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Luis María Jordán

(1883 - 1933)

"La princesa Rosalinda"

Biografía de Luis María Jordán

 
 
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Música:Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

La princesa Rosalinda

 

La princesa Rosalinda había cumplido diez y seis abriles. Y como era más bella que el sol, y sus cabellos hacían pensar en los trigales recién maduros, y sus ojos en la transparencia de las turquesas, y sus labios en la carne sabrosa de las guindas, su padre resolvió darla en matrimonio a aquél de sus aliados que fuera dueño de más grandes riquezas.

Centenares de heraldos, voceros, mensajeros y farautes salieron por ahí a repetir la fausta nueva. Y pocos días después la corte de Rosalinda, generalmente tranquila como conviene a las cortes poderosas, vióse concurrida por infinidad de personas importantes: monarcas, herederos, autoridades y dignatarios de todos los imperios vinieron seducidos por el renombre de la princesa. Cada uno de los pretendientes debía manifestar en alta voz, ante el trono del rey, cuáles eran sus riquezas y cuántos los reinos y vasallos que le estaban sometidos...

El primero en presentarse fue el rey de la Isla de Oro. Venía montado en un elefante blanco, bajo la sombra movible de una larga techumbre de sedas y de encajes. Precedíanle doscientos heraldos montados en jacas blancas y seguíanle como mil caballeros custodiando otros tantos convoyes cargados de presentes. Al verle llegar con semejante ejército, los cortesanos creyeron que la princesa se decidiría por el magnífico rey de la Isla de Oro, pero la princesa miróle impávida, desde su pequeña silla incrustada de nácar, con una vaga sonrisa de desdén que bien podía querer decir: "No me pareces demasiado rico, amigo mío".

El pretendiente comprendió el gesto y a una señal del primer ministro se retiró cabizbajo para dar sitio al poderoso príncipe de Samarcanda. Llegó éste montado en un dromedario, cubierto de seda desde las jorobas hasta los cascos. En jaulas de oro y ónice, sus caballeros conducían animales de las más raras y variadas especies: cinocéfalos del Yemen, monos azules del Tibet, panteras y leopardos de Nepal, colibríes del Ganges, mirlos de Francia y papagayos de Beocia. Detrás de este primer cortejo, marchaba otro compuesto de dos mil caballeros y cuatrocientos dromedarios cargados con las más fabulosas riquezas del orbe: diamantes de Ormuz, berilos de Ceilán, perlas de Golconda, crisólitos de Efeso, crisoberilos de Trapobana, tapices de Alejandría, sedas de Persia, telas de Bagdad, alcatifas de la Meca, ataujías de Mauritania, esencias de Madaín, perfumes de Damasco, ámbares de Gaza y de Samaría, y en enormes cofres de madera de raíz de naranjo, grandes brillantes negros como aceitunas de Corinto.

A pesar de tamañas riquezas, la princesa Rosalinda hizo de nuevo un gesto de desdén y el príncipe, acongojado, dejó libre el camino para que pudiera acercarse otro caballero. El rey comenzó a ver con malos ojos las exigencias de su hija y estaba a punto de decírselo a ella misma cuando apareció ante el trono, radiante como un sol, el emperador de las Islas Azules.

Todas las riquezas de Salomón y todas las que le ofreció la reina de Saba, serían pocas en comparación de las que ostentaba el pretendiente. Además de un estado de cien mil vasallos, de doscientos pueblos sometidos y de tres mil aliados, pertenecíanle todas las perlas del Golfo Pérsico, todos los ibis del Egipto y todos los brillantes del Indostán. Tenía, además, la belleza física de un dios de los gentiles y sobre su frente, llena de rizos blondos, resplandecía la más bella corona que haya podido sustentar jamás una cabeza humana.

Cuando los cortesanos viéronle llegar, creyeron que la princesa debería sentirse enamorada de aquél espléndido señor de las Islas Azules, pero Rosalinda miró al recién venido como a los otros y manifestó su desagrado con un violento gesto de desdén.

Detrás del emperador vinieron otros, y otros, y otros monarcas a cual más egregio y a cual no menos poderoso; y como todos ellos fueron rechazados, ya se iba a dar orden de cerrar el concurso cuando un pobre diablo del populacho se dirigió a voces al primer chambelán.

— Señor; yo soy más rico que todos ellos juntos. El rey y la princesa dieron vuelta los ojos para mirar al desconocido. Y éste, — el más osado de todos los pretendientes porque sentía el orgullo de tener los botines rotos y la capa raída, — levantó en alto su mano diestra como si enarbolara una pequeña bandera de pergamino.

La princesa, curiosa, preguntóle, desde lo alto de su trono:

— Dónde está tu fortuna, amigo mío?

— Aquí, — dijo el descalzo enarbolando de nuevo su pequeña bandera.

— Qué es? — preguntó Rosalinda.

— Un madrigal, Señora mía!

Y el madrigal debió ser muy bello, y los versos muy sonoros y las rimas muy ricas y la armonía muy dulce, porque la princesa hizo llegar al desconocido hasta su lado y tomándole las dos manos se las besó con júbilo...

Pocos días después, con la pompa necesaria en tales casos, celebrábase el matrimonio, que fué espléndido, porque, según diieron algunos agoreros del reino, el desconocido de la capa raída no era otro que Apolo que el grande Apolo griego, disfrazado de pobre diablo...

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