—¡Oh, Nápoles! He aquí la ciudad más bella del mundo—decía el viejo maestro a sus discípulos—. Yo he viajado mucho, hijos míos. Yo, a los treinta años, fui un hombre rico y gasté mi fortuna viajando, aprendiendo. Diez años de mi vida transcurrieron para mí navegando por todos los mares y bajo todos los cielos. Y puedo juraros que Italia es la nación más amable y más alegre; su cielo el más dulce y claro del mundo. En Italia un español no se considera a sí mismo como un extranjero. Yo he oído muchas veces allí que la gente me decía: Noi siamo fratelli. En Nápoles, al francés, al inglés, al tudesco se le habla en sus idiomas. Al español se le habla en italiano. Al cerrar un trato, al ofrecer una garantía, se oye a muchos hombres decir como un juramento: Excelencia, parola espagnola.
—Italia ¿es más hermosa que Francia?— pregunta un discípulo.
—Mucho más hermosa.
—¿Y más que Inglaterra?
—Más que el mundo entero junto.
***
El primer período de la historia moderna de Nápoles es la dominación castellana.
El Gran Capitán llega al memorable cerco de Oaeta después de Ceriñola y Garellano.
Más tarde, vemos a Gonzalo de Córdoba entrar en Nápoles, rodeado de la nobleza castellana, montado en su caballo negro, cubierto de brocado y recibido con fraternal alegría y regia pompa.
Nápoles no había podido caer en manos de los hombres de Cumas ni de Belisario. Este quiso destruirla y anegar sus ruinas entre mares de sangre.
Nápoles vino a rendirse, como a hermanos, a los hombres que acababan de escalar las almenas de Granada y de conquistar las playas del Nuevo Mundo.
Nápoles no cayó en manos crueles ni cobardes. Los napolitanos acababan de hermanarse con los futuros vencedores de Otumba y de Pavía, San Quintín y Lepanto.
Ahora llega el gobierno de los virreyes y lugartenientes en Nápoles. Cuarenta de los primeros y veinte de los segundos, entre españoles y austríacos.
A la época del virreinato pertenece aquella revolución acaudillada por Massaniello, llamado también el pescador de Amalfi.
La historia que os voy aquí a contar no tiene nada que ver con todo esto.
Lo que ocurre es que el héroe de mi histo ria era del mismo pueblo que Massaniello; allí, al lado de Nápoles, y en toda Italia, es popular el héroe de la leyenda que voy a relataros con el nombre novelesco de El pescador de Amalfi.
***
Fedoro Velletri tenía quince años. Era hijo del viejo Gaetano, el antiguo marinero de Amalfi.
Fedoro Velletri cayó enfermo con unas fiebres altas y constantes. El médico de los pescadores vió al muchacho e inmediatamente lo tuvo sentenciado.
Y es claro; inmediatamente Fedoro empezó a mejorarse.
Una mañana, Fedoro, fuerte ya, saltó en su barquilla ligera, e impulsado por una fuerza nueva se dirigió a Nápoles.
Nacía el sol a su espalda tras las alturas de Amalfi, la mole azulada del Vesubio, a cuya sombra trágica han hecho su nido unos cuantos pueblecillos; sobre la ribera, Sorrento y Castellamarre, recostados sobre pámpanos y naranjos; el Pausilipo, con su belleza misteriosa de amatistas y topacios, y enfrente, bajo el cielo más puro que habéis visto, el paraíso de la tierra: Nápoles.
Fedoro avanzó, remando con fuerza, por el centro del golfo napolitano.
Saltó a tierra más orgulloso que un pirata.
Abandonó su barca a las espumas del Mediterráneo.
Salió a recibirlo un lazzaroni.
—¡Tú, amigo!—le gritó—.¡Que se te escapa la barca!
—No importa. La barca no es mía. Es del abuelo. Allá él se componga para comprarse otra.
Los dos mozos se contemplaron. Tenían el aspecto de dos pobres hijos de pescadores, con sus viejos sombreros de fieltro y sus pantalones medio destrozados.
—Tú, ¿de dónde vienes?
— De allí, de Amalfi.
— ¿Y qué vienes a hacer aquí?
—A ser rico. A conquistar Nápoles. El golfillo de los muelles napolitanos se echó a reír.
El otro le preguntó con desprecio: —¿De que te ríes?
El lazzaroni, intimidado, contestó:
- Me río... De nada.
— Ah, vamos. Entonces ¿es que eres tonto?
—No sé. Sí. Es posible que sea tonto.
—Bueno. Pues vamos a ser amigos. Enséñame lo más interesante de Nápoles.
