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Alberto Insúa

"El señor de Magaz"

Los pecados sin perdón

Biografía de Alberto Insúa en Wikipedia

 
 
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El señor de Magaz

 

El señor de Magaz vivía en su palacio con sus dos hijas, Iluminada y Laura. Al encontrarse viudo, la mayor no pasaba de los siete años, y entre las dos solo había uno de diferencia. Orgulloso y original, no quiso que sus hijas entrasen en ningún convento. Yo le propuse el de las Reverendas Madres Marianas de esta ciudad. Lo rechazó amablemente. Deseaba que sus hijas se educasen en el palacio: un castillo del siglo XIII, restaurado y hermoseado en todas las centurias sucesivas y famoso por sus jardines y por sus bosques, que trepan hasta el magnífico acantilado de la costa.

En consecuencia, hizo venir al palacio ayas, institutrices y profesores. Yo debía, en cierto modo, presidir a la educación de Iluminada y Laura. Quería su padre que fuese, a un tiempo, ortodoxa y mundana. Hubo, pues, profesores de gimnasia, de equitación, de idiomas, de música y de baile. A los diez y siete y diez y ocho años, respectivamente, Iluminada y Laura se parecían a esas damitas sabias y graciosas del Decamerón, que sólo ignoran una ciencia: la maldad del hombre. No conocían el mundo sino al través de sus libros, de sus romanzas y de sus paseos por el bosque. Eran como dos gacelas que supiesen pensar y como dos rosas que supiesen reir... Yo las adoraba, adorando en ellas dos admirables criaturas del Señor. El parecido entre ambas era de tal naturaleza, que sin la ventaja de estatura de la mayor y dos hoyuelos que se le formaban a la pequeña en las mejillas, cuando hablaba o reía, no hubiese habido modo de diferenciarlas. Eran dos ángeles gemelos.

Un día llegó al palacio un sobrino del señor de Magaz. Venía de Oriente con una fortuna en sus cofres. Era joven y guapo. Había cazado el tigre y el león. Hijo de una hermana suya, el señor de Magaz le recibió con efusión y sin recelo. Era de su casta. Yo sentí palpitar la tragedia, pero ¿qué armas eran las mías contra el Destino? De otra parte, mis temores de fraile parecerían absurdos. Lo único posible—y no temible—era que el sobrino se enamorase de Iluminada o de Laura y que el señor de Magaz se la otorgase en matrimonio.

Sucedió así. Un año después de la llegada de Lorenzo —este era el nombre del sobrino—bendecía yo su unión con Laura, la pequeña, en la capilla del palacio, ¡pero en qué trágicas y misteriosas circunstancias!

Pocos días antes de la boda, en uno de sus paseos por el bosque, había hallado Iluminada una muerte horrible. En una carrera desenfrenada, loca, ella y su potro se precipitaban en el abismo. Encontróse en una playa el cuerpo hinchado y pútrido del animal, pero de ella ningún rastro. Una tragedia atroz...

La boda de Lorenzo y Laura no podía retrasarse. Confesando a la encantadora niña comprendí porqué. Cayó sobre el palacio como una lluvia de ceniza y de sangre. Laura y Lorenzo estaban lívidos y estremecidos al recibir las bendiciones. El señor de Magaz asistió a la ceremonia y su actitud grave y taciturna me sobrecogió. Se respiraba en la iglesia una atmósfera sofocante de pecado, de misterio, de crimen. Toda la servidumbre parecía condenada a muerte. Al concluir la ceremonia—muy rápida— Laura se desmayó y su padre no dio un paso para sostenerla. Grandes lágrimas rodaban por las mejillas de Lorenzo.

Yo quería saber. ¿Quién era el culpable? ¿Laura o Lorenzo? ¿Y qué tenebroso enigma ocultaba la frente del señor de Magaz? La muerte de Iluminada—esto no ofrecía para mí la menor duda—no había sido casual. Era un asesinato o un suicidio. En ambos casos, ¿por qué? Celosa de los amores de su hermana con Lorenzo, ¿se decidía Iluminada a morir? Temerosa de la envidia de Iluminada, ¿iba Laura hasta el fratricidio?... Mi corazón rechazaba estas suposiciones abominables. Yo era testigo del dolor de Laura, y recorría, en mi recuerdo, como un libro de estampas encantadoras, la vida de las dos hermanas. El culpable era Lorenzo, inicuo seductor de Laura. Pero esta suposición me obligaba a creer enfel suicidio de Iluminada.

