La señora Mooney, hija de un carnicero, era lo que se dice una mujer resuelta; para arreglar sus cosas se bastaba y se sobraba sin dar un cuarto al pregonero. Casó con el dependiente principal de su padre y abrió una carnicería cerca de Spring Gardens. Pero no bien hubo muerto su suegro, el señor Mooney empezó a andar en malos pasos. Bebía, metía mano a la caja registradora del dinero y se entrampó hasta los ojos. De nada servía hacerle prometer enmienda: a los pocos días, infaliblemente, quebrantaba el solemne juramento. A fuerza de reñir con su mujer en presencia de los parroquianos y de comprar carne mala, terminó por arruinar el negocio. Una noche persiguió a su mujer con la cuchilla, y ella tuvo que dormir en casa de un vecino.
Desde entonces vivieron separados. La mujer acudió al cura y obtuvo una separación en regla con cargo de los hijos. No daba dinero al marido, ni alimento, ni morada; y así el hombre se vio obligado a entrar como oficial de justicia. Era un borrachín astroso, encorvado, de cara blanca y bigote blanco, y blancas cejas dibujadas sobre sus ojillos surcados de venas rojizas, ribeteados y tiernos; y se pasaba todo el santo día sentado en el cuarto del alguacil, en espera de que le encomendaran algún servicio. La señora Mooney, que se había llevado el dinero remanente tras la liquidación de la carnicería, instalando con ello una pensión en Hardwicke Street, era una mujer grande e imponente. Su casa albergaba una población flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man, y, de vez en cuando, artistas de vodevil. Su clientela con residencia fija se componía de empleados de oficinas y del comercio. La señora Mooney gobernaba la pensión con diplomacia y mano firme; sabía cuándo procedía dar crédito, actuar con severidad o hacer la vista gorda. Los residentes mozos, cuando hablaban de ella, la llamaban todos la Patrona.
Los jóvenes pupilos de la señora Mooney pagaban quince chelines semanales por la pensión completa (cerveza en las comidas aparte). Eran todos de los mismos gustos y ocupaciones, y por esta razón reinaba entre ellos franca camaradería. Discutían entre sí las probabilidades de sus caballos favoritos. Jack Mooney, el hijo de la Patrona, empleado con un agente comercial en Fleet Street, tenía reputación de ser un tipo difícil. Era aficionado a soltar obscenidades de cuartel, y por lo general llegaba a casa de madrugada. Cuando veía a sus amigos, siempre tenía alguna diablura que contarles, y siempre estaba seguro de hallarse sobre la pista de algo bueno: un caballo o una artista con posibilidades. También el boxeo se le daba de maravilla. Y las canciones cómicas. Las noches de los domingos solía haber reunión en la sala principal de la señora Mooney. Los artistas de vodevil participaban con gusto, y Sheridan tocaba valses y polkas e improvisaba acompañamientos. También solía cantar Polly Mooney, la hija de la señora. Cantaba:
Soy una... niña traviesa.
No tienen por qué fingir:
Ya saben que soy así.
Polly era una muchachita delgada, de diecinueve años; tenía el pelo rubio, delicado y suave, y una boca pequeña y rotunda. Sus ojos, grises con un tornasol verde, tenían el hábito de echar miraditas hacia arriba cuando hablaba con alguien, lo cual le daba el aspecto de una pequeña madonna perversa. La señora Mooney colocó en principio a su hija en la oficina de un tratante en granos, de mecanógrafa; mas como cierto oficial de justicia de pésima reputación diera en presentarse en el despacho un día sí y otro no rogando le permitieran hablar una palabra con su hija, la madre volvió a llevársela a casa y la puso a trabajar en las faenas domésticas. Como Polly era muy alegre y pizpireta, la intención era darle el gobierno de los pupilos jóvenes. Además, a los mozos les gusta sentir que andara una hembra moza no muy lejos. Polly, como es natural, flirteaba con los mancebos, pero la señora Mooney, juez perspicaz, sabía que los tales mancebos se lo tomaban sólo como pasatiempo: ninguno de ellos iba en serio. Así continuaron las cosas mucho tiempo, y la señora Mooney empezaba a pensar en mandar a Polly otra vez de mecanógrafa, cuando observó que entre su hija y uno de los jóvenes había algo. Vigiló a la pareja y no dijo esta boca es mía.