Echaron a andar en silencio.
El lazzaroni observaba de reojo a su amigo. Lo admiraba.
—Tú, ¿cómo te llamas?—preguntó de repente Fedoro.
—Me llamo Gaetano. Y ¿tú, quién eres?
—Yo soy un príncipe escapado. Te prohibo que lo dudes. A todo el que te pregunte quién soy, díle: es un pescador de Amalfi.
Siguieron andando.
Pasaron ante la puerta Capuana, la plaza de San Javier, el Carmen.
Gaetano, al cruzar ante un puesto de naranjas, se paró mirándolas.
—¿Has desayunado?—preguntó Fedoro.
—No—contestó Gaetano.
—Tienes interés en que comamos?
—Es claro.
Fedoro el Grande dió dos pasos al frente, y acercándose a la mujer que vendía las naranjas, le dijo:
—Señora, ¿qué me da usted si le anuncio la mercancía mejor que nadie?
La mujer miró con un poco de asombro al muchacho.
Este, sin aguardar un segundo, rompió a cantar.
Nápoles es la tierra de la música, donde todo el que pasa por la calle tiene alma para sentir el Arte.
Fedoro cantaba bien, muy bien, una alegre canción de Amalfi. La gente se agolpó a escucharle. Sonaron aplausos de entusiasmo.
El chico aprovechó el instante para hacer el elogio de las naranjas, y lo hizo con tanta gracia, que el público empezó a comprarlas.
La vendedora, llena de generosidad, le regaló al muchacho monedas y fruta.
En una fuente Fedoro bebió agua. La encontró cristalina y maravillosa, digna de los claros manantiales del Volturno, Peícaro y Garigliano
Estas aguas de Nápoles son únicas; como que nacen en las selvas sombrías y románticas, donde se oye el eco de las leyendas inmortales de la madre Italia.
***
Gaetano estaba estupefacto. Quince días llevaba en Nápoles Fedoro y era popular en todos los barrios.
La gente lo utilizaba en mil servicios. Algunos de éstos, los más humildes, los delegaba en Gaetano.
Gaetano no había comido nunca como ahora. Había engordado un poco Fedoro y él se había comprado unas botas nuevas y unos tirantes.
A las doce en punto de la mañana Fedoro y detrás Gaetano iban a tumbarse al sol a la playa.
Cierto día un lacayo se dirigió a la playa a buscarlo.
—¿Eres tú el pescador de Amalfi?
—Yo soy, ¿qué pasa?—dijo el chico, como es natural, sin levantarse.
—¿Eres tú ese que canta?
—Sí, te he dicho, estúpido; habla.
—De parte de mi ama, la señora marquesa de Pescara, que vengas ahora mismo a palacio.
—Dile a tu ama que Fedoro, el cantor, está tomando el sol, y que no se mueve de aquí por nada. Iré luego, a las seis, cuando da la sombra en la playa.
El lacayo, desconcertado, insistió:
—Ha dicho la señora que vengas ahora mismo. Creo que es para que cantes en el jardín de casa.
Cantaré mañana. El Arte no se puede forzar; es como la lluvia y el viento, que sólo se presentan cuando tienen gana.
El lacayo, indignado, se alejó rumiando.
Gaetano, tumbado, se quitó el sombrero y le dijo a Fedoro:
—¡Chico, eres grande!
Fedoro, sonriendo, le estrechó la mano.
El sol, desde las alturas de Amalfi, les doraba la cara.
***
Anocheció.
Fedoro y Qaetano se dirigieron al palacio de Pescara, en la calle silenciosa de Trapani, detrás de la antigua iglesia de San Severino e Sosio.
Llegaron ante el portalón enorme decorado con estatuas y palmeras.
El portero, embutido en su frac y con el pecho cubierto de cordones de oro, les salió al encuentro.
—¿Qué queréis? preguntó.
— Dile a tu ama que aquí está el pescador de Amalfi.
— Sube. Están esperándote.
Fedoro se dirigió a la escaléra y detrás Gaetano.
El portero los detuvo, gritando:
—¡Eh! ¿adónde va ese?—dijo señalando a Gaetano.
—¿Adónde ha de ir?—contestó Fedoro—. Va adonde yo vaya. Y si él no sube, yo tampoco.
El portero se rascó la barba.
—Bueno, que pase—dijo.
A los cinco minutos los dos personajes se hallaban delante de la ilustre aristócrata, descendiente de aquella otra marquesa de Pescara que había servido, desnuda, de modelo a la célebre Danae del Tizziano.
