Fue en un antiguo hotel de la calle del Arenal, de Madrid.
A las altas horas de la noche llegué a mi cuarto. Estaban éstos cerrados por un sistema inglés de candados que no hizo fortuna en España. Los candados eran preciosos, pequeños y niquelados en forma de media luna turca. Pretendí abrir mi cuarto, sin conseguirlo. Las guardas de la llave rechinaban dentro del candado, pero éste se resistía a ser vencido.
Acudió el criado en mi auxilio. El mismo inútil resultado. El criado hablaba ya de bajar por una palanqueta para hacer saltar el obstáculo, cuando un vecino de cuarto hizo su aparición en el descansillo.
Era un hombre alto y recio. Se desabrochó para sacar la llavecilla de su cuarto; dejó al descubierto su pechera de frac inmaculada con dos brillantes purísimos en el centro.
—Buenas noches—dijo—. Que, ¿no pueden ustedes abrir?
—No, señor. No tendremos más remedio que hacer saltar el candado.
—Voy a buscar una palanqueta—dijo el criado.
—Mejor unas tenazas—contestó el desconocido.
—¡Ca! Con unas tenazas no arrancaríamos esto. Es muy fuerte el chisme éste.
El desconocido dio dos pasos hacia nos otros, metió un brazo por encima de mi hombro y con su mano derecha agarró el candado. Dió una vuelta de tornillo y saltaron las dos argollas, arrancando una astilla de la puerta.
Di las gracias. El desconocido, quitándose el sombrero, se metió en su cuarto.
—Buena muñeca la del mozo — dijo el criado.
—Tremenda—contesté—. De un papirotazo en una oreja es capaz de dejarle a uno sordo,
—¿Se ha fijado usted en el dibujo que tiene por dentro en la mano?
—¡Ah! ¿Un tatuaje? No me he fijado.
Entré en mi cuarto obsesionado con la fuerza de mi vecino, que le permitía realizar esfuerzos tan rápidos y brutales con seguridad y sin cansancio.
***
Habían pasado dos años de aquello.
Yo me hallaba en Nimes. Asistí a una corrida de toros infame, donde actuaron tres suicidas empujados por el hambre y la ignorancia.
Salí de la plaza de toros, y, después de cenar, me dirigí a un teatro de madera y lona embreada donde se exhibían luchadores de greco-romana.
Eran las fiestas de Nimes. La barraca estaba llena de un público abigarrado. Un cornetín como un demonio soltaba cada piporrazo que hacía pensar en la catástrofe final del mundo.
Era una sinfonía endiablada que sacudía los nervios y la lona y las tablas. Jamás volveré a oir algarabía como aquella.
—Ese cornetín está borracho—gritó un espectador subido a un banco.
—Está loco. Que lo aten—gritó otro.
—¡A la horca! ¡Guau, guau! —ladró un tercero.
—¡Mal músico; mal hombre!
—¡Mal padre!
El cornetín calló instantáneamente.
Me incliné para contemplarlo. Allí estaba congestionado y confuso, con la cara sobre el pecho devorando un lápiz.
El público vió también aquella triste figura y le dedicó una ovación resonante.
Se levantó el trapo. Aparecieron en el escenario dos hércules, de peso mediano, a disputarse la victoria en un combate greco-romano.
Se trataba de dos muchachos de veinte años. Uno más fuerte. Otro más ágil. La lucha fue académica, y, por tanto, un poco pesada.
El fuerte perdió la serenidad y llegó a ser dominado por el ágil.
De repente, en el silencio de la sala, se levantó un hombre gordo y viejo que, dirigiéndose al hércules atolondrado, le dijo:
—Serenidad, muchacho. La calma es el mejor músculo.
Sin duda aquel viejo era un maestro. La gente se volvió para contemplarlo.
Antes de que el muchacho fuerte hiciese caso de la observación, yo me levanté y crucé veinte duros a favor suyo.
La lucha en el escenario se equilibró. Las apuestas sufrieron una oleada.
El hércules ágil, ante la serenidad del enemigo, no sabía por dónde atacar.
El fuerte empezaba a ser el amo. Venció al fin.
Yo, con el talón de mi apuesta, me dirigí al taquillero a cobrar. Fui despacio, examinando la zahúrda donde me encontraba. Cuando llegué había estallado un verdadero motín.
La gente no podía cobrar sus apuestas. Había dificultades de orden interior. Es decir, que el empresario había decidido quedarse con el dinero.
