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Luis María Jordán

(1883 - 1933)

"Rosita"

Biografía de Luis María Jordán

 
 
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Música:Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

Rosita

 

La hija del leñador se llamaba Rosita y era una delicia de criatura, toda blanca, con el cabello negro y luciente como el ala del cuervo, los ojos enormes, de color de heliotropo y las manos tan finas que parecían pequeñas y encantadoras flores de marfil.

Una mañana, la hija del leñador dijo a su madre:

— Mamá: anoche he soñado que me casaba con el rey. La vieja sonrió porque ella también, siendo muy joven, había soñado con una boda extraordinaria. Sin embargo, aquella mañana no se habló más del asunto y Rosita, como todos los demás días del año, fué sola por el camino de la montaña para ayudar a su padre a traer los hatillos de leña.

Y así pasó todo el otoño, pero un día, una espléndida mañana de la primavera siguiente, la hija del leñador dijo a su madre :

— Mamá: anoche he soñado de nuevo que me casaba con el rey.

La vieja frunció el entrecejo porque ella también había soñado dos veces con bodas espléndidas y, sin embargo, tuvo que trabajar toda su vida ayudando en sus rudas tareas al viejo leñador.

Pasó el día y no se habló del asunto nunca más...

Llegó el verano: los senderos de la montaña se llenaron de flores; los insectos hicieron su casita de hojas en las ramas tiernas de los árboles; las abejas posáronse en los jazmines para robarles miel y las mariposas, enloquecidas de sol, jugaron en la hora de la siesta sobre los macizos de las madreselvas.

Y vino el otoño; y las rosas se desmayaron en las laderas y las golondrinas levantaron el vuelo con un grito largo y agudo, y comenzó, por todas partes, la eterna lluvia de oro de las hojas que caen. Y llegó el invierno y hubo hielo y hubo miseria y hubo hambre. Por las noches, sentíase en las gargantas de los montes el aullar de los lobos y el repiquetear de la nieve sobre las ramas de los árboles escuetos...

Y a la otra primavera, con el reventar de las yemas en los pinos, apareció de nuevo el ensueño de Rosita:

— Mamá: anoche he soñado otra vez que me casaba con el rey.

La vieja, desolada, levantó las dos manos al cielo; hizo en el aire la señal de la cruz y con la voz quebrada por la angustia, interrogó temblando:

— ¿Y cómo te casabas, hija mía?

Entonces la muchacha contó lo que había visto en sueños; y dijo que mientras estaba acostada en su camita de hojas y madera de pino sintió un estridente relinchar de caballos y el aullar de perros de una jauría y el estrepitoso vibrar de un cuerno de caza. Luego oyó un galope de jacas, luego un reír de mujeres y un jurar de caballeros y luego tres golpecitos dados sobre la madera de la puerta. Ella, asustada, hizo pasar al visitante, y el visitante, que era el mismo rey, se acercó hasta su lecho, miróle en los ojos un largo rato y tomando entre sus manos una de las de ella, se la besó con ansias. Entonces ofreciósele en matrimonio y ala noche siguiente se había casado.

La vieja hizo de nuevo el signo de la cruz, dijo entre dientes una palabra ininteligible y se echó a llorar desesperadamente.

Y se fue la primavera y pasó el verano y se marchó el otoño y vino un invierno blanco, implacable, lleno de nieve, de privaciones y de frío...

La hija del leñador se enfermó gravemente. Ya no pudo ir, como antes, a robar su miel a las abejas, ni a ordeñar la pequeña cabra de pelo blanco, ni a jugar con el gato, al calor de la chimenea, mientras su padre contaba aquellos largos cuentos en que había cazadores y lobos y bosques y celadas. La hija del leñador enflaqueció visiblemente: sus dos bellas manitas de marfil parecieron más pálidas, sus ojos pasaron del heliotropo a la glicina y sus largos cabellos se pusieron opacos como si estuvieran cansados de parecerse al ala de los cuervos.

Una tarde, al apuntar la nueva primavera, la enfermedad se hizo muy grave: fue necesario sacar el gato de la alcoba y llevar Rosita a la otra habitación, cerca de la cocina. Apareció un delirio largo, horrible, lleno de visiones; un delirio espantoso entrecortado por frases sin sentido:

— El rey... un anillo de oro... el rey... el casamiento con el rey ... el oro ... el anillo de oro... el rey...

Y así se fué apagando la vida de Rosita durante los tres largos meses del invierno. Una mañana, el estridor de un cuerno de caza gimió como un grito en el silencio de la montaña. La chica tuvo un estremecimiento y cayó en un delirio mucho más fuerte que los anteriores.

Al sonido del cuerno de caza sucedió un prolongado ladrar de canes, un indistinto galopar de caballos y un sonoro reír de parejas galantes; y la cabalgata pasó por enfrente de la puerta de Rosita: la enferma abrió los ojos, alzó sus manos blancas sobre el género blanco de las sábanas y quiso decir algo que nadie pudo oír. La cabalgata se detuvo afuera, bajo el cobertizo, cerca del pequeño jardín de lirios y geranios. Alguien golpeó la puerta con los nudillos de los dedos y el viejo leñador, muerto de miedo, corrió a abrir. Relampagueante al sol, en la plenitud de su oro y de su armiño, apareció el rey en persona, llevando una fusta de plata en la mano siniestra y un fajo de claveles en la otra.

Rosita abrió sus ojos desmesuradamente, clavó sus pupilas en el inesperado visitante y tendió hacia él sus dos manos de seda. El soberano acercóse al lecho de la moribunda y casi distraído dejó entre sus manos el fajo de claveles. Al fin qué sabía el rey de aquella pobre almita que se moría de amor por él, después de haberle esparado en vano tres otoños seguidos?

La hija del leñador quiso incorporarse en el lecho pero un violento hipo la tumbó sobre las almohadas y apenas pudo decir haciendo un último esfuerzo:

— ¿Y el anillo, Señor?

Él sacóse su anillo de diamantes y púsolo paternalmente en uno de los dedos de la moribunda: la enferma, ante el nuevo homenaje, cerró los ojos con una infinita beatitud y abrió sus alas rumbo a la eternidad.

Momentos después, el soberano, que no estaba para duelos, volvió a juntarse con los suyos y sin haber comprendido una sola palabra de todo aquello, ordenó con desdén al joyero mayor:

—Hazme hacer otro anillo de oro; he regalado el mío.

Mientras la cabalgata retornaba a palacio entre un aullar de canes y un reír de parejas galantes, Rosita desde el cielo sonreía con júbilo acariciando la falaz ilusión de haberse desposado con el rey.

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