Era un hombre muy distraído aquel comandante de Húsares. Recuerdo que un día de Jueves Santo se echó a la calle vestido de uniforme de gala y con chistera. Físicamente parecía un caballero del Greco. Era de Córdoba, y como los antiguos mozos de su tierra, no se reía nunca. En general, era un hombre melancólico. A veces, el mal humor, exacerbado por un poco de alcohol, daba lugar a que aquel hombre se incomodase, armando un verdadero Dos de mayo.
Un día, un compañero del comandante y yo bajábamos por la calle de Alcalá. Había una cantidad enorme de tranvías parados.
—¿Qué habrá ocurrido?—pregunté—. Algún atropello quizá.
—No —contestó mi compañero—. Será el comandante Juan Bazán que habrá tomado dos copas.
Esto da ida de la fama que tenían las bo rracheras de aquel bravo.
***
Juan Bazán era comandante de Húsares a los treinta y dos años. Prestaba sus servicios en el regimiento de Dragones de Alcalá de Henares. Tenía un carácter generoso y justiciero que le hacía ser adorado por los soldados y querido por sus compañeros. Era valiente; es decir, era un héroe. Lucía sobre el pecho la corona de laurel de San Fernando; aquella cruz laureada había sido ganada en Cuba peleando contra la famosa caballería Oriental.
Muchos socios del Casino de Madrid, de la Gran Peña, antiguos abonados a los toros, los que hoy tienen alrededor de sesenta años se acordarán muy bien de Juan Bazán y del ruido que metió en Madrid la serie de aventuras del comandante, que ahora voy a relatar.
Juán Bazán tenía en Madrid una novia, a la que venía a ver todas las noches. Unas veces de militar; otras, las menos, de paisano; el comandante, al atardecer, montaba en su caballo negro. Dejaba el caballo en las cuadras del Conde-Duque y se iba a la calle de Floridablanca. En aquel entresuelo de grandes verjas, detrás del Congreso de los Diputados, le esperaba la novia. Muchos días, hasta el amanecer, pelaban la pava.
Pero el sueño, como dice Macbeth, es la sal de la vida. La novia empezó a sufrir latidos a las sienes y a la frente, debilidad a la nuca. La falta de sueño la mataba. Juan Bazán no tuvo más remedio que hacer valer su autoridad; a las doce en punto de la noche se apartaba de la verja para que su novia se acostase.
Él, un poco melancólico, se iba por calles apartadas en busca de su caballo.
Y a la luz de la luna, por la carretera blanca, el corcel de terciopelo negro, dando con los cascos sonoras campanadas, galopaba.
Una noche un compañero de Cuerpo, un capitán de Dragones, le acompañaba. Habían venido juntos a Madrid y juntos regresaban a Alcalá de Henares. Llevaban los caballos al paso.
En el cielo ni una nube. Sola y triunfal la luna blanca.
Pasadas ya las Ventas, cerca de Vicálvaro, Juan Bázán detuvo a su caballo.
De pie sobre los estribos, preguntó a su compañero:
—¿Tú ves aquellas ruinas que se alzan allá lejos?
—Sí; las veo.
—¿Y qué es aquello?
—Las ruinas de una ermita. Adosada a esa ermita hubo una iglesia más grande, que ha desaparecido sin dejar rastro.
—¿Y cómo ha desaparecido lo grande y queda lo pequeño?
—Porque la iglesia era gótica y de mérito; piedra a piedra se la fueron llevando.
—La ermita, entonces, ¿no valía nada?
—Nada. Era un santuario pobre y destartalado. Sus ruinasjsirven de guarida a vagabundos y malhechores; y dicen que esas piedras tienen hasta su leyenda de fantasmas.
—¡Hombre! ¿Y cómo sabes tú estas cosas?
—Me las ha contado mi asistente. Y a él se las había contado su abuelo, que era de aquí, de Vicálvaro.
Pusieron de nuevo los caballos al paso.
—¿Quieres un cigarro?
—Venga—contestó el capitán.
El comandante volvió a pararse.
—¿Sabes tú que el pasar una noche ahí, solo, debe ser interesante?
— ¡Ya lo creo! El misterio y la obscuridad, imponen.
—¿Te atreves a que pasemos ahí dentro una noche cada uno?
—No; yo no la paso—contestó el capitán.
—Pues yo, decididamente, voy a pasarla. No es que haga falta bravura para eso. Lo que hace falta es tranquilidad de nervios.
—Pues eso, precisamente, es lo que tú no tienes.
