Algunos dijeron que era el cura, pero yo pienso que debió de ser el sacristán. Porque es más de sacristán aquella escena en que la voz de una campana sube al cielo para avisar al Padre que en la tierra abandonada ha nacido un amor...
Era en uno de esos adorables países de las zonas calientes. Y como en aquellas comarcas todo arde, el alma de la joven aldeana ardía de pasión ante las miradas ambiguas del rubio sacristán. Y cada vez que iba a la fuente para llenar su cántaro se encontraba con él. Y cada vez que él arreglaba los antiguos encajes del altar de la iglesia o limpiaba los copones con sus manos temblantes dirigía sus ojos hacia el último de los escaños en la seguridad de ver fulgurar en la sombra del coro los ojos de ella.
Y así, sin darse cuenta, en la divina inconsciencia de los seres perfectos, se fueron amando con amor religioso: un amor sagrado y profundo que al crecer en silencio, sin la necesidad de las palabras, se alimentaba de su violencia propia.
A veces, sin embargo, el sacristán tenía extraños temores. Al pensar en Dios, a quien en su inocencia creía ofender con sus pasiones el alma se le llenaba de congojas y con el espíritu excitado oía palabras de reproche. Muchas veces pidiole perdón de rodillas mientras dejaba caer de sus manos el libro de oraciones. Y más de una noche, enloquecido de terror, juró ante los altares desatar su alma de los vínculos terrenos. Al día siguiente, sin embargo, la aparición de la aldeanita lo tornaba perjuro, y una sola mirada de aquellos ojos infantiles y blandos era suficiente para destruir, como castillos de papeles, sus más bellos proyectos.
Pero a pesar de la intensidad creciente con que lo dominaba la aldeanita había permanecido hasta ese instante sin hablarla, aunque a veces la realización de su silencio le costase esfuerzos dolorosos.
Una mañana que se hallaba en la iglesia, agobiado, sin duda, por la quietud terrible que los templos arrojan sobre las almas solitarias, la vio llegar, sola y pensativa, en dirección a la pila del líquido bendito. Y allá en el fondo de su ser pensó en esas santas de las viejas leyendas que para tentar a los creyentes adoptan formas materiales. Y entonces, ante la idea cristiana, le faltó el necesario valor para dirigirle la palabra.
Pero se contemplaron breves instantes, mudos, paralizados ante su recíproca presencia, mientras sus almas gemelas llegaban a sus ojos con irradiaciones de fulgores extraños...
Y la aldeanita cada vez era más bella y el rubio sacristán más pudoroso.
Una mañana, después de mucho tiempo, él arreglaba las campanas; suspendido en el pináculo de la torre. De pronto sintió un rumor desconocido en la escalera que conducía a la cúpula y dio vuelta los ojos. Entonces contempló a la aldeana que con el rostro rojo, como los resplandores de un incendio, subía hasta él excusándose con frases incoherentes.
Y al hallarla a su lado, en la hora imprevista, sobre la parte más alta de la Iglesia, sus labios febriles estallaron en un beso que hirió la frente de la niña. Ella, asustada, ante la salutación extemporánea y comprendiendo quizá el atrevimiento de su audacia, exhaló un grito de sorpresa y descendió las escaleras apresuradamente.
Y el sacristán estupefacto por la acción cometida en la casa de Dios levantó los ojos al cielo para pedir perdón. Pero ante él se alzaron las campanas, enigmáticas y frías, dejando caer sus cuerdas sobre las escaleras inmediatas. Entonces, con un movimiento inconsciente se asió de las sogas. Y las campanas comenzaron a vibrar violentas, ágiles, enloquecidas, solmenadas en la cúpula por la mano frenética que las hacía gemir en el terrible estallido de un concierto macabro. Y sobre la campiña, bajo las nubes, hasta las más lejanas líneas del horizonte se desplegó la vibración insólita para llegar a Dios.
Vibraban, vibraban en la quietud matinal, mientras el vecindario temeroso acudía a la Iglesia. Y el sacristán, cada vez con más bríos tiraba de las cuerdas. Hasta que una persona osada llegó a la cúpula para gritarle que bajase.
Entonces él, en su lenguaje rudo, aprendido en la campaña solitaria, quiso explicarle su locura. Y le dijo que esa mañana había pecado y deseaba hacer llegar al cielo, por la voz de los bronces, su arrepentimiento doloroso.
Y siguió tocando, tocando locamente, tocando siempre, con sones formidables que repercutían en los cortijos como la voz de un trueno... De pronto, a la tarde, cesó la vibración. Y cuando subieron a la cúpula le hallaron en el suelo, recientemente muerto, ¡mientras su mano diestra hacía la señal de la cruz y con la izquierda apretaba aún las cuerdas de las campanas!
Y los habitantes de aquel país de las zonas calientes dicen que el pecador fue perdonado porque murió por una virgen en la casa de Dios.
"Nosotros"(Buenos Aires). Tomo 1 - Agosto de 1907 - Número 1 |