Eraa tan tenue, que parecía una tenue varita de junco, abandonada por las ninfas en el tranquilo
remanso de una ribera; era tan rubia, que parecía un
luminoso rayito de luna flotando en el aire para aureolar de misterio las formas de las cosas; era tan linda
que parecía una divina virgencita de oro arrancada del
templo para encender aun más la adoración ascética de
los creyentes; ¡y era tan pura que parecía una vara de
junco, un rayito de luna y una imagen de altar! ...
A los 14 años, — ¡a los 14 años! — su corazoncito
de colegiala, todo ternura, sintió florecer, como un
prematuro prodigio de primavera, la primera rosa
púrpura.
Vino a ella el amor, bajo la forma un poco satánica
de un caballero de 40 años, valiente e incrédulo, que
aunque hubiera tenido numerosos desafíos por mujeres
no amadas, sintió el encantamiento ingenuo de la chica
y en un afán de redención sincera, decapitó los feroces
leones de su instinto ante aquella virgencita de 14 años,
armada apenas con el manto de luna de la inocencia.
Y fué el idilio: Noches de amor bajo la claridad
romántica del rayo de la luna; tardes de amor en el
perfumado ambiente de los jardines solitarios: horas de amor en la purificadora beatitud de las mañanas diáfanas de octubre.
Poquito a poco, insensiblemente, con la inexplicable
tenacidad de las grandes orientaciones espirituales, la
colegiala fue experimentando día a día las extrañas
sensaciones del mundo nuevo; su boca, antes tan pálida,
se enrojeció de sangre granate gracias a los cariñosos
besos del amado; sus mejillas, que eran como los blan cos pétalos de las camelias, se hicieron rosadas como
los pétalos de las rosas tempranas, sus manos, que sólo
habían tocado cintas de muñecas y rosaritos de cristal,
se afilaron en el aprendizaje de la caricia, casi hasta
convertirse en corolas de lirios; y los ojos, aquellos
grandes ojos azules en cuyo fondo flotaba una visión
suntuosa de glicinas, tomaron el luminoso brillo del
diamante, que al fin y al cabo, es una lágrima del sol.
Una noche, el trastorno de aquella criatura debió
de ser tan grande, el estremecimiento tan profundo, la
desorientación tan verdadera, que se quedó dormida,
como en un sueño hipnótico, sobre los hombros del Amado.
Pasó un minuto, media hora, una hora. Las manos,
retenidas por las del novio, comenzaron a crisparse de
una manera extraña; el rostro, antes tan plácido, en la
ininterrumpida dulcedumbre del sueño, adquirió la expresión sobrenatural de los iluminados; los ojos se abrieron desmesuradamente, dejando ver en su fondo, más
nítido que nunca, la visión suntuaria de glicinas, y la
boca se contrajo como para decir alguna cosa providencial o extraordinaria.
Dijo un nombre; el nombre del Amado y desasiéndose de sus brazos, dormida, tranquila, inconsciente,
sonámbula, se echó a vagar, como una sombra, por los
corredores desiertos de la casa. Parecía una pequeña
pajarita rubia que hubiera tomado el vuelo. Cuando la
despertaron, había perdido, para siempre la noción
exacta de las cosas y de los seres. Su almita de cristal
ya no Volvió a aparecer en el fondo de sus enormes ojos
lilas como la de flor de las glicinas; su almita de cristal,
demasiado tenue para soportar el aliento de los amores
de los hombres, estaba quebrada en mil pedazos como
una transparente copa de Bohemia.
Y desde entonces, de aquella criatura tan pura que
parecía una vara de junco, un rayito de luna, o una
imagen de altar, no ha quedado más que la forma corpórea, desarraigada definitivamente de un espíritu que
quizá anda volando por ahí, sobre los rosales del jardín,
a la espera de un botón que lo recoja para transformarlo
en la sutilidad de una fragancia!
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