La hija del leñador se llamaba Rosita y era una delicia
de criatura, toda blanca, con el cabello negro y
luciente como el ala del cuervo, los ojos enormes, de
color de heliotropo y las manos tan finas que parecían
pequeñas y encantadoras flores de marfil.
Una mañana, la hija del leñador dijo a su madre:
— Mamá: anoche he soñado que me casaba con el
rey. La vieja sonrió porque ella también, siendo muy
joven, había soñado con una boda extraordinaria. Sin
embargo, aquella mañana no se habló más del asunto y
Rosita, como todos los demás días del año, fué sola por
el camino de la montaña para ayudar a su padre a traer
los hatillos de leña.
Y así pasó todo el otoño, pero un día, una espléndida
mañana de la primavera siguiente, la hija del leñador
dijo a su madre :
— Mamá: anoche he soñado de nuevo que me casaba
con el rey.
La vieja frunció el entrecejo porque ella también
había soñado dos veces con bodas espléndidas y, sin
embargo, tuvo que trabajar toda su vida ayudando en
sus rudas tareas al viejo leñador.
Pasó el día y no se habló del asunto nunca más...
Llegó el verano: los senderos de la montaña se llenaron
de flores; los insectos hicieron su casita de hojas en
las ramas tiernas de los árboles; las abejas posáronse
en los jazmines para robarles miel y las mariposas, enloquecidas de sol, jugaron en la hora de la siesta sobre
los macizos de las madreselvas.
Y vino el otoño; y las rosas se desmayaron en las
laderas y las golondrinas levantaron el vuelo con un
grito largo y agudo, y comenzó, por todas partes, la
eterna lluvia de oro de las hojas que caen. Y llegó el
invierno y hubo hielo y hubo miseria y hubo hambre.
Por las noches, sentíase en las gargantas de los montes
el aullar de los lobos y el repiquetear de la nieve sobre
las ramas de los árboles escuetos...
Y a la otra primavera, con el reventar de las yemas
en los pinos, apareció de nuevo el ensueño de Rosita:
— Mamá: anoche he soñado otra vez que me casaba
con el rey.
La vieja, desolada, levantó las dos manos al cielo;
hizo en el aire la señal de la cruz y con la voz quebrada
por la angustia, interrogó temblando:
— ¿Y cómo te casabas, hija mía?
Entonces la muchacha contó lo que había visto en
sueños; y dijo que mientras estaba acostada en su camita
de hojas y madera de pino sintió un estridente relinchar
de caballos y el aullar de perros de una jauría y el
estrepitoso vibrar de un cuerno de caza. Luego oyó un
galope de jacas, luego un reír de mujeres y un jurar de
caballeros y luego tres golpecitos dados sobre la madera de la puerta. Ella, asustada, hizo pasar al visitante, y
el visitante, que era el mismo rey, se acercó hasta su
lecho, miróle en los ojos un largo rato y tomando entre
sus manos una de las de ella, se la besó con ansias.
Entonces ofreciósele en matrimonio y ala noche siguiente
se había casado.
La vieja hizo de nuevo el signo de la cruz, dijo
entre dientes una palabra ininteligible y se echó a llorar
desesperadamente.
Y se fue la primavera y pasó el verano y se marchó
el otoño y vino un invierno blanco, implacable, lleno de
nieve, de privaciones y de frío...
La hija del leñador se enfermó gravemente. Ya no
pudo ir, como antes, a robar su miel a las abejas, ni
a ordeñar la pequeña cabra de pelo blanco, ni a jugar
con el gato, al calor de la chimenea, mientras su padre
contaba aquellos largos cuentos en que había cazadores
y lobos y bosques y celadas. La hija del leñador enflaqueció visiblemente: sus dos bellas manitas de marfil
parecieron más pálidas, sus ojos pasaron del heliotropo
a la glicina y sus largos cabellos se pusieron opacos
como si estuvieran cansados de parecerse al ala de
los cuervos.
Una tarde, al apuntar la nueva primavera, la enfermedad se hizo muy grave: fue necesario sacar el gato
de la alcoba y llevar Rosita a la otra habitación,
cerca de la cocina. Apareció un delirio largo, horrible,
lleno de visiones; un delirio espantoso entrecortado por
frases sin sentido:
— El rey... un anillo de oro... el rey... el casamiento con el rey ... el oro ... el anillo de oro...
el rey...
Y así se fué apagando la vida de Rosita durante los
tres largos meses del invierno. Una mañana, el estridor
de un cuerno de caza gimió como un grito en el silencio
de la montaña. La chica tuvo un estremecimiento y cayó
en un delirio mucho más fuerte que los anteriores.
Al sonido del cuerno de caza sucedió un prolongado
ladrar de canes, un indistinto galopar de caballos y un
sonoro reír de parejas galantes; y la cabalgata pasó por
enfrente de la puerta de Rosita: la enferma abrió los
ojos, alzó sus manos blancas sobre el género blanco de
las sábanas y quiso decir algo que nadie pudo oír. La
cabalgata se detuvo afuera, bajo el cobertizo, cerca del
pequeño jardín de lirios y geranios. Alguien golpeó la
puerta con los nudillos de los dedos y el viejo leñador,
muerto de miedo, corrió a abrir. Relampagueante al sol,
en la plenitud de su oro y de su armiño, apareció el
rey en persona, llevando una fusta de plata en la mano
siniestra y un fajo de claveles en la otra.
Rosita abrió sus ojos desmesuradamente, clavó sus
pupilas en el inesperado visitante y tendió hacia él sus
dos manos de seda. El soberano acercóse al lecho de
la moribunda y casi distraído dejó entre sus manos el
fajo de claveles. Al fin qué sabía el rey de aquella
pobre almita que se moría de amor por él, después de
haberle esparado en vano tres otoños seguidos?
La hija del leñador quiso incorporarse en el lecho pero un violento hipo la tumbó sobre las almohadas y
apenas pudo decir haciendo un último esfuerzo:
— ¿Y el anillo, Señor?
Él sacóse su anillo de diamantes y púsolo paternalmente en uno de los dedos de la moribunda: la enferma,
ante el nuevo homenaje, cerró los ojos con una infinita
beatitud y abrió sus alas rumbo a la eternidad.
Momentos después, el soberano, que no estaba para
duelos, volvió a juntarse con los suyos y sin haber comprendido una sola palabra de todo aquello, ordenó con
desdén al joyero mayor:
—Hazme hacer otro anillo de oro; he regalado el mío.
Mientras la cabalgata retornaba a palacio entre un
aullar de canes y un reír de parejas galantes, Rosita
desde el cielo sonreía con júbilo acariciando la falaz
ilusión de haberse desposado con el rey.
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