Las imprecaciones y las blasfemias rodaban como truenos. Hacía frente a la marea un hombre hercúleo, con cara de africano; un mechón negro sobre la frente, y en medio de la córnea como la nieve, las pupilas como dos gotas de tinta. El pelo crespo, el bigote a la moda despeinada de Borgoña, y una mano proteica que se apoyaba sobre un travesaño enorme que servía de puntal a una ventana.
Involuntariamente todos pensábamos lo mismo: si este hombre se cansa, si arranca la viga esa en que se apoya y empieza a repartir leña, ¿qué va a pasar aquí?
No se veía más recurso que el asesinato o el suicidio.
El hombre permanecía inmóvil en una actitud de tigre que va a saltar.
El hombre no tenía razón, pero su aspecto y su gesto eran para intranquilizar. La multitud es cobarde. Machaca a los débiles, obedece a los fuertes y los admira. La heroica indiferencia de aquel bárbaro era digna de ser respetada.
—Yo conozco a este hombre—me dije de repente contemplando al extraño personaje.
Él, a su vez, hizo rodar las pupilas sobre la multitud y se fijó en mí.
Yo no acertaba a señalar de dónde me era conocido aquel ser, aquella especie de mastín.
El, finamente, me sonrió. Alargó la mano para coger mi talón. Se lo entregué. Jugaba veinte duros y había ganado; me tenían que entregar, por tanto, cuarenta duros.
El empresario, sin abonarme la ganancia, me devolvió mis cien francos. Me di por contento. Iba ya a retirarme cuando el extraño empresario me tendió la mano como rasgo de amistad. La estreché.
En la palma de aquella mano vi un tatuaje que me aclaró el enigma. Aquel puño me había hecho a mí un favor.
Era aquel el hombre del candado de un antiguo hotel de la calle del Arenal, en Madrid.
Me interesó el encuentro y me propuse averiguar por qué estaba allí aquel hombre.
La noche aquella de la calle del Arenal, el desconocido iba impecablemente vestido, con la elegancia natural de un señor. Allí, en la barraca de Nimes, el hombre llevaba camiseta y zamarra y su aspecto era a cien leguas de la elegancia señoril. Además estaba viviendo de estafar a la gente.
¿Sería aquella la manera habitual que tenía aquel hombre de vivir?
Cuando lo conocí, hacía dos años, en el hotel de Madrid, ¿viviría también así?
No me importaba nada aquello, pero... a mí me produce una curiosidad irresistible e insana todo lo que no me importa.
Por supuesto, lector, que te pasa lo mismo a ti.
***
Por un favor especial pasé a visitar el interior de la barraca. Llegué en el momento en que un equilibrista noruego hacía ejercicios fabulosos, entrenándose. A su lado, una mujer estupenda lo admiraba. Era una mujer quizá demasiado grande, pero, sin duda, extraordinariamente bella. El cuello de Juno; la piel mate como esas mujeres de Circasia; los ojos rasgados y suaves, y la boca entreabierta, con ese aspecto abobado de las mujeres terribles cuando están gozando de un capricho cualquiera.
Estaba vestida de terciopelo azul, traje de hombre, pantalón bombacho, botas altas de piel de antílope y cuello blanco de niño marinero.
Melena corta y negra y grandes zarcillos colganderos. Tenía las manos en los bolsillos, la cabeza echada hacia atrás. De pie, y apoyada en la pared, presentaba cruzados sus muslos escultóricos e inmensos. Debajo de su brazo izquierdo se bamboleaba la borla de oro de una boina blanca.
Aquella barraca enorme era el circo de Nimes.
Aquella mujer era, sin duda, una domadora.
El equilibrista noruego acabó de hacer sus ejercicios y se acercó, sonriendo, a la domadora.
Le dijo algo que a la hermosa le hizo reir; sus pechos temblaron como dos palomas. El equilibrista quiso acariciar aquellos dulces pájaros temblorosos. La domadora le dió un puñetazo en un hombro al equilibrista que le hizo dar dos pasos atrás.
—Ivel Nausén, eres muy débil. Con estas manos, en cinco minutos sería yo capaz de acogotarte contra el tapiz.
Ivel sonrió a la amenaza y se alejó cantando un aire de su país.
La domadora se puso la boina blanca sobre la melena crespa. Dió un silbido de locomotora. Apareció un criadito negro, vestido de rojo, que se quedó plantado y rígido como un soldadito de cartón.
