Cuando Lorenzo Torreón llegó a su casa de vuelta del baile, aquel martes de Carnaval amanecía. La luz que en la calle tenía glaucas transparencias de acuario, en la vasta antesala que recibía su claridad del patio por amplia vidriera, tenía tonalidades lívidas que daban un aspecto siniestro a todas las cosas.
Al contemplarse en el espejo que ocupaba uno de los testeros, Lorenzo casi sintió miedo. Tenía realmente, así, el rostro muy pálido, ajado y verdeante por la noche de juerga, los ojos mortecinos en el fondo de las violáceas ojeras, los labios muy pálidos caldos en las comisuras, los cabellos ocultos por el negro casquete, y el cuerpo fofo, blando, desarticulado, bajo el blanco atavío de amante de la luna, el aspecto de uno de esos trágicos pierrots que ríen ante una botella de champagne sellados por el beso inexorable de la Pálida. Realmente, era inquietante su aspecto; bajo los amplios pliegues del traje de raso blanco, sus gestos eran a la vez rígidos y fofos como los de esas marionetas abandonadas en la embocadura de ios guignols. Un escalofrío de temor un poco pueril y otro poco supersticioso corrió como un hilo de mercurio por sus espaldas.
Para no verse volvió la espalda al azogado cristal y entonces sus ojos tropezaron con una carta colocada en la bandeja de plata que sobre la gran mesa Renacimlento del vestíbulo estaba destinada a ese uso. Cogióla, y con esa curiosidad pueril que nos hace estudiar una carta antes de abrirla, empezó a darle vueltas. El papel era recio, un poco amarillento y apergaminado y exhalaba un aroma raro, un sutil perfume a tierra mojada, a flores marchitadas por el calor de los cirios y tal vez un levísimo hedor a podredumbre. Intrigado rasgó el sobre y leyó:
"Si Lorenzo Torreón es el caballero enamorado de todas las aventuras extrañas, el galán de todas las tapadas, el tenorio clásico que ignora el miedo al misterio, sepa que mañana, martes de Carnaval, a las doce de la noche, en la calle de Santa Isabel, esquina a San Cosme, le esperará una máscara que desea fervientemente entrevistarse con él. Si el más ligero temor puede albergarse en su esforzado corazón y las aventuras pueden asustarle, quédese en casa al amor de la lumbre". Y nadie firmaba tan rara misiva en que había no sé qué arcaico empaque altisonante.
Lorenzo leyóla y releyóla y cada vez encontraba un detalle nuevo que le producía inexplicable malestar. La letra era firme, tan enérgica que al final de cada trazo formábase como un pequeño punto que daba a toda la misiva la apariencia de un macabro capricho en que se hubiesen dibujado todas las letras con minúsculas tibias; la linta parecía vieja y amarilleaba y el olor marchito hacíase cada vez más intenso. Al fin, impaciente Torreón, decidióse a llamar al criado.
—¡Manuel! ¡Manuel!
Soñoliento, atándose el delantal, hizo éste su aparición.
—Señor...
Lorenzo interrogó:
—¿Quién ha traído esta carta?
Con asombro, como si no entendiese bien, balbuceó:
—La carta... ¿Qué carta?
Lorenzo impacientóse, no se sabía si con la torpeza del criado o contra una oculta inquietud que germinaba misteriosamente en su espíritu:
— ¡Qué carta ha de ser! La que estaba en ía bandeja.
Decididamente el fámulo no comprendía. Abrió unos ojos tamaño como platos y afirmó rotundo:
—¡Si no había ninguna!
Exasperado Lorenzo apostrofóle:
—¡No sea usted animal! Si la acabo de coger de ahí ahora mismo.
—Pues, yo no la he puesto... Como no haya sido el portero.
—Llámele usted.
Mientras venía, Lorenzo paseaba nerviosamente. Si hubiese venido por el correo interior era más fácil que se les olvidase a aquellos bárbaros, pero en mano...
Entró el portero. Al abrirse la puerta de la escalera, una corriente glacial, impregnada de ese escalofriante olor a moho y a humedad que tienen los recintos largo tiempo cerrados, olor de mansión abandonada, de convento en ruinas y de sepultura, llegó hasta él y la gota helada de mercurio volvió a resbalar por su espalda.
El portero, medio dormido, tiritando de frío, presentóse a él. No sabía nada, ni había visto a nadie traer una carta para el señor.
—¡Si yo no tengo la llave del piso y Manuel no ha salido!
Ya solo con su criado y tras de leer una vez más la amorosa esquela, volvió a interrogarle:
—¿La calle de San Cosme, dónde está? Meditó el otro un momento, recapacitando sobre sus conocimientos topográficos y al fin, ya orientado, explicó:
—¿La calle de San Cosme?... En la calle de Santa Isabel, una de las últimas bocacalles a mano derecha, frente al Depósito de cadáveres.
Por tercera vez, Lorenzo Torreón sintió el estremecimiento de frío que ondulaba por sus espaldas.
