En esta época tumultuaria de la historia de las naciones se echa de menos un caudillo o emperador que con sola su presencia causase un verdadero arrebato en sus soldados La barbarie sigue en pie como al principio de los siglos. Los hombres, en manadas, se destrozan. Pero la civilización ha rebajado su barbarie haciéndola fría, metódica, no romántica. Alejandro, poniéndose de pie sobre su caballo, hacía estremecer a dos millones de hombres. Hoy, los caudillos de esta guerra de Europa cruzan ante sus trincheras; los soldados, para cuadrarse, tienen que recordar que así lo manda la Ordenanza. No hay caudillos de verdad. Hay generales, coroneles, capitanes... No hay guerreros que en el campo de batalla sean locamente aclamados por sus soldados.
Napoleón fue el último caudillo de esa clase. Lázaro Hoche fue también otro caudillo que despertó entusiasmos más románticos.
***
Fue en los tiempos de Solimán de la India.
A este terrible soberano le hizo un día una visita un gran señor de Cachemira, que vivía al lado. Solimán, color de bronce y cubierto de plata, recibió al visitante en su palacio de mármol.
Pasearon por el parque, en cuyos árboles dormían doscientos mil pavos reales. Llegaron a los confines de la India. Sobre unas rocas enormes se veía un castillo negro, como un nido de buitres colgado.
-¿Quién vive en aquel alto palacio?
—Mis mujeres.
—¿Quién las guarda?
—Mis esclavos.
—¿Serán fieles los guardianes?
Solimán de la India sonrió de la pregunta del gran señor de Cachemira y Bucaria.
Era la agonía de la tarde. Las sombras, dulcemente, como velos, avanzaban. La obscuridad venía de allá lejos, del imperio de la China y la Mongolia.
Solimán contempló a su visitante.
—Espera—le dijo—. ¿Ves la luna? Es una lágrima. A su resplandor mortal vas a contemplar lo más grande de tu vida. Aguarda.
Frente a ellos se alzaban las enormes montañas. Más cerca, y solitaria, la Peña de la Noche. El Castillo de los Buitres, y a su lado, guardándolo, las siluetas de dos centinelas recortadas sobre el cielo, vestidos de blanco y sobre el hombro las puntiagudas alabardas.
—¿Ves mis hombres?
—Sí, los veo.
Solimán golpeó su escudo con la espada. Los dos centinelas presentaron la alabarda.
—Fíjate.
Solimán hizo un trazo con la hoja de su espada.
—Bajad—dijo.
Los dos centinelas, rígidos, se inclinaron y cayeron al abismo.
Como aquellos dos centinelas, tenía Solimán de la India setenta mil esclavos.
***
Un día, Solimán de la India llegó hasta Europa. Dio una vuelta por aquellas ciudades en las que mandaban unos príncipes bárbaros, de los que Solimán se reía. Estos príncipes tenían la tez blanca y muchos el pelo rubio. Sus músculos eran débiles comparados con los de Solimán y los guerreros de su séquito.
Solimán viajaba con sus mujeres. Una noche, viviendo el cortejo real en los palacios de mármol de Alboinoré, en la bella Italia, la princesa real de Damasco fue robada del harén.
Al amanecer se echó de menos a la raptada.
Hubo junta de guerreros y se acordó comunicarle al rey la desgracia.
El señor de la India abofeteó al rey de Italia.
—¿No son tuyos estos palacios, y no son estos guerreros tus esclavos? ¿Cómo, entonces, consentiste que robasen de mi harén a la princesa de Damasco? No cuidas a tus huéspedes. En mis harenes de la India no hubiera entrado jamás un ser extraño.
El rey de Italia y el de la India se batieron al día siguiente en los jardines de palacio. Armados de corvo alfanje, Solimán cortó de un solo tajo la cabeza al rey de Italia.
Pero no se supo dónde estaba la princesa de Damasco.
***
Una vez, ya en sus dominios de la orilla del Ganges, Solimán recibió una noticia del más fiel de sus ayudantes.
—Señor, un guerrero quiere hablarte.
—¿Quién es ese guerrero?
—El Tigre blanco.
—¡Oh! ¿Aquel valiente que cazó en un solo día veinticinco tigres reales? ¿Qué quiere de mí? Que pase.
Entró el Tigre blanco. Era uno de esos indios que tienen la piel mate y que a la luz da reflejos plateados. Andaba como un fantasma, deslizándose. Debajo de su manto de narilé trenzado, se veían sus músculos tremendos y acusadas.
—Señor; sé quién ha robado a la princesa de Damasco.
Solimán, muy despacio, abandonó su trono y se acercó al guerrero. Poniéndole de golpe una mano en el hombro, que hizo estremecer al Tigre blanco, le preguntó, muy despacio también:
—¿Quién la ha robado?
—Un príncipe de Europa, a quien llaman Eurico el Temerario.
—¿Dónde vive?
—En Italia, en un palacio de piedras azuladas y a la orilla de un río con las aguas de zafiro.
—¿Es poderoso?
—Poderoso y valiente.
—Tráemelo.
Se marchó el Tigre blanco.