—¡Ah! ¿Eso es decir que yo soy un loco?
—No, hombre, no. ¡Qué disparate! ¡Yo que voy a querer decir nada que te moleste!
—Ah; vamos. ¡Es que ya sé que a veces me dais esa fama! Y te advierto que un día va a pasar algo. No lo digo por ti, que eres un buen chico. Pero... se me está subiendo la bilis a las narices.
—Perdona, hombre, dispensa. No tienes razón.
—Bueno; venga esa mano.
—Sí, hombre. Con mucho gusto—dijo el capitán, pensando para sí mismo—.(Este está más loco que un almirez.)
Al medio minuto el comandante volvió a pararse.
—Vaya. Me inquietan demasiado esas ruinas.
—¡Santo Cristo! ¿Y qué quieres hacer con ellas? ¿Llevártelas al cuartel?
—Lo que quiero es pasar ahí la noche de mañana.
Así quedó acordado. El capitán se comprometió solemnemente a no decir una palabra a nadie.
Los dos siguieron su marcha hacia Alcalá de Henares.
Cruzaron escasas palabras. Entraron en el pueblo. Al pasar ante la Colegiata, el caballo del comandante se asustó un poco.
Sobre el musgo dorado una culebra enorme se arrastraba. Alzaba su cabeza de triángulo contemplando al comandante.
Juan Bazán echó pie a tierra y desenvainó el sable. En actitud de guardia de esgrima acercó el muslo derecho a la bicha. Esta se desenroscó como un látigo y le tiró un mordisco a la pierna.
Un silbido del sable. La cabeza del reptil salió danzando por el aire.
A la noche siguiente dos jinetes llegaron a la vista de las ruinas. El comandante Juan Bazán se apeó de su caballo y le entregó las riendas a su compañero. Este y los dos caballos se alejaron.
Juan Bazán entró en la ermita abandonada. Bajo una bóveda resonaron sus espuelas. Algo frío y húmedo—un murciélago — le rozó la frente estremeciéndolo. Lejos y alto cantó la lechuza con su grito de alma en pena.
Juan Bazán sintió un poco de frío y siguió adelante.
Una escalera que cruje. Una barandilla destrozada. El comandante, muy despacio, empezó a subir por aquella especie de catafalco.
Bazán iba tranquilo. La obscuridad impone, pero la obscuridad sola no mata. Las sombras son un peligro porque en ellas se amparan los traidores. El puñal se oculta. Y, generalmente, el puñal lo emplean los asesinos. Juan Bazán era valiente. Pero para un hombre nervioso el misterio es un peligro.
El comandante llegó al término de la escalera. Por ese enigma especial que sirve para orientar a los ciegos, Bazán, a obscuras, comprendió que había llegado a una habitación muy grande.
Sonrió de su descubrimiento y, extendiendo las manos, echó a andar, despacio, en busca de la pared frontera.
Una rendija enorme del piso le hizo detenerse.
—¡Vaya!—se dijo—. A ver si me voy de cabeza por un agujero.
Bazán no había pensado siquiera en desenvainar su sable, ni echar mano a su revólver.
Buscó su bolsillo derecho. De su pantalón bombacho de húsar sacó una vela. Buscó una cerilla y le dió fuego. Inmediatamente que prendió la llama azul, un soplo inesperado, por detrás del hombro del comandante, apagó la vela.
Bazán se volvió extendiendo violentamente su mano derecha.
Nadie
—Sin duda una ráfaga de viento que entra por alguna de estas puertas—se dijo.
Encendió nuevamente. De un manotazo le tiraron al suelo la vela.
Bazán desenvainó su acero, y, rabiosamente, trazó un círculo a su alrededor.
Bajó el arma y adoptó una guardia expectante. Por instinto buscó una pared para afianzar su mano izquierda.
Esperó un momento. Sonrió al fin.
— He tenido miedo—se dijo — . No. No he tenido miedo. Lo que he hecho ha sido prepararme, dispuesto a defenderme.
A uno de los resplandores vacilantes de la cerilla, el comandante había distinguido, allá, al fondo, apoyada en la pared, una mesa y delante un taburete. Sin bajar el arma, haciéndola girar lentamente, el comandante se orientó como pudo hacia la mesa.
Llegó al fin. Pero volvió de nuevo para buscar en el suelo la vela.
La halló y se dirigió otra vez al taburete.
Se sentó, apoyando la espalda musculosa en la pared.