Polly sabía que la vigilaban; sin embargo, el persistente silencio de su madre no podía interpretarse erróneamente. No había existido complicidad manifiesta entre la madre y la hija, connivencia de ninguna clase; pero aunque los huéspedes empezaban a hablar del asunto, la señora Mooney continuaba sin intervenir. Polly empezó a volverse un poco rara en su comportamiento, y el joven, evidentemente, andaba desazonado. Por fin, cuando estimó que era el momento oportuno, la señora Mooney intervino. Contendió con los problemas morales como cuchilla con la carne; y en aquel caso concreto había tomado ya su decisión.
Era una luminosa mañana de principios de verano, prometedora de calor, mas con un soplo de brisa fresca. Todas las ventanas de la pensión estaban abiertas y las cortinas de encaje se inflaban suavemente hacia la calle bajo las vidrieras levantadas. Era domingo. El campanario de San Jorge repicaba sin cesar, y los fieles, solos o en grupos, cruzaban la pequeña glorieta que se extiende ante la iglesia, dejando ver su propósito en el pío recogimiento con que iban no menos que en los libritos que llevaban en sus manos enguantadas. En la pensión habían terminado de desayunar, y aún estaban los platos en la mesa con amarillas rebañaduras de huevo, piltrafas y cortezas de tocino. La señora Mooney, sentada en el sillón de mimbre, vigilaba a la criada Mary que estaba retirando las cosas del desayuno. Le mandó recoger las cortezas y mendrugos de pan que servirían para hacer el budín del martes. Una vez despejada la mesa, recogidos los mendrugos, guardados bajo llave y candado el azúcar y la mantequilla, la dueña de la pensión se puso a reconstruir la entrevista que había tenido con Polly la noche de la víspera. Todo era, en efecto, como ella sospechaba: se había mostrado franca en sus preguntas, y Polly no lo había sido menos en sus respuestas. Las dos pasaron su apuro, desde luego. Ella por deseo de no recibir la noticia de una manera demasiado franca y desconsiderada, ni parecer que había hecho la vista gorda, y Polly no sólo porque las alusiones de ese género siempre se lo causaban, sino también porque no quería dar pie a la sospecha de que ella, en su sabia inocencia, había adivinado la intención oculta tras la tolerancia de su madre.
Cuando advirtió, en su ensimismamiento, que las campanas de San Jorge habían dejado de tocar, la señora Mooney echó una mirada instintiva al relojito dorado que había sobre la repisa de la chimenea. Pasaban diecisiete minutos de las once: tenía tiempo más que de sobra de solventar el asunto con el señor Doran y plantarse antes de las doce en la calle Marlborough. Estaba segura de su triunfo. Para empezar, tenía de su parte todo el peso de la opinión social: era una madre agraviada. Había permitido al seductor vivir bajo su techo, dando por supuesto que era hombre de honor, y él había abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, de modo que no podía alegarse como excusa la irreflexión de la juventud; tampoco podía ser disculpa la ignorancia, ya que era hombre con sobrado conocimiento del mundo. Sencillamente se había aprovechado de la juventud y la inexperiencia de Polly; eso era evidente. ¿Qué reparación estaría dispuesto a hacer? He aquí el problema.
En tales casos se debe siempre una reparación. Para el varón todo marcha sobre ruedas: puede largarse tan fresco, después de haberse holgado, como si no hubiera ocurrido nada, pero la chica tiene que pagar el precio. Algunas madres se avenían a componendas mediante sumas de dinero; había conocido casos. Pero ella no haría tal cosa. Para ella, por la pérdida de la honra de su hija sólo cabía una reparación: el matrimonio.
