZ

Intérprete de sueños y especialista en cosas del otro mundo.

Horas de consulta: De 12 de la noche a tres de la mañana.

Precios módicos. Pitelos, 23.

Aquel extraño anuncio despertó la curiosidad de todo el pueblo. Los más lo tomaron a broma, suponiendo que se trataba de un guasón o de un loco; pero no faltó quien lo tomase en serio.

De mí sé decir, que la dichosa tarjeta me dió mucho que cavilar.

Lo de intérprete de sueños no era ninguna novedad, pues ya en tiempo de los Faraones existía esa profesión reglamentada. Hasta creo que los que la ejercían pagaban contribución industrial, y se hallaban comprendidos en la tarifa 4ª del reglamento del ramo.

El título de especialista en cosas del otro mundo fue el que más me dió que pensar: pues no se trataba, como yo creí al principio, de un agente de negocios encargado de gestionar asuntos en América, sino que el mundo con que el anunciador estaba en íntimas y misteriosas relaciones, era aquel de donde nunca se vuelve; en una palabra, no el de Ultramar, sino el de ¡ultratumba!

A los pocos días me enteré de que, a pesar de lo intempestivo de las horas de consulta, y de la circunstancia agravante de hallarnos en Diciembre y a cinco grados bajo cero, el gabinete de aquel hombre que ejercía una profesión tan fuera de uso, estaba siempre lleno de gente que acudía a pedir explicaciones de sus sueños o a saber noticias de la vida futura.

Cierta noche, presentóse un chusco al sabio nigromante, para que le interpretase un sueño

—Señor, le dijo.—Yo soñé que todo el cielo se cubría de un color que fue volviéndose cada vez más pardo, hasta que por último, ya llegó a pasar de castaño obscuro. De repente, comenzaron a llover palos con tanta fuerza, que desperté con las costillas molidas.

—Ese sueño quiere decir que no tardará usted muchos días en llevar una paliza —contestóle el intérprete.

Marchóse el incrédulo guasón riéndose de la consulta, y poco antes de la semana, cuando se retiraba el hombre a de casa, cerca la media noche, le dieron unos estacazos lan grandes, que tuvo que guardar un mes de cama. ¡Jamás se supo de donde partieron los palos!

Aquella confirmación exacta de los augurios del nigromante, extendió su fama de tal manera, que de diez leguas a la redonda acudían las gentes al consultorio. Don Nicasio, que cobraba a dos pesetas la consulta, ganaba un dineral.

Todos los que le consultaban, salían hondamente impresionados, y hasta los más incrédulos comenzaban a preguntarse si sería verdad aquello; pues el intérprete de sueños y especialista en cosas del otro mundo, casi siempre acertaba.

Desde que el chusco de marras llevó la paliza profetizada, ya los guasones no se atrevían a reirse.

En el pueblo no se hablaba de otra cosa más que del nigromante y de sus consultas. Cesaron las luchas políticas de localidad, las intrigas y las murmuraciones. Ante el interés que aquel hombre despertaba, perdían su importancia los acontecimientos más notables de la tierra. ¡El amor a lo desconocido atraía a las gentes como la luz a las mariposas!

¡Nada hay que interese tanto a los espíritus, como sentir cerca de sí, el aleteo de algo invisible, desconocido é inexplicable!

A mí también me arrastró hacia la corriente, un deseo loco de ponerme en comunicación con lo incomprensible, y obedeciendo a su influjo avasallador, me decidí una noche a ir a ver de cerca a aquel hombre extraordinario, con el pretexto de que me interpretase un sueño que había tenido la noche anterior.

Escogí un viernes, en que creí que por ser día de erre, acudiría menos gente. Así y todo, llegué al consultorio con tres horas de anticipación, y ya había diez personas delante de mí. A las doce de la noche, la cola de consultantes, llegaba hasta el medio de la calle.

Cuando me tocó a mí el turno, entré temblando en la sala de consulta.

Era una habitación sencillísima, sin cuadros ni adornos de ninguna clase, ni más muebles, que dos sillas y una mesilla pequeña, sobre la que había una vela encendida, y otro objeto que llamó poderosamente mi atención: una albarda, sin estrenar. ¿Qué misión cumplía allí semejante aparejo tan fuera de lugar? ¡No pude averiguarlo! ¿Sería un símbolo?