—El oso; traelo—le ordenó la domadora.
A los pocos momentos volvía a entrar el negrito tirando de una cadena obscura, cuyo cabo se enganchaba al collar de un oso blanco. El oso era cuatro veces más grande que el veterano que lo conducía.
La domadora recibió al oso con alegre algarabía. Le hundió las manos en la blanca lana. Le tapaba los ojos, como a un niño. Le tiraba de los dientes afilados.
El oso abría su boca roja y brillante. La alegre bestia—¿por qué no?—se reía.
El negrito se alejó. La domadora hizo tenderse al oso en el suelo, como una alfombra, y se acostó encima. Las garras poderosas del animal del Polo acariciaban el cuello blanco y suave de la domadora
De repente, por los bastidores de la izquierda apareció aquel hombre extraño, empresarlo del circo de Nimes.
Dándole al oso una tremenda patada en la cabeza, preguntó con rabia:
—¿Qué hace aquí este animal?
La domadora se irguió como una furia. Su piel mate enrojeció.
La boca se plegó con violencia, como para morder.
—¡Salvaje! ¿Porqué le has pegado a mi oso?
—Porque quise. ¿Acaso no soy el amo de la barraca?
—Pero ¿eres también el amo de mi oso?
—Soy el amo del circo y mando en todas las bestias que viven dentro—contestó el bárbaro empresario. Y acercándose de nuevo al oso le aplicó una patada en los ijares que hizo gruñir al animal.
—Pronto; esta bestia a la cuadra—gritó—. Tengo mandado que no se traiga aquí ningún animal hasta la hora de la función.
La domadora se interpuso, y mirando cara a cara al empresario lo abofeteó.
Aquel empresario del circo de Nimes disparó, en bolea, su mano derecha y derribó a la domadora sobre el oso blanco. La mujer se levantó con la cara enrojecida. Azuzó al oso contra el hombre. Este dió dos pasos atrás. Descolgó su browing niquelada de la cintura. Encañonando al grupo, ordenó:
—Lleva esa bestia a la cuadra o la mato.
La domadorá, cubriendo a la fiera con su cuerpo y vomitando injurias, desapareció detrás de un telón.
El empresario se colgó la browing. Encendió su pipa. Se dirigió hacia mí.
***
—Caramba, ha estado usted duro con esa mujer—le dije. Sonrió
—Es que estas mujeres de Roma requieren un trato así. Son duras y peligrosas. ¿Sabe usted para qué saca ahora el oso aquí? Para atraer a los pollos ricos que acuden a festejarla. Mientras tanto, yo, allá abajo, solo con la ruleta.
—¡Ah! ¿Tiene usted juego abajo?
—Sí, en los sótanos. Se lo dije el otro día y ella sin hacer caso. A la hora de jugar quiero que esté solo el escenario. Que el que venga aquí se aburra y tenga que bajar a jugarse el dinero. Estas mujeres de Roma son como el alma de Judas. Falsas, pero hermosas. ¡Vamos, que a usted le ha gustado la Fabiola!
—¿Fabiola se llama? Sí, es guapa—contesté.
El empresario me hizo un par de guiños de truhán. Sin saber por qué la broma me violentó.
— ¿Quiere usted ver mi sala de juego? Venga usted.
Bajamos por una escalera de caracol que retemblaba y sonaba como un tambor.
—Esto parece la escalera del patíbulodije yo.
—Para algunos sí lo es — me contestó una voz misteriosa que me hizo estremecer.
Me quedé parado en el último escalón. El empresario, a un metro de distancia, se quedó también clavado por aquella voz.
Sonrió, pero era su gesto frío y falso. Su color de cobre, amarilleó.
—¿De quien es esa voz?—pregunté.
—De Villiers, ese imbécil, fracasado, que toma la vida en broma porque el pobre no sirve para más.
—¿Y quien es Villiers?—pregunté.
Una cabeza que salió por un alto tragaluz, contestó:
—Caballero, ese Villiers, soy yo.
Contemplé una cabeza de judío, de barbas doradas y mirada aguda, que me impresionó. Aquella cabeza descarnada y hermosa se asentaba sobre el cuello más formidable que he visto.
Era como el cuello famoso de Emil Vervet, el célebre luchador francés.
