Cuento 50
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Cuento 50 Lo que sucediķ a Saladino con la mujer de un vasallo suyo |
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Hablaba otra vez el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo: -Patronio, bien sé yo que sois tan inteligente que nadie de esta tierra podría responder mejor que vos a lo que se le preguntase. Por ello os ruego que me digáis cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre. Os lo pregunto porque comprendo que son necesarias muchas virtudes para elegir lo mejor y hacerlo, pues, si solamente vemos lo que debe hacerse, pero no sabemos poner los medios para ejecutarlo, no aumentaremos mucho nuestra fama o prestigio. Como las cualidades son tantas, querría saber cuál es la principal, para tenerla siempre presente en mis decisiones. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, vos, por vuestra bondad, me elogiáis mucho y me decís siempre que soy muy inteligente. Pero, señor conde, creo que estáis confundido o equivocado. Pues sabed que no existe nada en el mundo en que tan fácilmente nos engañemos como en el conocimiento de las personas y de su inteligencia, ya que son dos cosas distintas, una, saber cómo es el hombre, y otra, ponderar su inteligencia. Para conocer cómo es la persona, hemos de observar cómo son las obras que cada uno hace para Dios y para el mundo, pues muchos parecen realizar buenas obras que no lo son, ya que su objeto es ganar la alabanza de las gentes. Tened por cierto que su falsa virtud les costará muy cara, pues se trata de algo que apenas dura un día y, sin embargo, los llevará al castigo eterno. Hay otros que hacen buenas obras en servicio y honra de Dios, sin preocuparse de vanidades mundanas, y aunque estos eligen la mejor parte, que nunca podrán perder, ni los unos ni los otros atienden los caminos de Dios y del mundo, por los que es necesario transitar. »Para no descuidar ninguno de estos dos caminos, se necesitan muy buenas obras y sutil inteligencia, lo que es tan difícil de aunar como meter la mano en el fuego y sacarla sin quemaduras; pero, si el hombre cuenta con la ayuda de Dios y sabe, además, ayudarse a sí mismo, todo puede conseguirse, pues ha habido muchos buenos reyes y hombres santos que fueron justos ante Dios y ante el mundo. También os digo que, para saber quién es inteligente, hay que mirar bien las cosas, pues muchos dicen muy buenas palabras y hermosas sentencias, pero no llevan sus asuntos tan bien como les sería conveniente; otros, por el contrario, los gestionan de modo excelente, pero no quieren o no pueden decir tres palabras acertadas. Los hay también que hablan con mucha elegancia y saben desenvolverse, pero, como tienen mala intención, aunque encuentran siempre beneficio para ellos, sus obras perjudican a los demás. Sabed que de estos dicen las Escrituras que son como el loco que lleva una espada en la mano o como un mal príncipe que tiene mucho poder. »Mas, para que vos y todos los hombres podáis conocer quién es bueno para Dios y para el mundo, quién es el inteligente, quién el de palabra fácil, quién el de buen entender, y así podáis escogerlo, conviene que no juzguéis a nadie sino por las buenas obras que haga durante largo tiempo y no por las hechas en un corto periodo, así como por el aumento o disminución de sus bienes; que en estas dos cosas se puede comprobar cuanto os dije antes. »Todas estas razones os he dicho porque con mucha frecuencia me alabáis y destacáis mi inteligencia, pero estoy seguro de que, si pensáis en todas estas cosas, no me elogiaríais tanto. »Para responder a la pregunta de cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, me gustaría contaros lo que sucedió a Saladino con una dama muy honrada, mujer de un caballero vasallo suyo, y así sabríais cuál es la mejor condición de una persona. El conde le preguntó lo que había sucedido. