De la niñez los días
tienen encantos
que nunca la memoria
rinde a los años:
viven, conmigo,
mas risueños y puros
siempre, los mios.
Estanque solitario
de agua tranquila
que el roce de los vientos
teme y esquiva,
al sol adora
porque exhalan sus flores
por él aromas.
Entonces nos asusta
el viejo coco
que se lleva a su choza
los niños tontos.
¡Felices miedos
que calman de una madre
los dulces besos!
Cuando yo ya fui hombre
de usar caballo,
varios tuve en mis cuadras,
pero de palo.
De arma ofensiva
me sirvieron a veces
en las guerrillas.
Bien hubiera podido
montar en mayo,
cachorro a todas luces
noble y honrado;
más cierto día
que le probaba un freno
tuvimos riña.
Se acabó, dije, y luego...
era mi amigo,
compañero de viajes
y de conflictos
muy mal pagados,
pues los hombres son hombres
desde muchachos.
Tuve lo que se llama
un buen maestro,
pero malos amigos,
pues tuve un perro;
con él al campo
me fui cuando contaba
siete u ocho años.
Mayo era, según muchos,
un perdiguero,
pero nunca perdices
vio ni de lejos.
Gansos y pollos
atrapaba en el aire
que era un asombro.
Persiguió como un blanco
su propia raza,
y, como un aristócrata,
las negras caras.
¡Pobre mi perro!
¡De su renta hoy viviera!
Nació en mal tiempo.
En cambio fue el juguete
de mis caprichos;
llevaba mi maleta
cuando iba al rio;
por bien o fuerza
nadaba tiritando
horas enteras.
Cedí al fin los caballos
de mi potrero,
porque me dieron uno
de carne y hueso,
que a pocas vueltas
medir logró conmigo
la dura tierra.
La equitación a pechos
tomé, y a Mayo
hice víctima dócil
de mi entusiasmo.
Quiso que un mico
cabalgara en el perro,
más él no quiso.
De mi furor salvóle
siempre María:
yo era tan malicioso
¡y ella tan linda!
Tal fue mi estrella,
buscar desde chicuelo
uvas y Evas.
Cuando en mil ochocientos
cuarenta y ocho
de la casa paterna
salí lloroso,
en mis mejillas
llevando de mi madre
lágrimas tibias;
Se abrazó de mis botas
el pobre Mayo,
y siguióme en silencio
hasta el collado.
Su triste aullido
se oyó cuando se ahogaba
el son del río.
Tras un lustro de ausencia
volví: ya viejo
y perezoso estaba
el noble perro.
¡Tan pocos días!
También eran ya esposas
Clara y María.
Tullido y sordo puso
el tiempo a Mayo,
más de llorar dejaba
viendo a sus amos,
y aún en sus ojos,
al verme, moribundo,
leíase el gozo.
Tropecéme una noche
con su cadáver
que lamer parecía
nuestros umbrales.
Su último aullido
de muerte no escucharon
ni sus amigos.
1860. |