La princesa Clavelinda estaba triste, tan triste, que
hasta había hecho algunos pucheritos de angustia
ante su amigo y caballero el gran duque de las Islas
Rosadas. Nadie sabía qué honda pena atormentaba el
corazón de la princesa, pero es lo cierto que cuando el
rey, su padre, le preguntó, reiteradamente, acerca de
los motivos de aquel dolor, la deliciosa sufriente contestó con monosílabos, casi como si tuviera un poco de
vergüenza en confesar la causa de su angustia.
Sin embargo, un día, la princesita habló; pero fué
para contar una cosa inverosímil: que estaba enamorada
de su canario.
El rey quiso quitarle de la cabeza semejantes ideas
y para distraerla recurrió a extremos increíbles; por
ejemplo; mandó cortar ambas orejas al bufón de la
corte; hizo bailar sobre un alambre candente a un
enano de palacio; declaró una guerra sin cuartel a su
Vecino el emperador de Samarcanda y condenó a la
horca a más de doscientos mercachifles, buhoneros y
Vagabundos.
Sin embargo, y a pesar de tanto espectáculo extraordinario, la princesa Clavelinda recorría los jardines
con un vago aire de sonámbula y sus hermosos ojos, color de glicina, amenazaban fundirse en la propia
amargura de sus lágrimas. Mientras tanto, el canario de
la corte — una preciosura de canario, con las alitas
amarillas como rayos de luna y los ojitos rojos como
gotas de sangre — cantaba desde el alba hasta el crepúsculo encerrado en su pequeña jaula de plata y oro.
Cada vez que la princesa pasaba por ahí, el canario
redoblaba sus trinos y a veces, con una coquetería
completamente donjuanesca, estiraba hacia ella su
piquito de ágata como si quisiera decirle algún secreto.
El rey, que como todos los reyes de los cuentos era un
monarca supersticioso, resolvió consultar el caso con una
vieja adivina amiga suya y la bruja, naluralmente, aconsejóle que casara a su hija con el pájaro cantor so pena
de graves y peligrosos conflictos internacionales.
Los astrólogos, el herbolario y los médicos de la
corte, fueron también de la misma opinión. Por eso se
ordenó el matrimonio para los últimos días del próximo
mes de Mayo. Fueron invitados todos los representantes
de los países vecinos; los embajadores acreditados ante
el trono; los príncipes de las comarcas aliadas; las altas
dignidades eclesiásticas y como diez mil caballeros de
armas que vinieron expresamente desde las guarniciones
de Trapobana.
El día de la boda, al alba, soltáronse desde las
almenas del palacio millares de palomas; dióse igualmente libertad a todos los vagabundos condenados por
pequeños delitos y se regaló a los pobres alhajas de
oro y monedas de plata.
La fiesta debía ser espléndida, como conviene a la
majestad de la corona. El canario, en su pequeña jaula
de oro, relampagueante al sol, fue llevado en hombros
de seis chambelanes sobre un palanquín de brocato de
Persia, adornado con diamantes y záfiros. La novia,
bellísima, bajo su amplio quitasol de seda de Bagdad,
marchaba precedida por dos pavos reales y escoltada
por quinientos jinetes de sangre azul.
El rey, desde lo alto del trono, bendijo la unión
con el mismo gesto severo con que se mostraba en sus
noches de triunfo, después de las batallas. Para algún
cortesano que hubiera tenido la mala ocurrencia de
sonreírse durante la ceremonia, habían puesto una horca
en los jardines de la casa real.
Después de la fiesta los novios fueron conducidos hasta
sus habitaciones entre los halagos y vítores de la muchedumbre. Por orden del rey colocáronse hasta mil centinelas
en los corredores que daban acceso a la cámara nupcial.
Al día siguiente, antes de resolver ningún asunto de
gobierno, el soberano mandó a sus ministros para ofrecer sus plácemes a los recién casados. Los mensajeros
regresaron mohínos, con la cabeza baja y los brazos
caídos a lo largo del cuerpo. El rey, desconcertado, y
sin atreverse a preguntar una palabra, envió el mismo
mensaje con su hijo mayor, pero el príncipe, a pesar de
su audacia, no se atrevió a volver con la contestación.
Entonces, fué el soberano en persona con el manto real
echado sobre los hombros, y blandiendo en la diestra
la vieja espada victoriosa.
Tres veces seguidas llamó a las puertas de la alcoba
y como no tuviera respuesta las echó abajo con sus
puños.
Cuál no sería su sorpresa, cuando notó que el lecho
de los desposados estaba intacto, la jaulita de oro del
canario un poco rota y las ventanas de las habitaciones
abiertas de par en par...
Alarmado, y temiendo una mala broma de la vieja
adivina amiga suya, asomóse al balcón para dominar con
la Vista hasta el lejano linde de la campaña.
Datante de él, a pocos metros de un pequeño rosal
literalmente enrojecido de rosas rojas, volaba una pareja
de canarios unida por los picos. A pesar de la distancia,
el rey pudo reconocer en la patita de uno de ellos la
ajorca de oro que el día antes regaló a la princesa»
pero los pájaros, con un ligero temblor de alas que no
llegaba a separar sus picos, volaron rápidamente, locos
de idilio a embalsamar sus besos con la fragancia de
las rosas color de sangre.
Desde entonces, en todos los bosques, parques,
arboledas, umbrías, calles y jardines de la comarca, se
colocó por orden del rey un edicto terrible que decía así:
"Pena de muerte a los cazadores de canarios".
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