La cabeza misteriosa, sonriendo y fijando sus pupilas en el empresario, le dijo:
—Cálmate, negro. Qué mal genio tienes, Vladimir.
Vladimir, el empresario, miró un gran rato a la cabeza de Villiers sin pestañear.
Villiers dijo, sonriendo.
— Bajo.
Y bajó. Ante nosotros está Villiers.
Es un gigante. Sus hombros dan miedo. Su pecho es como un amplio bastidor. Son sus manos terribles. Sonríe siempre contemplando a Vladimir. El temible empresario pierde algo de su aplomo ante aquel hombre. No es que le tema; es que se enardece a su vista sin que yo sepa por qué.
A Villiers le relucen los ojos con una alegría muy simpática, cínica y natural.
De repente le da la mano a Vladimir.
Este, de mala gana, se la estrecha.
Villiers, con su garra poderosa, sacude el brazo del empresario con un ímpetu bestial.
Vladimir, con esfuerzo hercúleo, pretende zafarse. Y se traba, en serio o en broma, una lucha sorda entre aquellas dos fieras que amenazan con destrozarlo todo sin querer.
De dos saltos me aparto del peligro, refugiándome en los peldaños altos de la escalera.
Por fin, Villiers, de un corbatazo de grúa, humilla a su adversario. Vladimir, medio derribado sobre unos sacos, se inclina frotándose el pescuezo. En cuanto se despeja un poco, se echa mano al costado buscando la pistola.
Villiers da un salto de tigre a la escalera; me empuja hacia arriba; llegamos a la puerta. La cierra y echa la llave.
Ya los dos en el escenario, Villiers, corriendo, me dice:
—Estamos libres de ese lobo rabioso. Ahí queda encerrado el criminal más grande de todos los nacidos.
***
Por la noche, en el jardín del circo de Nimes, tomábamos cerveza Villiers y yo. Sobre nosotros un arco voltaico parpadeaba como el ojo de un bizco.
Villiers, paladeando la cerveza rubia, me dijo:
—Estoy disgustado por lo que ha ocurrido esta tarde. Ese Vladimir es un mal bicho.
—¿Cree usted que lo ocurrido puede tener consecuencias?
—Sí.
—¿Y por qué lo ha hecho usted?
—Porque había bebido bastante y tenía esa alegría que da el vino de España.
—Pero entre usted y Vladimir, ¿ha ocurrido algo anterior a lo que yo he presenciado?
—Sí. Vladimir me aborrece por la única razón de que yo conozco su vida.
—¿Tiene usted pruebas de que le aborrece?
Muchas. Yo soy luchador de greco-romana. De eso vivo. Pues bien. Vladimir ha pagado muchas veces secretamente a mis enemigos para que me inutilicen.
—Y él, ¿no es también luchador como usted?
—Sí.
—¿Y por qué no ha intentado ser él mismo quien lo hubiese a usted inutilizado?
—Hace un año luchando en el circo de París, pretendió partirme los dedos. Pude rehacerme a tiempo y le rompí el brazo derecho. Desde entonces se retiró de la lucha y vive de ser empresario del circo de Nimes y otros teatros y circos.
—Bien; pero eso ya pasó. El odio de aquella lucha quizá haya muerto.
Villiers se echó a reir.
—No conoce usted a Vladimir. Mire usted; él cree que a mí me gusta Fabiola, la domadora romana que se exhibe estas noches con un oso blanco obligándole a ejecutar maravillosos ejercicios. Pues sólo por esto trata al oso y a su dueña a patadas.
En el momento en que Villiers me decía esto, apareció Fabiola que, al ver al luchador, se dirigió sonriendo hacía nuestra mesa.
En aquel mismo instante apareció Vladimir también, a quien alguien había abierto la puerta del sótano.
Vladimir se encaminó a Velliers con mirada tenaz e intranquilizadora. Algo brillaba en su mano derecha.
Villiers, rapidísimamente, sacó su revólver y tendió el brazo.
Disparó tres veces. Vladimir cayó muerto sobre unas sillas.
Un revuelo espantoso.
Vladimir tenía dos balazos en el estómago y uno en la cabeza.
En la mano derecha conservaba agarrotado su revólver.
Detenido ya Villiers y entre los gendarmes, se volvió para decirme:
—Lo ve usted cómo ese hombre no me había perdonado. Si me descuido me apiola a traición. Pero todos los periódicos me llamarán mañana el asesino del circo de Nimes. |