Pasó el tiempo. Una mañana vieron avanzar por el sendero que salía de la Selva de la Luna un enorme caballo negro. Traía dos arcas sobre el lomo. Conducía al caballo el Tigre blanco.
Dentro de las arcas venían Eurico el Temerario y la princesa de Damasco.
Aparecieron inmóviles y pálidos, dormidos.
—¿Vienen vivos?—preguntó el rey.
-Sí.
—¿Y cómo has conseguido que lleguen vivos y encerrados de Europa a Asia?
El Tigre blanco levantó la montura del caballo y sacó unas hebras largas, como raíces extrañas de una planta.
—Este es el narcótico más poderoso de la India. Yo soy el único que conoce en todo el mundo este secreto. Con unas gotas sólo se duerme a un hombre y se le pueden arrancar sin dolor las entrañas.
Solimán, el salvaje, hizo que el Tigre blanco narcotizase a un esclavo, y él mismo, con su alfanje real, le cortó un muslo de un tajo. El esclavo ni se movió siquiera.
El rey mandó mandó matar al príncipe y la princesa.
Pero del descubrimiento de aquel narcótico salió la más terrible banda de asesinos y secuestradores que sembró el terror en Eu ropa.
Siglos tardó la cirugía en descubrir el cloroformo y en saber aplicarlo.
***
Al mismo tiempo que Solimán en la India, reinaba en Dinamarca el rey Hasen, gran marino, que tenía catorce carabelas, con las que recorría los mares mandándolas él mismo.
El rey Hasen resolvió casarse con la mujer más hermosa escandinava, hija del tercer rey de Jutlandia.
El viaje de bodas se hizo en una carabela. Los esposos iban escoltados por una poderosa escuadra. Recorrieron el mundo. Al llegar a la isla de Esel un vendaval diseminó los barcos, y el navio real entró solo en el golfo de Livonia.
Una escuadrilla de piratas lanzaron sus galeras inesperadamente al abordaje. Hubo una atroz carnicería.
El rey Hasen y la reina de Jutlandia fueron hechos prisioneros.
¿Quién mandaba la escuadrilla de piratas? Una enorme galera llevaba en la proa un pendón negro; en medio se veía bordado un tigre blanco.
Ya sabéis quién mandaba a los corsarios.
La indemnización exigida por los piratas para el rescate fue tal, que Dinamarca tuvo que vender dos islas para pagarla.
Los reyes, de vuelta en su patria, no supieron decir en qué lugar del mundo los habían tenido secuestrados.
Durante su encierro habían estado sometidos a la terrible influencia del narcótico del Tigre Blanco,
***
Era alrededor del año 1600. Los rusos luchaban contra los polacos. Estos eran dueños de Moscou. Al fin, expulsados los invasores, se reunieron los Consejos del Imperio para elegir zar.
El boyardo Teodoro Schere tuvo energía bastante para imponer su candidato. Fue elegido Miguel Romanow, joven de quince años, que dió principio a una larga dinastía reinante.
Solimán de la India había conocido a Miguel Romanow en Borneo, contemplando el sol de media noche. Al tener noticia de la elevación de su amigo al trono de Rusia, Solimán envió una caravana especial encargada de saludarle.
Al frente de esta caravana iba el Tigre Blanco. La caravana salió de Calcuta, donde residía Solimán en aquel tiempo. Siguió días y días al pie del Himalaya, escaló los montes del Hindukush, cruzó la Bukaria y entró en Rusia.
Miguel Romanow hizo grandes fiestas en honor a la embajada.
Una noche, después de un gran festín, Miguel, el zar, se quedó dormido con los codos apoyados en el alféizar de una ventana. Un ruido sordo le hizo abrir los ojos. En los cristales vio reflejada la figura del embajador de Solimán. El Tigre Blanco se acercaba cautelosamente, llevando en la mano un cuerno de metal, cuya boca había destapado.
Miguel Romanow, el zar, esperó la llegada de aquel traidor y repentinamente le hundió un puñal en la garganta.
Así terminó el descubridor de aquel narcótico poderoso que servía para secuestrar príncipes y desvalijarlos.
El zar mandó prender a todos los hombres del séquito del Tigre Blanco.
Les aplicó él mismo el tormento y pudo descubrir la industria criminal a que se dedicaba su amo.
El resultado de todo esto fue que aquel monarca de quince años organizó una expedición contra Solimán de la India.
Este emperador formó inmediatamente un ejército de desesperados con el fin de detener a los rusos en la frontera. Hizo desembarcar en Calcuta a los piratas de su escuadra; los unió a un ejército granado de setenta mil esclavos, y se lanzó como un león contra los enemigos.
Les cortó el paso en las fronteras del Turkestan. La derrota de los rusos fue tremenda. Pero la victoria le costó a Solimán cincuenta mil soldados.
Se internó de nuevo en su territorio, seguido de los veinte mil hombres que le quedaban.
Al entrar en la selva de Cachemira, se alzó contra los guerreros un verdadero bosque de serpientes furiosas, que se lanzaban desde los árboles sobre los guerreros.
Se entabló una lucha tremenda. Solimán, color de bronce y cubierto de plata, estuvo más bravo que nunca manejando su alfanje.