El Nigromante era alto y delgado como un palo de Telégrafos. No tenía más que los huesos y la piel, y dos ojos grandes, brillantes, redondos como los de un buho, y extraviados como los de un loco.

Me mandó sentar en una de las dos sillas, y él se sentó en la otra, frente a mí, dirigiéndome una mirada tan intensa, que me mareó.

Después de un breve rato de silencio, le dije:

—Vengo a que me interprete usted un sueño, que he tenido la noche pasada.

—¿Y qué ha soñado usted?—preguntóme con solemne acento y voz un poco cascada.

—Soñé que me había muerto; pero así y todo, mi cuerpo continuaba en pie, en medio del espacio, sin poder caer hacia ninguna parte, por no tener en donde; pues le rodeaba el vacío, por arriba, por abajo, por delante y por detrás.

—Y si usted estaba muerto ¿cómo podía ver su cuerpo?

— Con los ojos del alma.

—Y el cuerpo de usted ¿estaba frente a su espíritu o de espalda?

—De espalda.

—¡Mírelo usted bien, porque ese detalle es importantísimo!

—Sé de fijo que estaba de espalda.

—¡Mal síntoma! Ese desdén demuestra, que cuando usted se muera, estará su cuerpo completamente aburrido de las locuras que su alma habrá cometido dentro. ¿Y sentía usted deseos de que el cuerpo cayese?

—¡Irresistibles! ¡Pero en vano buscaba un sitio sobre el que pudiese caer dignamente! Con la congoja que esto me produjo, desperté.

—Bien; ese sueño es sencillísimo, y de muy fácil explicación: quiere decir, que morirá usted tan pobre, que no tendrá siquiera sobre que caerse muerto.

¡Aquella explicación, tenía tales visos de verdadera, que me dejó anonadado.

— ¿Tiene usted seguridad de lo que dice?

— ¡Completísima! Todos los sueños son reminiscencias del pasado o revelaciones del porvenir. Ayer noche, por ejemplo, un concejal soñó que estaba rebuznando. Reminiscencia del pasado. El día anterior había pronunciado un discurso en una sesión del Ayuntamiento. En cambio, el sueño de usted está en tiempo futuro.

— Bueno; otra pregunta. ¿Entiende usted también de las cosas del otro mundo?

—Es mi especialidad.

— Pues bien: hace dos años murió un amigo mío, que me debía diez duros; y quisiera que usted me gestionase el cobro de esa suma, dándole un tanto por 100 de comisión.

—No me dedico a esa clase de negocios, ni quiero turbar la paz de los muertos con semejantes reclamaciones. ¡Si tal intentara, se levantarían todos contra mi!

— Sí, sí; eso de levantar muertos, es cosa muy fea. Pero entonces ¿qué clase de negocios ventila usted en ultratumba?

— Si desea usted saberlo, asista a la conferencia que daré uno de estos días en el Teatro Principal, acerca de todo eso.

—¿Qué? ¿Ya usted a dar una conferencia pública?

— Sí señor. Me ha hecho ventajosas proposiciones un empresario, y las he aceptado ya.

Me despedí del Nigromante, no sin haberle soltado antes dos pesetas que me cobró por darme una mala noticia, y dispuesto a asistir a la conferencia, costase lo que costase.

Se anunció el espectáculo, con una semana de anticipación; y cinco días antes, ya estaban tomadas todas las localidades. Hubo quien pagó ocho duros por una butaca. Mi entrada a paraíso, me costó cuatro pesetas. ¡Aquello era el delirio!

Llegó la noche de la deseada conferencia. El teatro estaba de bote en bote. Levantóse el telón, y apareció nuestro hombre de pie, en medio del escenario, y vestido de negro. ¡Parecía una vara de ébano.

El público lo recibió con una atronadora salva de aplausos.

Comenzó a hablar con una facilidad de palabra espantosa. ¡Aquello era un Niágara! Cada vez se exaltaba más, y decía cada cosa que daba miedo. Imposible me sería dar ni siquiera un estracto del famoso discurso que duró más de cinco horas.

