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Luis María Jordán

(1883 - 1933)

"El canario"

Biografía de Luis María Jordán

 
 
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Música:Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

El canario

 

La princesa Clavelinda estaba triste, tan triste, que hasta había hecho algunos pucheritos de angustia ante su amigo y caballero el gran duque de las Islas Rosadas. Nadie sabía qué honda pena atormentaba el corazón de la princesa, pero es lo cierto que cuando el rey, su padre, le preguntó, reiteradamente, acerca de los motivos de aquel dolor, la deliciosa sufriente contestó con monosílabos, casi como si tuviera un poco de vergüenza en confesar la causa de su angustia.

Sin embargo, un día, la princesita habló; pero fué para contar una cosa inverosímil: que estaba enamorada de su canario.

El rey quiso quitarle de la cabeza semejantes ideas y para distraerla recurrió a extremos increíbles; por ejemplo; mandó cortar ambas orejas al bufón de la corte; hizo bailar sobre un alambre candente a un enano de palacio; declaró una guerra sin cuartel a su Vecino el emperador de Samarcanda y condenó a la horca a más de doscientos mercachifles, buhoneros y Vagabundos.

Sin embargo, y a pesar de tanto espectáculo extraordinario, la princesa Clavelinda recorría los jardines con un vago aire de sonámbula y sus hermosos ojos, color de glicina, amenazaban fundirse en la propia amargura de sus lágrimas. Mientras tanto, el canario de la corte — una preciosura de canario, con las alitas amarillas como rayos de luna y los ojitos rojos como gotas de sangre — cantaba desde el alba hasta el crepúsculo encerrado en su pequeña jaula de plata y oro. Cada vez que la princesa pasaba por ahí, el canario redoblaba sus trinos y a veces, con una coquetería completamente donjuanesca, estiraba hacia ella su piquito de ágata como si quisiera decirle algún secreto.

El rey, que como todos los reyes de los cuentos era un monarca supersticioso, resolvió consultar el caso con una vieja adivina amiga suya y la bruja, naluralmente, aconsejóle que casara a su hija con el pájaro cantor so pena de graves y peligrosos conflictos internacionales.

Los astrólogos, el herbolario y los médicos de la corte, fueron también de la misma opinión. Por eso se ordenó el matrimonio para los últimos días del próximo mes de Mayo. Fueron invitados todos los representantes de los países vecinos; los embajadores acreditados ante el trono; los príncipes de las comarcas aliadas; las altas dignidades eclesiásticas y como diez mil caballeros de armas que vinieron expresamente desde las guarniciones de Trapobana.

El día de la boda, al alba, soltáronse desde las almenas del palacio millares de palomas; dióse igualmente libertad a todos los vagabundos condenados por pequeños delitos y se regaló a los pobres alhajas de oro y monedas de plata.

La fiesta debía ser espléndida, como conviene a la majestad de la corona. El canario, en su pequeña jaula de oro, relampagueante al sol, fue llevado en hombros de seis chambelanes sobre un palanquín de brocato de Persia, adornado con diamantes y záfiros. La novia, bellísima, bajo su amplio quitasol de seda de Bagdad, marchaba precedida por dos pavos reales y escoltada por quinientos jinetes de sangre azul.

El rey, desde lo alto del trono, bendijo la unión con el mismo gesto severo con que se mostraba en sus noches de triunfo, después de las batallas. Para algún cortesano que hubiera tenido la mala ocurrencia de sonreírse durante la ceremonia, habían puesto una horca en los jardines de la casa real.

Después de la fiesta los novios fueron conducidos hasta sus habitaciones entre los halagos y vítores de la muchedumbre. Por orden del rey colocáronse hasta mil centinelas en los corredores que daban acceso a la cámara nupcial.

Al día siguiente, antes de resolver ningún asunto de gobierno, el soberano mandó a sus ministros para ofrecer sus plácemes a los recién casados. Los mensajeros regresaron mohínos, con la cabeza baja y los brazos caídos a lo largo del cuerpo. El rey, desconcertado, y sin atreverse a preguntar una palabra, envió el mismo mensaje con su hijo mayor, pero el príncipe, a pesar de su audacia, no se atrevió a volver con la contestación. Entonces, fué el soberano en persona con el manto real echado sobre los hombros, y blandiendo en la diestra la vieja espada victoriosa.

Tres veces seguidas llamó a las puertas de la alcoba y como no tuviera respuesta las echó abajo con sus puños.

Cuál no sería su sorpresa, cuando notó que el lecho de los desposados estaba intacto, la jaulita de oro del canario un poco rota y las ventanas de las habitaciones abiertas de par en par...

Alarmado, y temiendo una mala broma de la vieja adivina amiga suya, asomóse al balcón para dominar con la Vista hasta el lejano linde de la campaña.

Datante de él, a pocos metros de un pequeño rosal literalmente enrojecido de rosas rojas, volaba una pareja de canarios unida por los picos. A pesar de la distancia, el rey pudo reconocer en la patita de uno de ellos la ajorca de oro que el día antes regaló a la princesa» pero los pájaros, con un ligero temblor de alas que no llegaba a separar sus picos, volaron rápidamente, locos de idilio a embalsamar sus besos con la fragancia de las rosas color de sangre.

Desde entonces, en todos los bosques, parques, arboledas, umbrías, calles y jardines de la comarca, se colocó por orden del rey un edicto terrible que decía así:

"Pena de muerte a los cazadores de canarios".

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