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, Saladino era sultán de Babilonia y siempre llevaba un cortejo muy numeroso. Como una vez no se pudieron aposentar todos en la misma casa, él se alojó en la de un caballero. Cuando este vio a su señor, que era tan honrado y poderoso, en su casa, hizo cuanto pudo por complacerlo y servirlo, y lo mismo hicieron su mujer, sus hijos y sus hijas. Pero el diablo, que siempre busca la manera de confundir y hacer pecar a los hombres, hizo que Saladino se olvidase del respeto que se debía a sí mismo y a su vasallo y que se enamorara de aquella dama apasionadamente. »Tanto la deseaba que llegó a pedir ayuda a un mal consejero, para que le indicara el modo de conseguirla. Sabed, señor conde, que todos deben pedir a Dios que guarde a su señor de malos deseos, pues, si llega a concebirlos y desea realizarlos, nunca faltará alguien que le aconseje mal y le ayude a ponerlos en práctica. »Así le ocurrió a Saladino, que en seguida encontró quien le dijera cómo llegar hasta aquella dama. El mal consejero le sugirió que hiciera llamar al marido, que le concediese muchas riquezas y que lo pusiera al frente de un numeroso ejército, con el cual debería partir a lejanas tierras, en cualquier empresa del sultán. Cuando el caballero se hubiera alejado, Saladino podría cumplir sus propósitos. »El ardid satisfizo mucho al sultán, que así lo hizo. Cuando el caballero ya había partido en servicio de su señor, pensando que había tenido mucha suerte y que quedaba muy amigo del sultán, Saladino se dirigió a casa del caballero. Al saber la honrada dama que venía otra vez a su casa, como había otorgado tanto merecimiento a su marido, recibió muy bien al sultán, al que sirvió y complació en cuanto pudieron ella y sus criados. Después de comer, Saladino entró en su cámara y pidió que viniese ella. La señora, creyendo que necesitaba algo, fue a la habitación del sultán. Al verla, Saladino le dijo que la amaba mucho. Ella, sin embargo, aunque comprendió muy bien sus intenciones, al oírle decir esto hizo como si no lo hubiera entendido, respondiéndole que se lo agradecía y que pedía a Dios que le diera larga y buena vida, pues bien sabía Dios con qué frecuencia le pedía por él, para que nunca corriese ningún peligro, cosa que debía hacer por ser él su señor y, sobre todo, por las mercedes otorgadas a su marido y a ella. »Saladino le replicó que, aparte de eso, la amaba más que a ninguna otra mujer del mundo. Ella volvió a darle las gracias, como si no hubiera comprendido sus intenciones. ¿Para qué alargarlo más? El sultán le dijo el alcance de sus pretensiones y la dama, al oírlo, como era muy honrada y muy inteligente, le contestó a Saladino: »-Señor, aunque soy una humilde mujer, sé que el amor no está en manos del hombre, sino este en manos del amor. También se que, si vos decís que me amáis tanto, puede ser verdad, pero sé también que, cuando a los hombres, sobre todo a los señores, les gusta una mujer, prometen hacer cuanto ella quiera, mas cuando la ven sin honra y escarnecida, la estiman en poco y, como es natural, ella queda burlada y deshonrada. Yo, señor, sospecho que eso mismo me ocurrirá a mí. »Saladino intentó convencerla, jurando que haría cuanto ella quisiese para que siempre viviera felizmente. Cuando oyó decir esto al sultán, la buena esposa le respondió que, si él le prometía hacer, antes de forzarla y deshonrarla, lo que le iba a pedir, ella haría todo lo que él quisiese, una vez cumplida su promesa. »Le contestó Saladino diciendo que temía que le pidiera no tratar nunca más de este asunto, pero ella le respondió que no se trataría de eso ni de nada que no pudiera hacerse. Saladino, entonces, se lo prometió. La honrada dama le besó la mano y los pies, y le dijo que lo único que quería era que le dijese cuál era la mejor cualidad del hombre, la que era madre y cabeza de todas las demás