Pasó tiempo. Los recién casados abandonaron el castillo. El señor de Magaz, cada vez más triste y misterioso, envejecía. Nada en sus confesiones revelaba los puntos obscuros de su alma. ¿Era un penitente hipócrita? Son tantos los misterios que me presenta mi vida de confesor que éste del señor de Magaz dejó de preocuparme. La imagen de Iluminada se me aparecía a veces en mis meditaciones, como la de una dulce víctima inmolada a no sé qué odioso fanatismo. Venía a implorar justicia.

Hace dos noches, a punto de acostarme, un hermano apareció en mi celda. El señor de Magaz deseaba verme. El Prior lo permitía.

Desencajado y horriblemente decrépito vi entrar en mi celda al padre de Iluminada y Laura... Y durante una hora escuché de sus labios temblorosos la monstruosa revelación de su pecado. ¡El era el culpable! Mas, ordenemos los hechos... La confesión del señor de Magaz puede resumirse en pocas palabras. Lorenzo, abusando de la libertad que le permitía el parentesco, y del candor de sus primas, había seducido a ambas a la vez. Una de las ayas, la más prudente y la más vieja, recogió el secreto de las dos. Y después de dolorosas tribulaciones, determinó revelárselo al padre. El señor de Magaz, dominando la sorpresa y la ira, sólo pensó en el modo de ocultar la deshonra. Y matemáticamente, inexorablemente, determinó que Lorenzo se casaría con una de sus primas y que la otra solo muriendo evitaría la afrenta. Llamó a capítulo a los tres culpables, pues su moral rigurosa no distinguía entre el seductor y las seducidas, y dictó la bárbara sentencia. Lorenzo tuvo ánimos para protestar: propuso el convento para una de las hermanas, rogó, gimió, amenazó... El padre estaba seguro de la obediencia de sus hijas y, en una escena inenarrable, que no imaginaron ni Esquilo ni Shakespeare, echó a suertes la que debía morir. Fue Iluminada.

Y tal como lo quiso el vengador de su honra se consumó el sacrificio. La muerte de Iluminada fué más dulce que la vida de Laura y de Lorenzo. Jamás falta de amor tuvo expiación más grande.

Oí, hasta lo último, a aquel hombre. Y cuando esperaba el bálsamo de la divina indulgencia, le dije:

—Tu pecado es de orden satánico: pecado de orgullo, de fanatismo. Amor vale más que honor. No te perdono. No te perdonaré nunca. Aléjate de mí, condenado, padre sin corazón, hombre sin alma, fiera, monstruo, hijo de Satán...

Se levantó. Vi transfigurarse su rostro en una máscara espantosa; las arrugas se entrechocaban como las olas de un mar enfurecido y sus ojos brillaban como los de un león. Me increpó:

—No necesito tu indulgencia, fraile ignorante y estúpido... Si hace falta iré a Roma...

—No te perdonarán tampoco. Tu horrible pecado exige una expiación eterna. Mataste a tu hija y a tu nieto y condenaste a una vida infernal a dos seres dignos de indulgencia. El crimen de Lorenzo lo perdono; el tuyo, no; nunca, nunca... Ve a Roma, descalzo, arrastrándote, muriéndote de hambre y de sed... Ve al monte y hazte cabida entre los lobos... Congrega a todo el claustro y grita tu culpa inconmensurable. Pero, ¡en nombre de Dios! vete de mi celda, huye de mi presencia, padre sin entrañas, hombre sin corazón...

A estas imprecaciones respondió el señor de Magaz con una carcajada semejante a un aullido. Acababa de volverse loco. Entre dos legos y yo pudimos sujetarle y devolverlo a sus criados. De vuelta a su palacio pareció más tranquilo, y por la noche se dio un tiro en la sien.

Publicado en “Flirt" Madrid en 1922

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