La princesa Rosalinda había cumplido diez y seis
abriles. Y como era más bella que el sol, y sus
cabellos hacían pensar en los trigales recién maduros,
y sus ojos en la transparencia de las turquesas, y sus
labios en la carne sabrosa de las guindas, su padre
resolvió darla en matrimonio a aquél de sus aliados que
fuera dueño de más grandes riquezas.
Centenares de heraldos, voceros, mensajeros y farautes salieron por ahí a repetir la fausta nueva. Y
pocos días después la corte de Rosalinda, generalmente
tranquila como conviene a las cortes poderosas, vióse
concurrida por infinidad de personas importantes: monarcas, herederos, autoridades y dignatarios de todos
los imperios vinieron seducidos por el renombre de la
princesa. Cada uno de los pretendientes debía manifestar en alta voz, ante el trono del rey, cuáles eran sus
riquezas y cuántos los reinos y vasallos que le estaban
sometidos...
El primero en presentarse fue el rey de la Isla de
Oro. Venía montado en un elefante blanco, bajo la
sombra movible de una larga techumbre de sedas y de
encajes. Precedíanle doscientos heraldos montados en
jacas blancas y seguíanle como mil caballeros custodiando otros tantos convoyes cargados de presentes.
Al verle llegar con semejante ejército, los cortesanos
creyeron que la princesa se decidiría por el magnífico
rey de la Isla de Oro, pero la princesa miróle impávida, desde su pequeña silla incrustada de nácar, con
una vaga sonrisa de desdén que bien podía querer
decir: "No me pareces demasiado rico, amigo mío".
El pretendiente comprendió el gesto y a una señal
del primer ministro se retiró cabizbajo para dar sitio al
poderoso príncipe de Samarcanda. Llegó éste montado
en un dromedario, cubierto de seda desde las jorobas
hasta los cascos. En jaulas de oro y ónice, sus caballeros
conducían animales de las más raras y variadas especies: cinocéfalos del Yemen, monos azules del Tibet,
panteras y leopardos de Nepal, colibríes del Ganges,
mirlos de Francia y papagayos de Beocia. Detrás de
este primer cortejo, marchaba otro compuesto de dos
mil caballeros y cuatrocientos dromedarios cargados
con las más fabulosas riquezas del orbe: diamantes de
Ormuz, berilos de Ceilán, perlas de Golconda, crisólitos de Efeso, crisoberilos de Trapobana, tapices de
Alejandría, sedas de Persia, telas de Bagdad, alcatifas
de la Meca, ataujías de Mauritania, esencias de Madaín,
perfumes de Damasco, ámbares de Gaza y de Samaría,
y en enormes cofres de madera de raíz de naranjo,
grandes brillantes negros como aceitunas de Corinto.
A pesar de tamañas riquezas, la princesa Rosalinda
hizo de nuevo un gesto de desdén y el príncipe, acongojado, dejó libre el camino para que pudiera acercarse otro caballero. El rey comenzó a ver con malos ojos
las exigencias de su hija y estaba a punto de decírselo
a ella misma cuando apareció ante el trono, radiante
como un sol, el emperador de las Islas Azules.
Todas las riquezas de Salomón y todas las que le
ofreció la reina de Saba, serían pocas en comparación
de las que ostentaba el pretendiente. Además de un
estado de cien mil vasallos, de doscientos pueblos
sometidos y de tres mil aliados, pertenecíanle todas las
perlas del Golfo Pérsico, todos los ibis del Egipto y
todos los brillantes del Indostán. Tenía, además, la
belleza física de un dios de los gentiles y sobre su
frente, llena de rizos blondos, resplandecía la más
bella corona que haya podido sustentar jamás una
cabeza humana.
Cuando los cortesanos viéronle llegar, creyeron que
la princesa debería sentirse enamorada de aquél espléndido señor de las Islas Azules, pero Rosalinda miró
al recién venido como a los otros y manifestó su desagrado con un violento gesto de desdén.
Detrás del emperador vinieron otros, y otros, y
otros monarcas a cual más egregio y a cual no menos
poderoso; y como todos ellos fueron rechazados, ya se
iba a dar orden de cerrar el concurso cuando un pobre
diablo del populacho se dirigió a voces al primer
chambelán.
— Señor; yo soy más rico que todos ellos juntos.
El rey y la princesa dieron vuelta los ojos para mirar
al desconocido. Y éste, — el más osado de todos los pretendientes porque sentía el orgullo de tener los
botines rotos y la capa raída, — levantó en alto su mano
diestra como si enarbolara una pequeña bandera de
pergamino.
La princesa, curiosa, preguntóle, desde lo alto de
su trono:
— Dónde está tu fortuna, amigo mío?
— Aquí, — dijo el descalzo enarbolando de nuevo
su pequeña bandera.
— Qué es? — preguntó Rosalinda.
— Un madrigal, Señora mía!
Y el madrigal debió ser muy bello, y los versos
muy sonoros y las rimas muy ricas y la armonía muy
dulce, porque la princesa hizo llegar al desconocido
hasta su lado y tomándole las dos manos se las besó
con júbilo...
Pocos días después, con la pompa necesaria en tales
casos, celebrábase el matrimonio, que fué espléndido,
porque, según diieron algunos agoreros del reino, el
desconocido de la capa raída no era otro que Apolo
que el grande Apolo griego, disfrazado de pobre
diablo...
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