"María" Capítulo 29
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Biografía de Jorge Isaacs en Wikipedia | |
Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108 |
María |
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XXIX | ||
La llegada de los correos y la visita de los señores de M*** habían aglomerado quehaceres en el escritorio de mi padre. Trabajamos todo el día siguiente, casi sin interrupción; pero en los momentos que nos reuníamos con la familia en el comedor, las sonrisas de María me hacían dulces promesas para la hora de descanso: a ellas les era dable hacerme leve hasta el más penoso trabajo. A las ocho de la noche acompañé a mi padre hasta su alcoba, y respondiendo a mi despedida de costumbre, añadió: -Hemos hecho algo, pero nos falta mucho. Conque hasta mañana temprano. En días como aquél, María me esperaba siempre por la noche en el salón, conversando con Emma y mi madre, leyéndole a ésta algún capítulo de la Imitación de la Virgen o enseñando oraciones a los niños. Parecíale tan natural que me fuese necesario pasar a su lado unos momentos en esa hora, que me los concedía como algo que no le era permitido negarme. En el salón o en el comedor me reservaba siempre un asiento inmediato al suyo, y un tablero de damas o los naipes nos servían de pretexto para hablar a solas, menos con palabras que con miradas y sonrisas. Entonces sus ojos, en arrobadora languidez, no huían de los míos. -¿Viste a tu amigo esta mañana? -me preguntó procurando hallar respuesta en mi semblante. -Sí: ¿por qué me lo preguntas ahora? -Porque no he podido hacerlo antes. -¿Y qué interés tienes en saberlo? -¿Te instó él a que le pagaras la visita? -Sí. -Irás a pagársela, ¿no? -Seguramente. -Él te quiere mucho, ¿no es así? -Así lo he creído siempre. -¿Y lo crees todavía? -¿Por qué no? -¿Lo quieres como cuando estabais ambos en el colegio? -Sí; pero ¿por qué hablas hoy de esto? -Es porque yo quisiera que tú fueses siempre su amigo, y que él siguiese siéndolo tuyo... Pero tú no le habrás contado nada. -¿Nada de qué? -Pues de eso. -¿Pero de qué cosa? -Si sabes qué es lo que digo... No le has dicho, ¿no? Yo me complacía en la dificultad que ella encontraba para preguntarme si había hablado de nuestro amor a Carlos, y le respondí: -Es la primera vez que no te entiendo. -¡Avemaría! ¿cómo no has de entender? Que si le has hablado de lo que... Y como me quedase mirándola al propio tiempo que me sonreía de su infantil afán, prosiguió: -Bueno; ya no me digas; y se puso a hacer torrecillas con las fichas del tablero en que jugábamos. -Si no me miras -le dije- no te confieso lo que le he dicho a Carlos. -Ya, pues... a ver, di -respondióme tratando de hacer lo que yo le exigía. -Se lo he contado todo. -¡Ay! no; ¿todo? -¿Hice mal? -Si así debía ser... Pero entonces ¿por qué no se lo contaste antes de que viniera? -Mi padre se opuso a ello. -Sí, pero él no habría venido; ¿y no hubiera sido mejor? -Sin duda, pero yo no debía hacerlo, y hoy él está satisfecho de mí. -¿Seguirá, pues, siendo tu amigo? -No hay motivo para que deje de serlo. -Sí, porque yo no quiero que por esto... -Carlos te agradecerá tanto como yo ese deseo. -¿Conque te separaste de él como de costumbre? ¿y él se ha ido contento? -Tan contento como era posible conseguirlo. -Pero yo no tengo la culpa, ¿no? -No, María, ni él te estima menos que antes por lo que has hecho. -Si te quiere de veras, así debe ser. ¿Y sabes por qué ha pasado todo así con ese señor? -¿Por qué? -¡Pero cuidado con reírte! -No me reiré. -Pero si ya estás riéndote. -No es de lo que vas a decirme sino de lo que ya has dicho; di, María. -Ha sido porque yo le he rezado mucho a la Virgen para que hiciera suceder todo así, desde ayer que mamá me habló. -¿Y si la Virgen no te hubiera concedido lo que le pedías? -Eso era imposible: siempre me concede lo que le pido, y como esta vez yo le rogaba tanto, estaba segura de que me oiría. Mamá se va -agregó- y Emma se está durmiendo. Ya, ¿no? -¿Quieres irte? -¿Y qué voy a hacer?... ¿Mucho escribirán mañana también? -Parece que sí. -¿Y cuando Tránsito venga? -¿A qué horas viene? -Mandó decir que a las doce. -A esa hora habremos concluido. Hasta mañana. Respondió a mi despedida con las mismas palabras, pero admirándose de que me quedase con el pañuelo que ella tenía en la mano que me dio a estrechar. María no comprendía que ese pañuelo perfumado era un tesoro para una de mis noches. Después se negó casi siempre a concederme tal bien, hasta que vinieron los días en que se mezclaron tantas veces nuestras lágrimas. |
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