virtudes. »Cuando el sultán oyó esto, se puso a pensar la respuesta con mucho interés, pero no se le ocurría ninguna. Como le había prometido no tocarla hasta cumplir lo pactado, le pidió algún tiempo para pensar. Ella le respondió que haría todo lo que él mandase en el momento que le contestara a su pregunta, sin fijar un plazo para ello. »Así ocurrió entre ellos. Saladino se volvió con los suyos y, como si fuera por otro motivo, preguntó a todos sus sabios. Unos le contestaron que la mejor cualidad del hombre era un alma buena. Otros afamaban que eso podía ser verdad para el otro mundo, pero que sólo la bondad de corazón no era lo mejor para este. Otros sabios opinaban que lo mejor era la lealtad, aunque había quienes opinaban que, siendo la lealtad muy buena, se podía ser al mismo tiempo fiel y cobarde, o mezquino, o lascivo, o de malas costumbres, por lo que se necesitaba ser algo más que simplemente fiel. Esto mismo ocurría con todas las buenas cualidades, sin poder encontrar respuesta a la pregunta de Saladino. »Al ver el sultán que no encontraba en su tierra quien pudiera responderle, llamó a dos juglares para irse con ellos por el mundo sin que nadie lo reconociese. Y así, en secreto, cruzó el mar, dirigiéndose a Roma, que es donde se reúnen todos los cristianos. Por mucho que preguntó, nadie supo responderle. Después pasó a la corte del rey de Francia y a las de otros reyes, pero no encontró la respuesta. Así fue transcurriendo tanto tiempo, que hasta llegó a arrepentirse de su empresa. »Si hubiera sido sólo por conseguir a aquella dama, ya lo habría dejado, pero, como era tan poderoso, pensaba que sería una deshonra abandonar lo que ya había empezado, pues sin duda es grave humillación para un gran hombre dejar lo que se ha iniciado, con tal de que no sea pecado; pero, si abandona por miedo o por el trabajo que cuesta, le resultará vergonzoso. Por eso Saladino no cejaba en aquel empeño, que lo había llevado fuera de su reino. »Sucedió que un día, andando por un camino con los dos juglares, se encontraron con un escudero que volvía de cazar y que había matado un ciervo. Este escudero se había casado poco tiempo atrás y su padre, que ya era muy anciano, había sido el mejor caballero de aquellos contornos. Por la vejez no podía salir de casa, pero, aunque había perdido la vista, tenía una inteligencia tan experimentada y profunda que su ancianidad no era una carga para él. El escudero, que venía muy alegre, les preguntó de dónde venían y quiénes eran. Ellos dijeron que eran juglares. »Al oír esto, se alegró mucho y les dijo que, como volvía tan contento de cazar, quería hacer una fiesta; les pidió que, pues tan buenos juglares parecían, le acompañasen aquella noche. Le contestaron los tres que no podían detenerse, porque hacía mucho tiempo que habían partido de su tierra para resolver un enigma y que, como no lo conseguían, querían regresar cuanto antes, por lo cual no podían quedarse con él aquella noche. »Tantas veces les preguntó el escudero cuál era la pregunta, que tuvieron que decírsela. Cuando el escudero la supo, les dijo que, si su padre no podía darles la respuesta, nadie podría hacerlo. Luego les contó quién y cómo era su padre. »Cuando Saladino, a quien el escudero tenía por un juglar, escuchó sus palabras, se puso muy contento y se fueron los tres con él. Al llegar a su casa, el escudero dijo a su padre que venía tan contento por haber cazado mucho y por haberse encontrado con aquellos tres juglares. También le dijo lo que andaban preguntando y le pidió que hiciera el favor de contestárselo, pues les había dicho que, si él no era capaz de responderles, nadie podría hacerlo. »Cuando el anciano caballero lo oyó, supo que quien hacía esa pregunta no podía ser un juglar, y contestó a su hijo que les diría la respuesta después de comer. Así se lo dijo el escudero a Saladino, a quien tenía por un juglar, que