En el silencio se oía como una respiración rítmica y lejana. El comandante sintió un poco de inquietud; pero no miedo.
Encendió nuevamente la vela y la pegó a la mesa. La estancia se presentó a su vista en toda su enorme desnudez.
El comandante Bazán dejó el sable y el revólver sobre la mesa; apoyó la nuca en la pared, y fijó los ojos en el techo. Se sintió un poco adormecido por el parpadeo de la bujía.
Sacó su cartera del bolsillo. Extendió unos papeles sobre la mesa y se dispuso a escribir a su novia. Poco a poco se olvidó del lugar en donde estaba.
Un crujido de las tablas, a su lado derecho, le hizo girar rápidam ente la cabeza.
No vió nada. Cuando volvió la vista hacia el papel para seguir escribiendo, un estremecimiento le obligó a ponerse de pie.
Sobre la mesa faltaban el sable y el revólver.
En aquel momento, una mano pesada y poderosa cayó sobre una mejilla del comandante Bazán y lo derribó, sin sentido, debajo de la mesa.
***
Al día siguiente, en el cuarto de banderas, el comandante fue interrogado por su amigo el capitán:
—¿Qué tal la noche de ayer?—le dijo—. ¿Te visitó algún fantasma?
—Nada, chico. Pasé la noche como en la fonda.
—¿Y ese cardenal que tienes en la cara?
—Andando a obscuras, tropecé. Me caí contra el quicio de una puerta.
—Pues es un golpe muy bonito.
—Mucho. Azulado-violeta. Parece un óleo. Esta mañana, cuando me saqué la raya, pude contemplarlo en el espejo.
Juan Bazán se ciñó el sable y se despidió alegremente.
Al llegar a la puerta del cuartel cambió de cara. Se veía una contrariedad enorme en el profundo y vertical entrecejo.
Pasó el día sin reunirse con sus compañeros. Llegada la noche, cogió el caballo y se largó por la solitaria carretera.
Dejó la cabalgadura en Vicálvaro. A pie se dirigió a la ermita. Un cuarto de hora andando.
Llegó a las ruinas. Detrás de unas columnatas, medio deshechas, salió muy despacio un vagabundo gigantesco.
Juan Bazán le dio el alto.
—¿Qué haces aquí?—le dijo, apuntándole el sable al pecho.
—Nada. Vengo a dormir en estas ruinas.
—¿Has dormido aquí ayer?
—No, señor—contestó el otro, descubriendo los galones del comandante.
—¿Tú has sido soldado?
—Sí, señor. Artillero.
—¿Tienes dinero?
-No.
—Pues toma, y duerme donde te convenga.
El vagabundo se alejó y Juan Bazán se internó entre las ruinas del convento.
Iba preocupado. Cuando pensaba en la bofetada de la noche anterior se ponía rabioso.
Se dispuso a examinar con cuidado todos los rincones de aquellas estancias, a muchas de las cuales les faltaba el suelo, una pared o el techo.
Llevaba en el bolsillo su buen cabo de vela. Pero era inútil pensar en mantenerlo encendido, dada la enorme corriente de aire.
En una de las cuadras, a la altura de la frente de un hombre, dos ojos, como dos puntos dorados, dejaron lívido al comandante.
Juan Bazán desenvainó el acero y tiró a fondo rapidísimo.
Le contestó un maullido siniestro. Acababa de matar a un gato.
Bazán se alejó riendo. Pero inmediatamente pensó:
—El gato es un animal casero. La existencia de ese gato demuestra que en estas ruinas hay gente.
Y ante la idea de poder descubrir al de la bofetada de la noche anterior, el comandante se lanzó, como un loco, a encontrar al habitante misterioso de aquellas piedras.
Subía y bajaba como un torpedo.
En uno de los desvanes se amontonaban hierros y tablas viejas; un ataúd medio desfondado, una imagen del Crucificado, un montón de hojas secas. Detrás de todo esto se veía en la pared la boca de un túnel, tenebrosa, siniestra.
Bazán, como los caballos de fina raza, sufrió un estremecimiento.
Agachándose, se metió por la boca del túnel. Un olor nauseabundo, ruidos sordos de reptiles o murciélagos le hicieron retroceder. Por primera vez sintió miedo.
Una respiración fatigosa y cercana le estremeció de nuevo
—¿Quién va; quién duerme aquí?—gritó.
Silencio. Su imaginación le hizo ver fantasmas sombríos.
Quiso encender la vela. La apagó un aletazo, el vuelo ciego de una lechuza.
