Aquella mañana el Príncipe Mamboretá se despertó
de mal humor, tan enojado, que ni siquiera dio
orden de que le arreglaran la pequeña embarcación en
que recorría el territorio cuando estaba harto de fiarse
al vuelo de sus alas. (La embarcación del Príncipe
Mamboretá era una monada de botecito construido con
una cáscara de nuez que le servía de quilla, y un pétalo
de jazmín que servíale de vela: como jarcias, se utilizaba,
generalmente, unos hilos de araña)...
Pero aquella mañana el Príncipe se levantó tan taciturno que hasta postergó para las horas de la tarde la
cotidiana visita a Su Majestad la Reina de las Abejas
y a Su Alteza, el moscardón de alas tornasoles. Todos
los habitantes del reino y los de las comarcas adyacentes
hacían los más variados comentarios acerca del enojo
del Príncipe, que atribuían a una inexorable melancolía.
Las más jóvenes y bellas damas de la familia Mamboretá
esforzábanse, inútilmente, en descifrar el secreto del
Príncipe y la angustia de éste no podía ser atribuida a
tormentos de amor, porque cualquiera de ellas, o todas
juntas, se habrían ofrecido solícitas para satisfacer sus
más mínimos caprichos. Algunas Avispas — eternas murmuradoras — decían que Su Alteza estaba enamorado de una mariposa azul; y este rumor, que evidentemente era
falso, fue recogido y propalado a los cuatro vientos por
la opulenta familia de las Hormigas Coloradas.
Sin embargo, pesares de índole muy distinta atormentaban el corazoncito cristalino del Príncipe Mamboretá. (No es de extrañar que el Príncipe Mamboretá
tuviera corazón ni de que éste fuese cristalino, porque
hasta los hombres, siendo menos benevolentes que él,
tienen también aquél órgano inútil).
Desde el día anterior, sus subditos notáronle profundamente triste, con una tristeza tan honda, que por
la noche había rehusado asomarse a las ventanas de su
casita de hojas de madreselva para escuchar, como otras
veces, las vibrantes serenatas de su amigo el Grillo.
Quizá el Príncipe había recibido algún mensaje
secreto en el que le comunicaran irreparables acontecimientos, o tal vez su vieja camarada, la Emperatriz de
las Hormigas Negras, habíale manifestado sus temores
acerca de una probable invasión de Langostas...
Pero éstas eran simples conjeturas. Lo verdaderamente cierto era que el Príncipe languidecía de tedio y
que rehusaba hasta tomar alimentos, habiéndose negado
repetidas veces a beber una gotita de agua que le trajo
en sus alas un bello Escarabajo color granate. Se sabía
también que en la tarde anterior el Príncipe había volado
mucho y que llegó hasta el centro de una ciudad en la
que moraban hombres de nuestra raza. Tal vez algún
picaro viejo habíale aprisionado entre los dientes de una
pinza, o algunos crueles escolares apretado la cintura para que él, levantando en el aire sus dos patitas finas,
les indicase en dónde estaba Dios. Y así transcurrieron
muchos días sin que nadie supiera la verdadera causa
de la amargura principesca. Hasta que una tarde — una
de esas Cucarachas verdes que todo lo saben porque
Viven en perenne contacto con los hombres — trajo hasta
el país de los insectos un rumor muy grave, según el
que se explicaba perfectamente los motivos de aquella
congoja que amenazaba convertirse en eterna.
La Cucaracha dijo que los más sabios de todos los
hombres habíanse reunido en una magna asamblea, tan
numerosa como las que realizan frecuentemente las Hormigas y que después de mucho deliberar y de más
discutir, habían llegado a la conclusión de que Dios no
existía y de que el mundo era obra anónima, hecha casi
a la loca, por una miserable fuerza desconocida. Y el
mensajero no pudo explicar mejor porque, en realidad,
su idioma no era de los más ricos en palabras de significados abstractos...
El Mamboretá que oyó esto — ya lo oía por segunda
vez — abrió ampliamente sus alas traslúcidas y con un
largo vuelo de aeroplano cruzó los espacios en medio de
la estupefacción y angustia de sus vasallos más adictos.
A la mañana siguiente, notando que no había regresado todavía, varios camaradas salieron en su busca.
Después de ir y venir por todas partes, encontráronle
ahogado en el océano de agua que puede formarse en
la corola de una magnolia. Nadie supo jamás la causa
de esta muerte que algunos atribuyeron a una venganza de las hormigas y otros, los más sensatos, a un suicidio.
La última conjetura era evidentemente razonable: para
qué seguiría viviendo bajo el sol, aquél hermoso Príncipe
Mamboretá, si los hombres aseguraban que no había
Dios y si el único objeto que él tenía sobre la tierra
era levantar al cielo sus dos patitas verdes para señalar
a los poetas y a los niños la morada del Padre?
Así murió, desesperado de amargura, aquél hermoso
príncipe de talle fino, alas de esmeralda y ojitos de
berilo. Sus vasallos lloráronle inconsolablemente y todavía hoy, en el país de las Hormigas, algunas viejas holgazanas, amigas de los cuentos, repiten la leyenda,
mientras las otras, caminito vá, caminito viene, van
amontonando para los duros meses de invierno, el pan
de cada día...
"El Príncipe Mamboretá y otros cuentos de hadas" |