se alegró mucho, aunque se impacientó bastante pues tenía que esperar, para conocer la respuesta, a que terminaran la comida. »Cuando retiraron los manteles y los juglares hicieron cuanto sabían, el anciano caballero se dirigió a ellos, diciéndoles cómo su hijo le había contado que iban buscando la respuesta a una pregunta, sin que nadie hasta el momento hubiese podido dársela. Luego les pidió que le dijesen la pregunta, que él contestaría hasta donde pudiese. »Entonces Saladino, vestido de juglar, le replicó que la pregunta era esta: cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, y que es madre y cabeza de todas las demás virtudes. »Al oír la pregunta, el anciano caballero comprendió en seguida de qué se trataba; también reconoció por la voz a Saladino, pues él había vivido mucho tiempo en su casa y había recibido de él muchas gracias y mercedes. Así, le contestó: »-Amigo, lo primero que os diré es que jamás han entrado en mi casa juglares como vos. Sabed también que, hablando con justicia, debo agradeceros cuantos bienes he recibido de vos, aunque de esto no os diré más por el momento, hasta que pueda hablar con vos a solas, para que ninguno sepa nada de vuestra secreta intención. Pero, volviendo a vuestra pregunta, os digo que la mejor cualidad del hombre, que es madre y cabeza de todas las demás, es la vergüenza; pues por vergüenza sufre el hombre la muerte, que es lo peor que existe, y por vergüenza dejamos de hacer las cosas que no parecen buenas, aunque hubiéramos deseado muchísimo hacerlas. Por ello, en la vergüenza están el comienzo y el fin de todas las buenas cualidades, y por vergüenza nos alejamos de los vicios. »Cuando Saladino oyó esto, comprendió que el anciano caballero tenía razón. Al ver que ya había encontrado respuesta para su pregunta, se puso muy alegre y se despidió de él y de su hijo, de los cuales habían sido huéspedes. Pero, antes de abandonar la casa, habló con el sultán el anciano caballero y le contó cómo sabía que era Saladino, recordándole y agradeciéndole las mercedes que de él había recibido. Padre e hijo le sirvieron en cuanto les fue posible, pero sin descubrir a los otros su personalidad. »Ocurridas todas estas cosas, decidió Saladino volver a su tierra lo más pronto posible. Cuando llegó a su reino, fue muy bien recibido por todos, que le hicieron grandes agasajos y celebraron muchas fiestas por su venida. »Terminadas las celebraciones, se encaminó Saladino a la casa de aquella honrada señora que le había formulado la pregunta. Al saber ella que el sultán se acercaba, lo recibió con muchos honores y le atendió muy bien en todo lo que pudo. »Después de haber comido, Saladino entró en su habitación y mandó venir a la buena señora. Ella fue a él, Saladino le contó los trabajos que había pasado para encontrar respuesta a su pregunta, diciéndole que ya la había encontrado, y como él ya podía responderle, cumpliendo así lo que había prometido, debía ella cumplir también su parte. Le contestó ella que le rogaba que siguiera siendo fiel a su promesa y que contestara primero a su pregunta, pues si la respuesta convencía al propio Saladino, ella cumpliría todo lo prometido. »Entonces Saladino le contestó que aceptaba esta última condición y le dijo que la respuesta a su anterior pregunta, de cuál era la mejor cualidad que podía tener el hombre, era esta: la mejor cualidad del hombre, y que es madre y cabeza de todas las virtudes, es la vergüenza. »Cuando la honrada esposa oyó esto, se alegró mucho y dijo a Saladino: »-Señor, ahora sé que decís la verdad y que habéis cumplido cuanto me prometisteis. Os ruego que me digáis, pues el rey siempre debe decir la verdad, si creéis que existe en el mundo alguien más justo que vos. »Saladino le contestó que, aunque le daba vergüenza reconocerlo, como tenía que decir la verdad por ser rey, creía que era el más honrado y justo, no habiendo otro