Repasó de nuevo todas sus cartas antes de enviar a Mary arriba, al cuarto del señor Doran, a decir que deseaba hablar con él. Estaba segura de su triunfo. Él era un joven serio, no un libertino ni un escandaloso como los otros. Si se hubiera tratado del señor Sheridan o del señor Meade o de Bantam Lyons, su tarea habría sido mucho más ardua. No creía ella que Doran arrostrase la divulgación del caso. Todos los huéspedes de la pensión sabían algo del asunto; algunos hasta habían inventado pormenores. Además, llevaba trece años empleado en la oficina de un comerciante en vinos, católico cien por cien, y la divulgación tal vez significara para él la pérdida del empleo. Mientras que si se avenía a razones, todo podría ser para bien. Sabía ella que el galán cobraba un buen sueldo, y por otra parte sospechaba que debía de tener un buen pico ahorrado.
¡Casi la media hora! Se levantó y se miró en el espejo de luna. La expresión resuelta de su rostro grande y rubicundo la satisfizo, y pensó en algunas madres conocidas suyas incapaces de quitarse a sus hijas de encima.
El señor Doran estaba en realidad muy nervioso aquel domingo por la mañana. Había intentado por dos veces afeitarse, pero tenía el pulso tan inseguro que se vio obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días orlaba sus mandíbulas, y cada dos o tres minutos se le empañaban los lentes, de suerte que tenía que quitárselos y limpiarlos con el pañuelo. El recuerdo de su confesión de la pasada noche le causaba profunda congoja; el cura le había sonsacado hasta el último detalle ridículo del asunto, y al final había exagerado tanto su pecado que casi daba gracias que se le concediera un respiradero, una posibilidad de reparación. El daño estaba hecho. ¿Qué podría hacer él ahora sino casarse con la chica o huir de la ciudad? No iba a tener la desfachatez de negar su culpa. Era seguro que se hablaría del caso, y sin duda alguna llegaría a oídos de su patrón. Dublín es una ciudad tan pequeña..., todo el mundo está informado de los asuntos de los demás. En su excitada imaginación oyó al viejo señor Leonard que con su bronca voz ordenaba: «Que venga el señor Doran, por favor», y sólo de pensarlo le dio un vuelco tan grande el corazón que casi se le sale por la boca.
¡Todos sus largos años de servicio para nada! ¡Sus trabajos y afanes malogrados! De joven la había corrido en grande, por supuesto; había blasonado de librepensador y negado la existencia de Dios en las tabernas ante sus compañeros. Mas todo eso pertenecía al pasado; había concluido totalmente... o casi totalmente. Todavía compraba el Reynolds's Newspaper cada semana, pero cumplía con sus deberes religiosos y durante nueve décimas partes del año llevaba una vida metódica y ordenada. Tenía dinero suficiente para tomar estado; no se trataba de eso. Pero la familia miraría a la chica con menosprecio. Estaba primero la pésima reputación de su padre, y por si fuera poco, la pensión de su madre empezaba a adquirir cierta fama. Tenía sus barruntos de que le habían cazado. Imaginaba a sus amigos hablando del asunto y riéndose. Ella era un poquillo vulgar; a veces decía «haiga» y «hubieron». ¿Mas qué importaba la gramática si él la quería? No podía decidir si apreciarla o despreciarla por lo que había hecho. Naturalmente él lo había hecho también. Su instinto le impelía a permanecer libre, a no casarse. Una vez que uno se casa es el fin, se decía.
Estaba sentado al borde de la cama, en camisa y pantalones, inerme ante la fatalidad que lo abrumaba, cuando ella dio unos golpecitos en su puerta y entró en la habitación. La muchacha se lo dijo todo, que había confesado los hechos a su madre desde la A hasta la Z, y que su madre hablaría con él esa misma mañana. Rompió a llorar y le echó los brazos al cuello, diciendo:
-¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
Terminaría de una vez con su existencia, dijo.
Él la consoló débilmente, diciéndole que no llorara, que todo se arreglaría, que no había que temer. Sintió la agitación del pecho femenino contra su camisa.
No fue del todo culpa suya que el hecho sucediera. Recordaba, con la singular y paciente memoria del soltero, los primeros roces fortuitos de su vestido, su aliento, sus dedos, que habían sido como caricias para él. Luego, una noche, ya avanzada la hora, cuando se desvestía para acostarse, la joven dio unos tímidos golpecitos a su puerta. Quería encender su vela en la de él, pues una corriente de aire se la había apagado. Se había bañado esa noche, y llevaba un peinador suelto y abierto de franela estampada. Su blanco empeine relucía en la abertura de sus zapatillas de piel, y bajo su epidermis perfumada bullía cálida la sangre. También de sus manos y de sus muñecas, mientras encendía la vela, se desprendía un delicado aroma.
