Cuando el afamado médico estaba haciendo la digestión de la comida, vinieron a reclamar su auxilio para un caso verdaderamente grave.
La vecina del segundo, joven de incomparable belleza, se había envenenado... Dos minutos después estaba el doctor junto al sofá en que aquella infeliz se retorcía presa de agudos dolores. Recetó el contraveneno, aguardó a que lo trajeran para administrárselo, y no se separó de allí hasta que la vio fuera de peligro.
A los dos días, un caballero de cincuenta y ocho a sesenta años, elegantemente vestido, fue a ver al doctor y le habló de esta manera:
—Ha salvado usted a una mujer cuya vida me interesa mucho y me ha evitado usted remordimientos horribles. Hasta ahora no he llegado a comprender la dureza, la severidad con que trataba a esa pobre criatura. La infeliz quería que la regalara un carruaje, e interpretando mi negativa rotunda como falta de cariño, no vaciló en atentar contra su existencia. Vengo a dar a usted las gracias y a decirle que nunca olvidaré el servicio que me ha prestado.
Y el anciano, después de estrechar la mano del doctor, se retiró, dejando sobre la chimenea una cartera repleta de billetes de Banco.
Al día siguiente, al dar principio a la consulta, presentóse un hombre que representaba tener unos cuarenta y cinco años; era extremadamente grueso, llevaba los dedos cubiertos de sortijas de gran valor y esforzábase por aparentar una finura de que carecía en absoluto.
—Querido amigo —exclamó aquel hombre limpiándose el sudor que bañaba su rostro,— merece usted una recompensa por la espontaneidad con que ha socorrido a ese diablillo con faldas... Debo confesar a usted que tengo un carácter violentísimo, y que la otra noche, excitado por los celos, amenacé a la pobre chica con mi desamor y con mi odio... Ya ha visto usted el resultado de mis amenazas... La verdad es que nunca creí que me quisiera tanto. En fin, no es cosa de distraerle de sus ocupaciones. Haga usted el favor de admitir este recuerdo, porque es justo que cada uno viva de su trabajo.
Y el hombre gordo dejó sobre la mesa del asombrado doctor mil francos en monedas de oro, y salió del despacho haciendo dos o tres ridículas reverencias.
No había transcurrido media hora cuando entró un joven vestido à la dernière y preguntó con voz atiplada:
—¿Es usted el doctor Villarrubia?
—Servidor de usted—respondió el galeno.
—Permítame usted que estreche su mano y que le manifieste mi profundo reconocimiento por los cuidados que el otro día prodigó a una de sus vecinas, a una encantadora mujer que me concede sus favores y que llegó al último grado de desesperación al descubrir que le era infiel... No me figuré nunca que tomaría las cosas tan a pecho... Las mujeres son atroces cuando se enamoran de veras. Lo que siento es haber perdido al sacanete todo el dinero que poseía esta mañana. Mi mala suerte me impide portarme con usted en forma merecida... Pero otro día será. Mientras tanto, cuente usted con un sincero amigo y con un entusiasta admirador de su talento.
Y el joven tendió la diestra al doctor, se miró después en un espejo para arreglarse un poco la desordenada cabellera y salió contoneándose y tarareando el Spirto gentil.
El afamado médico, antes de que llegara un cuarto visitante, subió al piso segundo y se hizo introducir en el gabinete de la joven encantadora.
—Señorita—dijo,—el insignificante servicio que le he prestado cumpliendo con mi deber, ha tenido ciertas consecuencias que... no podía yo suponer en manera alguna.
Para darme las gracias de haberla salvado de la muerte se me han presentado hasta ahora tres caballeros.
El primero, un señor anciano, ha tenido la bondad de recompensarme espléndidamente. Acepto esa recompensa, pero no puedo admitir la del segundo, y me permito entregar a usted la cantidad que acaba de dejarme. En cuanto al tercero, debo decir a usted que, si es cierto que la engañó, no hay, en verdad, motivos para realizar un acto de desesperación, porque la rival de usted es... una baraja. Lo que quisiera saber, y perdone usted la indiscreción, es cuál de los tres individuos que me han visitado tiene la culpa...
—Ninguno, caballero—respondió la joven, dando un suspiro.—El culpable de la pena qus me devora es un actor de los Bufos, que sin duda desprecia mi cariño... El ingrato se ha contratado para Nueva York, marchándose sin darme aviso... |Esta cruel determinación fue la que me obligó a atentar contra mi vida!
Fuente: El Álbum Ibero americano. Madrid, 10 de enero de 1894 |