Sereno y frío esperaba el ataque, y de un redondo tajo le cortaba la cabeza a la serpiente y la lanzaba al espacio. Así diez, vein te serpientes. Pero la mano de Solimán empezaba a cansarse.
Una serpiente, más ágil que las otras, se enroscó al mango del alfanje y clavó su estilete en el brazo de Solimán.
Instantáneamente el brazo imperial empezó a inflamarse.
Fuera el inflamado el brazo izquierdo, y Solimán, con su mismo brazo derecho, se lo hubiese cortado. Pero no era el siniestro el emponzoñado. El monarca tuvo que entregarse en manos de un esclavo.
—¿El narcótico?—preguntó con respeto el nuevo cirujano.
—¡Nunca! — contestó Solimán —. Corta como si se tratara de un árbol.
El enorme brazo hinchado cayó sobre un escudo. Sobre él blandió un esclavo con las dos manos su alfanje.
—¡Tira!—gritó Solimán.
Sonó un hachazo. Solimán dió un rugido. El brazo, medio cortado, quedó colgando. Otro hachazo cortó el pingajo.
Solimán, desvanecido, consintió que le acercaran al rostro el narcótico del Tigre Blanco.
El esclavo, por miedo al castigo, echó todo el narcótico sobre el rostro imperial. Y de este sueño pesado no volvió a salir jamás Solimán de la India.
Así murió, a los noventa y seis años, aquel emperador salvaje que figura, en cinco capítulos de la historia caótica de la India, con el nombre solemne de Solimán el Grande.
***
Solimán trasladó a cinco o seis lugares distintos la capital de su Imperio. Vivió en Calcuta, en Madrais, en Bombay....
Sostuvo las supersticiones de un ídolo hasta tal punto, que bajo su reinado creció hasta un extremo inconcebible la importancia de la ciudad de Puri, a cien leguas de Calcuta, en la costa de Orissa.
Aquí, en el templo famoso de Djagernad, se colgaban los fieles, doce veces al año, de ganchos de acero; se acostaban sobre puñales, y se dejaban aplastar en racimos, por los carros que conducían a la trinidad brahamánica. Los espectadores de esta gran batuda de barbaridades se hacían ciento veinte heridas en los músculos, o se traspasaban la lengua con una emoción extática.
Las religiones indias fueron siempre las más bárbaras. Pero son las más antiguas y las que cuentan, desde los tiempos más remotos, con templos más grandes.
En estos santuarios se mezclaban como hermanos la casta orgullosa de los brahamanes con las razas consideradas como impuras. Todos iguales ante la inmensidad de Dios.
En las ruinas del templo de Djagernad se alzan todavía las cinco torres, de cinco pisos, que flanqueaban el edificio.
Solimán respetaba la arquitectura de estos templos de tal modo, que en el siglo xv, cuando los afganes y mongoles cayeron sobre la India, el emperador tomó de los conquistadores un nuevo estilo arquitectónico que traían. Y desde entonces, en el vasto Imperio del Ganges se desarrolló un estilo de maravilla, rival del gusto morisco en gracia y ligereza. Enriqueció a Bengala de tumbas y de mezquitas cuyos escombros todavía nos asombran. El palacio de Tanjore, más bello y suntuoso que la residencia de los duques de Venecia; los quioscos funerarios de Golconda, de mucha más adorable poesía que los famosos cementerios modernos de Genova y Pisa; la Terre de la media naranja de esmalte de Asia, que se alza en Ayderabah como una turquesa perdida entre la pompa olorosa y solemne de las selvas indias.
La India está desconocida todavía en las tres cuartas partes de su belleza y riqueza, por lo menos.
Cuando en el siglo xv murió Solimán el Grande, con él acabó la dinastía poderosa de los Kehmerds. Estos reyes fueron los más poderosos del mundo.
Bajo el imperio de Solimán, un Miguel Angel desconocido trazó en Cambodja el famoso templo de Angcor. Las ruinas de este edificio nos demuestran que fue el más grande y de más hermosas proporciones del mundo.
En una obra china, traducida por Abel Remusat en el año 1809, se halla una descripción detallada del templo con sus cien mil columnas.
Una de las columnas de entrada sirve de base a una estatua de dimensiones colosales, que parece construida por un cincel griego.
La estatua, que representa a un hércules guerrero, dice debajo en caracteres cambodjanos: Solimán el Grande.
En el momento en que Abel Remusat visitaba este templo, uno de los bonzos, pagados al servicio del santuario, hacía flexiones colgado de un dedo de piedra de la mano de Solimán
Calculad qué tamaño tendrá la estatua cuando uno de los dedos puede servir de barra fija a un indio, que no se asusta de hacer volatines a quince metros del suelo, es decir, a la altura de un cuarto piso de cualquier casa de Madrid.
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Detrás del templo de Angcor se halla sobre una colina un monumento extraño: Una peña de dos metros de altura, guardada por dos centinelas de piedra. Son los dos centinelas de la Peña de la Noche, monumento elevado a la memoria de aquel cuerpo de soldados fanáticos de Solimán de la India. |