La aristocracia napolitana siente la democracia como en Grecia. El duque de Herculano o de Pompeya, el conde de la Campania o de la Apulia, llevan en ingenio, alegría y travesura un lazzaroni dentro. Y el golfillo del Pausilipo que siente el Arte y la alegría del sol como un griego, es tan elegante, cuando quiere, como el príncipe de Salerno.
La marquesa de Pescara, hermosa, como napolitana que era, contemplando con sus ojos adormecidos a aquel par de millonarios, preguntó:
—¿Cuál es de vosotros el de Amalfi?
—Yo soy, señora.
—Y este otro, ¿quién es?
—¡Oh, este otro, señora, es posible que llegue a ser el hombre más ilustre de esta tierra!
—¿Pues cuál es su habilidad para poder llegar tan alto?
—Ya lo sabrá el mundo más adelante. Ahora... hay que guardar silencio.
La marquesa sonrió muy suavemente
—¿Es inventor, acaso?—preguntó.
—Es más que eso.
—¿Más todavía? No comprendo.
Fedoro Velletri dió un paso hacia la mar quesa.
Con sus encrespados rizos brunos y sus grandes ojos negros, estaba interesante aquel mancebo.
—¿Sabéis, señora, que en Nápoles la industria del coral deja mucho dinero? —Mucho; en efecto.
—Pues esa industria va a ser cosa de niños en relación con la que va a descubrir éste.
—¡Oh, qué inventor tan notable!
—No es inventor, he dicho. Es un descubridor de continentes. Oid, señora: el muelle de Nápoles es más que muelle un puerto. Empezado por Carlos de Anjou, seguido por Alonso de Aragón y el duque de Alba, y terminado por Carlos III.
Llegado aquí el pescador de Amalfi avanzó por la estancia hasta un ventanal enorme desde el cual se veía todo el puerto de Nápoles.
—¿Veis, señora, allí, a la derecha, el Castillo del Cármine?
— Sí, lo veo.
—Pues pegado a sus cimientos hay un criadero de ostras, pero de ostras madre-perlas. Estamos estudiando la manera de sacarlas. Ved ahora si ahí hay o no dinero.
La marquesa rió de buena gana.
—Pues bien, pescador de Amalfi, te he mandado llamar porque mañana doy una fiesta y quiero que tú cantes en ella.
—Muy bien, señora.
—Y como en Nápoles te busca todo el mundo, supongo que habrás puesto un buen precio a tus canciones.
—Así es, excelencia.
—Qué quieres que te dé porque cantes tn mi fiesta.
—Señora, ¡un beso!
En aquel instante se alzó el tapiz de oro y acero que cubría la puerta de la estancia y entró el marqués de Pescara, que pareció llenar con su estatua imponente todo el aposento.
Gaetano vaciló de temor sobre sus piernas. Fedoro hizo una profunda reverencia. La marquesa de Pescara, sonriendo a su marido, le dijo:
—Aquí tenéis al pescador de Amalfi que cantará mañana en nuestra fiesta.
—¿Y qué pide el cantor por merced tan delicada?
—No pide nada - contestó la dama enrojeciendo.
—¡Ah! Pues concedido lo que pide; ¿verdad, marquesa?—dijo el marido riéndose.
Todos hicieron coro a las carcajadas. La marquesa de Pescara, riendo, muy nerviosa, miraba a Fedoro; éste no apartaba los ojos de las pupilas de oro de la dama.
A Gaetano le faltaba aire en aquella sala, que tenía el techo más alto que una iglesia.
Cuando salieron a la calle, Gaetano, atolondrado todavía, dijo:
—De esta aventura sales para la horca.
—De esta aventura -contestó Fedoro- salgo para ser dueño de Nápoles. No te separes de mí nunca. Haré de ti un hombre rico. Mira, te regalaré ese santuario.
Y al decir esto le señaló la iglesia de San Severino e Sosio, que está considerada como la cuna del cristianismo en Nápoles.
Como se ve, el pescador de Amalfi era capaz de partir su imperio y, como Alejandro el Macedonio, regalarlo.
***
Noche de luna en Nápoles.
Fedoro y Gaetano llegan bajo las ventanas de la hermosa marquesa de Pescara.
Como una serpiente dormida, corre a lo largo de la fachada un blanco canalón con garfios.
Aquellos ganchos van a servir de escalera.
Fedoro sube blandamente por los primeros peldaños. —Adiós, Fedoro. —Hasta mañana, Gaetano.
Fedoro silba como un mirlo. Se abre muy despacio una ventana. A la luz de la luna brilla, como un casco de oro, la cabeza de la marquesa de Pescara.
Fedoro apoya sus manos en el alféizar. Allá va el pescador de Amalfi.