Cuando volvía tarde por las noches, era ella quien le calentaba la cena. Apenas si se daba cuenta de lo que comía, sintiéndola tan cerca, a solas y de noche, mientras todos dormían. ¡Y lo solícita que se mostraba! Si la noche era fría, o húmeda, o borrascosa, sin duda habría allí un vasito de ponche preparado para él. Tal vez pudieran ser felices juntos...
Solían subir la escalera de puntillas, cada cual con una vela, y en el tercer rellano se daban muy a disgusto las buenas noches. Tomaron la costumbre de besarse. Recordaba bien sus ojos, el contacto de su mano, el delirio en que aquello terminó por precipitarlo...
Pero el delirio pasa. Se hizo eco ahora de la frase de ella: «¿Qué voy a hacer?» Su instinto de célibe le advertía que no se comprometiese. Pero el pecado allí estaba; su propio sentido del honor le decía que por tal pecado debía efectuarse una reparación.
Sentado así con ella en el borde de la cama, apareció Mary en la puerta y dijo que la patrona quería verlo en la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y la chaqueta, más desamparado que nunca. Una vez vestido, se acercó a ella para consolarla. Todo se arreglaría, no había que temer. La dejó llorando en la cama y gimiendo débilmente: «¡Oh, Dios mío!»
Cuando bajaba por la escalera se le empañaron de tal forma los lentes que tuvo que quitárselos y limpiarlos. Hubiera querido salir por el tejado y volar lejos, a otro país donde jamás volviera a saber nada de aquel lío, y sin embargo una fuerza lo empujaba escalera abajo, peldaño por peldaño.
Las caras implacables de su patrón y de la señora parecían mirarlo inquisitivas, en su frustración y desconcierto. En el último tramo de escaleras se cruzó con Jack Mooney que subía de la despensa con dos botellas de cerveza amorosamente abrazadas. Se saludaron con frialdad, y los ojos del galán se detuvieron un par de segundos en una recia fisonomía de perro de presa y dos brazos cortos y vigorosos. Al llegar al pie de la escalera, echó una furtiva ojeada hacia arriba y vio a Jack mirándolo desde la puerta.
Entonces recordó la noche en que uno de los artistas de vodevil, cierto rubio londinense, hizo una alusión a Polly bastante desenfadada. La reunión casi terminó de mala manera debido a la violenta reacción de Jack. Todos se extremaron por aplacarle. El artista de vodevil, un poco más pálido que de costumbre, no hacía más que sonreír y repetir que no lo había dicho con mala intención. Pero Jack no hacía más que gritarle que si cualquier individuo intentaba llevar adelante tales devaneos con su hermana, por su alma que le iba a hacer tragarse las muelas, como lo estaban oyendo.
***
Polly continuó un rato sentada en el borde de la cama, llorando. Luego se enjugó los ojos y se acercó al espejo. Mojó la punta de la toalla en el jarro del lavabo y se refrescó los ojos con el agua fría. Se miró en el espejo de perfil y se ajustó una horquilla en el pelo por encima de la oreja. Luego volvió a la cama y se sentó a los pies. Miró un largo rato las almohadas, y esta contemplación suscitó en su ánimo secretos y dulces recuerdos. Apoyó la nuca en el frío barandal metálico de la cama y se abandonó a sus ensueños. Toda perturbación visible había desaparecido de su rostro.
Siguió esperando paciente, casi alegremente, sin sobresalto, dejando que sus recuerdos dieran paso poco a poco a esperanzas y visiones del futuro. Tan intrincadas eran estas esperanzas y visiones que ya no veía las almohadas blancas donde tenía fija la mirada ni recordaba que estaba esperando algo.
Por fin oyó a su madre que la llamaba. Se puso de pie automáticamente y corrió al pasamano de la escalera.
-¡Polly! ¡Polly!
-Aquí estoy, mamá.
-Baja, hija mía. El señor Doran quiere hablar contigo.
Entonces recordó lo que estaba esperando. |