Bazán, a tientas, bajó la escalera. Se refugió contra la pared, en aquel testero al que se hallaba adosada la mesa y el taburete.
Él llevaba a la cintura un sable y un revólver que había cogido en el cuartel.
Cuando se acercó a la mesa vió con estupefacción que se hallaban sobre ella las armas que le habían quitado la noche anterior.
Aquello era una burla. Bazán sintió un poco de amargura allá en su conciencia.
Al revólver y al sable que se hallaban sobre la mesa unió los que él llevaba a la cintura. Los apartó con un gesto.
Dejó caer una gota de cera sobre el tablero y pegó la vela.
Con las manos en los bolsillos, indefenso, empezó a pasearse por la vasta y desnuda pieza.
—¿Quién vive aquí, señor?—se preguntaba— Aquí hay gente. En esta casa se encuentra, por lo menos, el que me abofeteó a mí anoche. Pero ¿dónde se mete? Y no puede ser un hombre menudo ni débil. Tiene que ser un hércules. Un brazo vulgar no le quita a un hombre el sentido de una bofetada.
Siguió paseándose con la cabeza inclinada sobre el pecho.
De pronto se detuvo en medio de la estancia. Una respiración fatigosa y cercana lo atormentaba. Una tos seca le hizo volver la cabeza.26.48
En el ángulo de la sala, al lado de una especie de nicho, un hombre monstruoso, jorobado, que tenía en la cara la belleza de una estatua, lo contemplaba.
Bazán dió un paso hacia la mesa en busca de sus armas.
—¿Tienes miedo? preguntó el jorobado.
—¡Nunca! Estoy aquí como en mi casa.
—Pues esta casa no es tuya, sino mía — contestó el jorobado.
Bazán, sin responder, observó atentamente la traza del jorobado.
Era de estatura baja. Ancho de hombros. Tenía una joroba de pecho muy pronunciada. Y lo que dejó asombrado al comandante fué la longitud de los brazos de aquel monstruo y la magnitud de sus manos. Eran unas manos deformes, dobladas en forma de hoz, como las manos de los orangutanes.
Una idea cruzó las sienes del comandante. Aquel ser extraño fue el de la bofetada de la noche anterior.
Bazán, impetuoso y valiente, avanzó contra el jorobado.
El monstruo se apartó del nicho y salió al encuentro del comandante.
Se detuvieron los dos a un par de metros, contemplándose.
—¿Tienes miedo? - preguntó el jorobado.
El comandante Bazán se lanzó de un salto sobre su enemigo.
Una de las poderosas manos cayó sobre su rostro y Juan Bazán se desplomó como un saco.
Sin sentido, en ese sueño del dolor, que aunque se vea llegar es siempre inesperado, el comandante no podía moverse bajo los efectos de aquel choque brutal e irresistible.
***
A la noche siguiente, el comandante Bazán no fue a la ermita. Paseándose por la calle silenciosa, ante la Colegiata de Alcalá de Henares, le contaba a su amigo el capitán las aventuras.
—Sí—decía el capitán—. El golpe ha tenido que ser brutal, porque tienes la cara llena de cardenales.
—Sí—contestaba el comandante—. Pero fíjate qué mano tan extraña la de ese hombre que macera y congestiona; pero no rompe ningún hueso. Atolondra; pero no mata.
— Sin duda, es una cosa extraña. Tú, si vieras a ese hombre, ¿lo reconocerías sin duda alguna?
—¿Pero no te digo que es un jorobado, con los brazos larguísimos y las manos enormes?
—¡Claro que no puede confundirse con nadie! ¡Qué cosa tan extraña! Callaron.
El capitán, de repente, preguntó:
—Bueno, ¿y cómo no le pegaste un tiro?
—Porque no me dio tiempo. Tenía el revólver sobre la mesa.
—Mañana te acompaño, si me lo permites; vamos a cazarlo.
—Bueno. Pues a las siete y media en punto salimos de aquí. Dejamos los caballos en Vicálvaro.
—Muy bien. Queda acordado.
A las siete en punto salieron de Alcalá los dos jinetes. La impaciencia los hizo galopar. Llegaron a las ruinas mucho más pronto de lo que ellos habían calculado.
En el pórtico de la ermita, al acercarse ellos, salió huyendo un mendigo que soñaba.
—¿Has visto?—preguntó el capitán.
—Sí; vamos a cazarlo.
Los dos cruzaron a saltos la distancia.
Penetraron en la ermita.
El mendigo había volado.