mejor que él. »La honrada señora, al oír sus palabras, hincó sus rodillas en tierra y, postrada a sus pies, le dijo así, llorando amargamente: »-Señor, vos me acabáis de decir dos grandes verdades: la primera, que sois el hombre más honrado y justo del mundo; la segunda, que la vergüenza es la prenda más excelsa que puede tener el hombre. Pues, señor, a vos, que sabéis todo esto y que sois el mejor y más bondadoso del mundo, os pido que queráis para vos la mejor de las cualidades, que es la vergüenza, y que, así, os dé rubor lo que me pedís. »Al oír Saladino tales razones, comprendió cómo aquella esposa, por su bondad y su inteligencia, había sabido evitar que cometiera una grave falta, y dio gracias a Dios. Aunque el sultán la quería apasionadamente, desde aquel momento la quiso mucho más, pero con cariño leal y verdadero, como debe ser el que profese un señor virtuoso para con sus vasallos. Movido por las virtudes de aquella dama, mandó volver a su marido y les otorgó a ambos tantos honores y riquezas que todos sus descendientes vivieron muy felices. »Sucedió todo esto por la honradez de aquella señora y porque gracias a ella todos supieron que la vergüenza es la mejor cualidad del hombre y, al mismo tiempo, madre y cabeza de todas las buenas cualidades. »Pues vos, señor conde, me habéis preguntado cuál es la mejor cualidad del hombre, os respondo que es la vergüenza, pues por vergüenza el hombre es franco, esforzado y de buenas costumbres: por ella hace toda buena acción. Y tened por cierto que todas las cosas se hacen más por vergüenza que por desearlas. También por vergüenza deja el hombre de hacer todas las cosas malas que su voluntad le propone. Por ello, así como es muy bueno que el hombre sienta vergüenza si hace lo que no debe y deja de hacer lo que es debido, es muy malo y muy dañoso perderla. Debéis saber también cuánto yerra el que, habiendo hecho algo vergonzoso, no se sonroja por ello, al creer que nadie lo sabe. Estad seguro de que no hay nada que, por muy encubierto que parezca, no sea sabido tarde o temprano. Aunque, cuando haga un hombre algo vergonzoso, no sienta ningún rubor, debería pensar ese mismo hombre la vergüenza que pasará cuando se sepa. Y si de esto no siente vergüenza, deberá sentirla por él mismo, que sabe cuán vergonzosas son sus acciones. Si ni siquiera esto le preocupa, deberá pensar cuán desdichado es, pues sabe que, si un muchacho viera lo que hace, dejaría de hacerlo por vergüenza, aunque no sienta miedo ni vergüenza ante Dios, que todo lo sabe y todo lo ve, y que le dará el castigo que merezca por sus innobles acciones. »Señor Conde Lucanor, ya os he respondido a la pregunta que me hicisteis, y con esta respuesta os he contestado a las cincuenta preguntas que me habéis hecho anteriormente. Tanto tiempo hemos pasado en ello que seguramente muchos de los vuestros estarán muy aburridos, sobre todo los que no sientan ningún placer en escucharme ni en aprender algo que pueda resultar provechoso para su alma o para el cuerpo. A estos les ocurre como a las bestias que van cargadas de oro, que sienten el peso que llevan encima y no sacan ningún provecho de su valor. Así, a ellos les aburre lo que oyen, sin aprovechar las enseñanzas que encierra. Por lo cual os digo que, en parte por esto y en parte también por el cansancio que me han producido las cincuenta respuestas que os he dado, no deseo que me hagáis más preguntas, pues con esta historia y con la siguiente quisiera poner fin a este libro. Al conde le pareció esta historia muy buena. Sobre lo que Patronio dijo respecto a que no quería responder a más preguntas, contestó que buscaría algún medio para que fuera así. Y como don Juan vio que esta historia era muy buena, la mandó escribir en este libro y compuso unos versos que dicen así: Obra bien por vergüenza si quieres bien cumplir, |
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