Recuerdo que entre otras cosas raras, nos aseguró que Dios no existía; pues aunque es verdad que no hay efecto, sin causa y por conguiente al Universo hay que suponerle un autor, puede desaparecer la causa y continuar el efecto. Un artífice —añadía— hace un reloj, con cuerda para dos semanas, y después de ponerlo en hora y en movimiento, se muere. ¿Deja por eso de andar el reloj mientras dure la cuerda? Pues bien: Dios, que era un ser de tanta sabiduría que nuestra limitada inteligencia no alcanza a comprenderla, hizo el Universo, le dió cuerda para muchos millones de años, lo puso en movimiento, y los astros después de haber desaparecido su Creador, siguen girando en el vacío y obedeciendo fatalmente a las leyes que les dejó impuestas. Pero aunque la entidad Dios ya no existe, su espíritu, desmenuzado en átomos, se extiende por todas partes. Romped un vaso lleno de agua; su entidad desaparece, pero los fragmentos del cristal, continúan subsistiendo; el agua que contenía, se esparce y se evapora, pero vuelve otra vez a convertirse en gotas, para evaporarse de nuevo. El vaso, es el cuerpo. El agua, es el espíritu. Así, Dios también, cuando por combinaciones desconocidas, vuelvan a reunirse los fragmentos de su espíritu, renacerá otra vez para formar un nuevo Universo, al que dará cuerda por unos cuantos millones de siglos más.

—¡Ah, señores! —decía más adelante—los grandes genios de la humanidad son cuerpos vivos a los que ha tocado un gran pedazo del Espíritu Divino, en la gran hecatombe de su desmoronamiento. En cambio, a los tontos, no les ha caído en suerte ni un miligramo. A mí, afortunadamente, me ha correspondido un trozo de tres kilos y medio. Con esta cantidad de quid divinum, nada tiene de extraño que yo pueda interpretar los sueños de los humanos, y entreabrir un poco el misterioso velo del enigmático más allá. Cada vida no es más que una vibración. Poned dos cuerdas de guitarra al unísono, herid la una, y su compañera vibrará también. Dos cuartos de lo mismo sucede con las almas. Ponedlas al unísono, y las sensaciones de la una repercutirán en la otra. De modo, que el oficio de Profeta, es sencillísimo. Todo consiste en saber ponerse a tono. La ciencia de la adivinación, es tan exacta como las matemáticas.

Así, por este estilo, siguió el hombre disparatando de tal manera, que llegué a dudar por un momento, si estaba en un Teatro o en un Manicomio, oyendo disertar al más loco del establecimiento.

Al terminar la conferencia, el público salió aturdido é impresionado, sin saber a que carta quedarse. Había algunos que estaban conformes con aquellas teorías; y hasta los que no lo estaban, reconocían que el tal hombre discurría con juicio.

¡En las multitudes, lo mismo que en los individuos, también se produce el fenómeno de la sugestión! ¡Así se comprende que pasen por genios, tantos pobres diablos, y por pobres diablos, tantas personas de verdadero mérito! ¡Cuántas frases de grandes hombres nos admiran y corren de boca en boca, que si se las oyésemos a un tonto, nos parecerían solemnes majaderías!

Al día siguiente, una estupenda noticia cundió por la población.

El Alcalde, recibió un oficio del Gobernador de una lejana provincia, preguntándole si habría ido a parar a aquel pueblo, un infeliz demente, que se había escapado de su domicilio hacía más de un mes. Su locura consistía en creerse intérprete de sueños y especialista en cosas del otro mundo.

Todas las señas coincidían con las del nocturno consultor y conferenciante, que aquella misma tarde fue devuelto, convenientemente custodiado, a su atribulada familia.

Dicen que un loco hace ciento; pero aquel enloqueció a un pueblo entero, durante un mes seguido.

Lo peor del caso fue, que a pesar de su locura, se llevó consigo más de seis mil pesetas entre consultas y conferencia.

Locos como ese, a quienes las gentes aclaman, pasan plaza de hombres de talento y encima se llevan el dinero de los incautos, hay muchos por el mundo adelante.

¡Lo más triste, es que no hay familia que los recoja a tiempo!

A todo esto, preguntará el lector:

—Si ese hombre era loco ¿cómo predijo con tanta exactitud la paliza del chusco? Muy sencillamente. Como el tal sujeto a pesar de su locura, tenía su dosis de malicia correspondiente, le profetizó los palos, y para que la profecía se cumpliese al pie de la letra, lo esperó pocas noches después a la puerta de su casa, y sin darse a conocer, él mismo se encargó de suministrárselos.

Lo cual demuestra también que el oficio de guasón tiene sus quiebras. ¡Al de marras, le costó dos pesetas de consulta, y un mes de cama!

 

Cuentos humorísticos. 1905 Madrid: Est. Tipográfico de Ricardo Fe.

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