....
Gaetano echa a caminar muy despacio por las calles solitarias. De pronto se quita el sombrero y dice:
—¡Qué hombre, qué hombre ese! Merece tener por cuarto de baño todo el golfo de Nápoles. Hay hombres grandes, y Fedoro es el más grande.
La luna solitaria que ve, desde allá arriba, el entusiasmo de Gaetano, le hace un guiño picaresco.
Gaetano piensa que en aquel instante Fedoro Velletri se halla en la alcoba de la marquesa de Pescara.
Suspira y sigue pensando que Fedoro va a ser pronto el dueño de Nápoles.
***
Fedoro no era un hombre inmoral. Se dejó querer por la marquesa de Pescara, porque la dama era bella y sus ligerezas y amoríos tenían fama.
Pero nadie crea que Fedoro Velletri había fundado ni un solo paso de su porvenir brillante en el dinero o la influencia de la casa de la Pescara.
Si Gaetano en mal hora pensó tal, pensó una animalada.
Todo Nápoles conoció pronto los amores del pescador.
Un día, en una fiesta benéfica, Fedoro, solicitado con insistencia, cantó los aires lánguidos de Amalfi.
El éxito fue inmenso, resonante.
El eco de las ovaciones corrió por las columnas universales de la Prensa.
Obtuvo una gran contrata.
Fue el hombre del día.
La marquesa de Pescara, un poco enloquecida, quiso ejercer demasiado severamente la autoridad del amor sobre su amante.
Fedoro se sacudió aquel yugo dorado y molesto.
Se alejó de la Pescara.
La dama, ofendida, aceptó un nuevo amante y lo azuzó contra Fedoro.
—¿Por qué no lo matas?—le preguntó un día la aristócrata a su nuevo gentilhombre de cámara.
—Por qué no mato, ¿a quién?
—A ese, al pescador de Amalfi.
Dios nos libre de una mala mujer, tenaz y hermosa, que nos incita al crimen en el santuario de una alcoba.
Ahí está—como dice el cantar—la perdición de los hombres.
Una noche salía Fedoro con sus admiradores de cenar en el hotel de moda.
Un joven, que entraba, tropezó con el tenor violentamente.
—¡Estúpido!-gritó—. Ya se ve que no está usted acostumbrado a moverse entre caballeros.
El tenor, sin decir una palabra, le entregó su tarjeta a aquel hombre.
—¡Qué cosa tan extraña!—dijeron los amigos.
—No tan extraña. Cuando ese hombre lo ha hecho, sus razones tendrá.
Al día siguiente se batieron. A espada. El pescador de Amalfi tenía el instinto de todos los deportes y la mano acostumbrada a las violencias del remo y la redada. Las piernas, fuertes; la vista, rápida; el corazón, sereno.
El, por su gusto, no le hubiera hecho nada a su adversario. Pero éste, enloquecido por el miedo, en vez de correr hacia atrás, le dio por lanzarse hacia delante. Tiraba estocadas como una máquina. Se descubría como un niño.
Fedoro paraba y aguantaba.
En uno de los descansos, un padrino de Fedoro, experto en asuntos de armas, le dijo:
-Contesta siempre a todos los ataques. En una de esas estocadas te va a enganchar esa avutarda.
En efecto, el adversario de Fedoro, largo y flaco, en guardia de esgrima, parecía un ave extraña.
Un ataque violento, una parada. Una contestación rápida y el enemigo de Fedoro se desploma de espaldas.
Lo examinan.
Desgraciadamente lo había matado.
***
Y allí acabó la marcha triunfal del pescador de Amalfi.
Moralmente, él quedó hecho cisco para sí mismo. Socialmente, la gente se apartó de él con repugnancia.
Huyó de Nápoles. Fue fraile; salió del convento, y volvió a ser tenor de fama. Se casó; tuvo un hijo que pereció en el incendio del Bazar de la Caridad, en Francia.
Arrastró su vida como un forzado. Hasta que ayer, 2 de mayo de 1915, el telégrafo le dió a la Prensa una de tantas noticias trágicas:
"Petersburgo, 1 Mayo.—Ayer, en la Avenida del Neva, ha sido recogido un anciano loco que anunciaba a gritos su decisión de matar al Zar. Ha sido reclamado por la Embajada de Italia. Se cree que el loco es el antiguo cantante Fedoro Velletri, compañero de Mario, Gayarre y Stagno, y conocido por el sobrenombre de El pescador de Amalfi".
Así terminó la vida de aquel hombre que fue desde su juvenud bastante desgraciado, pero que tardó setenta y dos años en ser completamente desgraciado. |