—El fantasma está aquí. No hay más remedio que encontrarlo.
—¿Tú has visto si el que huyó era jorobado?—preguntó el comandante.
—No. No era jorobado.
Buscaron inútilmente.
Fatigados salieron despacio a la puerta de la ermita.
Sobre unas piedras había un hombre sentado. No se movió al verlos.
Bazán, contemplándolo, exclamó:
—Ese es el hombre que huía hace un momento. Casi lo juraría
El capitán, después de un instante de silencio, afirmó:
—Sí, señor. Ese es. Estoy absolutamente seguro.
Alzando la voz interpeló a la esfinge:
—¡Eh! ¡Tú! Ven aquí; pronto.
El mendigo se levantó muy despacio.
—¿Qué pasa?—preguntó.
—¿Tú eres el que corría al vernos hace unos instantes?
—Yo no. ¿Por qué había de correr?
—¡Hombre; podrías vivir aquí oculto por alguna fechoría!
—Yo no tengo por qué ocultarme de nadie, y menos de ustedes.
—¿Qué haces aquí, en las ruinas?
—Lo que me da la gana.
—Contesta bien, porque te voy a abrir la cabeza de un sablazo.
El mendigo, quitándose la gorra, presentó el cráneo.
El comandante Bazán, contemplando a aquel hombre, se dijo:
—Yo conozco esa cara y esos ojos. Este parece aquel; pero ¿cómo puede serlo si no es jorobado?
—Bueno, lárgate de aquí. ¡Ala! Que no te vea más.
El mendigo dió un salto espantoso e inesperado y pasó como un rayo entre los dos militares.
Se perdió en las profundidades de la ermita.
En cuanto se repusieron los dos salieron en persecución del fugitivo.
Tropezando, guiándose por la débil luz del crepúsculo, que entraba por las grietas, se aventuraron con rabia por las ruinas tenebrosas.
Al entrar en uno de los crujientes corre dores de los pisos altos el capitán exclamó en voz baja:
—Este a quien perseguimos no es el que te abofeteó.
—Sí, lo es. Este es el jorobado.
— Pero hombre, ¿y la joroba?
— No importa. Aquí hay un misterio. Pero los ojos y la cara de este hombre son los del jorobado.
Continuó la persecución sin descanso. El comandante, más impetuoso, se apartó de su compañero y siguió solo.
De pronto, un golpe seco le hizo retroceder. Tropezó con un cuerpo. Se inclinó. Era el capitán desvanecido, que presentaba en el rostro las señales de un trastazo.
El comandante se tumbó en el suelo y quedó inmóvil con el sable oculto bajo el cuerpo de su amigo.
Esperó. Pasó un gran rato. Al fin se dibujó una sombra en el fondo del pasillo.
Era el jorobado. El comandante contuvo hasta el aliento.
La sombra avanzó muy despacio.
Llegó adonde los dos militares se agrupaban tumbados.
Alzó una de sus manos.
Juan Bazán metió el sable como un rayo. La sombra, atravesada de un sablazo, se desplomó.
Una nube de arena cayó sobre los ojos del comandante.
Este se ocupó primero en incorporar a su amigo, y luego en examinar al jorobado.
La joroba era de tierra.
Las manos estaban revestidas por dos guantes inmensos rellenos también de arena.
En el guante de la mano derecha se veía, pegada, una ampollita de tripa llena de algo muy blando.
El falso jorobado estaba muerto. Juan Bazán le examinó la cara. Era el mismo hombre que habían visto sentado en las ruinas y que había echado a correr al ver a los dos militares.
¿Qué misterio había en aquel hombre que vivía entre piedras viejas como un buho y que usaba tan extraño disfraz de jorobado?
***
En Madrid, por aquel tiempo, se había registrado una serie de atracos extraordinarios.
Todos los atracados presentaban los mismos signos: un golpe en la cara, de frente, seguido de pérdida inmediata del sentido.
El golpe era dado con un guante de arena, que llevaba, pegada, una ampollita de cloroformo.
Este sistema es todavía empleado por muchos malhechores de los muelles de Londres.
En Madrid, con la muerte del jorobado, se concluyeron los atracos.
En las excavaciones que se hicieron en las ruinas, se encontraron centenares de objetos preciosos: relojes, sortijas, pitilleras...
¿Qué se proponía el jorobado con la custodia bajo tierra de aquel tesoro?
Nada.
Era un tipo de clínica mental sobre el cual el Sr. Vera o Simarro hubieran podido ofrecernos magistrales informes. |