Convencido de la inutilidad de sus indagaciones penetró en el despacho. La habitación tan íntima, grata y confortable de común, mostrábase ahora hostil, fría, extraña a él. No podía decir si era la luz del amanecer o el cansancio de sus ojos por la cegadora claridad del baile, pero los objetos lodos se destacaban duros, sin matices, ni ambiente, como si una colosal máquina pneumática hubiese hecho el vacio en derredor. Lorenzo nervioso, turbado, con un mal humor en que había una minúscula partida de miedo, dejóse caer en una de las hondas butacas de piel y con la carta en la mano, dejó vagar su pensamiento por todas las perplejidades.
¿Quién sería la incógnita? ¿Una enamorada discreta? ¿Un bromista? ¿Una encerrona con vistas al chantage?...
Poco a poco la imagen de tantas aventuras banales, encantadoras, risueñas o peligrosas, como habían llenado su vida, iban desfilando ante él. ¡Ah, las horas divinas de Venecia, los paseos en góndola a la luz de la luna con aquella casi irreal lliana de Is! Las horas románticas del Rhin con Gretchen Clum, la rubia cantante alemana! ¡Las canallescas aventuras de París y Londres y las locas juergas de Sevilla! Y todo el maravilloso cortejo de criaturas bellas, espirituales, frivolas o apasionadas que habían desfilado por su vida, desfilaban ahora por su memoria como una teoría de fantasmas. ¡Bah! Había tenido tantas, tantas aventuras en su vida que una aventura más no significaba nada. Y sin embargo, algo conturbador que era como un presentimiento o una advertencia de ese secreto instinto que nos avisa de un peligro, volvía sobre su valor con la monótona persistencia de una gota de agua que cae, cae lentamente, monótonamente, invariablemente, sobre una piedra hasta abrir un hoyo y acabar por perforarla. Entre tanta escena de amor precisamenle las dos o tres trágicas que eran como calvarios en el jardín de su vida, volvían a su memoria. Y veía el cadáver de Manola, la de Naranjeros, con una faca clavada en el corazón, y Floria Floriani en el lecho rodeada de rosas, muerta de una inyección de morfina, y Dorotea Carr flotando sobre las aguas del río como una Ofelia pecadora.
Con un esfuerzo, ahuyentó las sombras y resuelto, se puso en pie:
— ¡Bali, iría!
***
El reloj del convento, amarlilló en la noche doce campanadas, y Lorenzo que descendía por la calle de Santa Isabel, sintió frío, un frío atroz que le llegaba hasta la médula de los huesos y le hacía castañetear los dientes. La noche era glacial pero serena: en el cielo, muy azul, la luna se asomaba como una faz de muerto. En la amplia vía no transitaba nadie; arriba, pasado el palacio de Cervellón, veíase el farol de un sereno. Al primer momento y aunque sus ojos escrutaron desde lejos. Torreón no vió a nadie en la esquina de la calle de San Cosme y respiró salisfecho como si acabasen de quitarle un peso de encima. ¡Una broma! y en vez de sentir odio hacia el inoportuno bromista, un buen humor imprevisto hízole encontrar el lance muy chistoso. Iba ya a relroceder, cuando quedó clavado en tierra, petrificado, yerto. En la esquina removía una forma humana. El traje negro hacíala confundirse con las sombras, y los blancos atavíos vaporosos y flotantes, que bajo el negro manto se entreveían, hacíanla vaga como un rayo de luna. Rápidamente, Lorenzo dirigióse a ella, pero, cuando casi llegaba, la figura hízole un gesto, invitándole al silencio; otro, de vaga llamada, y echó andar por la calle de San Cosme adelante.
Lorenzo la siguió. Iba tan deprisa que algunas veces costaba gran trabajo no perderla de vista. Su paso era aéreo, ágil, graciosísimo, unas veces con la vaguedad de una columna de incienso que ondula en e! aire; otras, menos armoniosa, con leves saltos de pájaro. Era esbelta, muy delgada. Un corpiño inverosímil oprimía su talle y la falda abríase pomposa como la de la Tirana que pintó Zuloaga; otras veces, menos violenta y más elegante, con algo del diez y ocho francés. Debía ser muy rubia, porque al través del velo que envolvía su cabeza, el pelo amarilleaba dando la extraña sensación de un casco de marfil o un cráneo pelado.
La figura inquietadora, siempre con rapidez inverosímil, cruzó callejones, desembocó en la Ronda de Atocha, cruzóla rápidamente, y después de atravesar el Paseo de las Delicias, metióse campo atraviesa por unos vericuetos. Ya allí, se detuvo y con un gesto de su mano aristocrática, delgadísima y alargada, como sólo se ve en algunos cuadros de los Primitivos o en algunos fúnebres caprichos de Goya o de Durero, llamóle a ella.
Jadeante por la rápida marcha, Lorenzo, aproximóse a su misteriosa enamorada y ella tendióle la enguantada diestra. La apariencia no le había engañado. Bajo el guante de Suecia sintióla atrozmente delgada, fría hasta helar la mano que la estrechaba, y llena de sortijas.
El muchacho hizo un esfuerzo, tratando de ver el rostro al través del velo, pero aunque éste parecía leve, la cabeza envolvíase en una neblina vaga que esfumaba los contornos por completo.
Comenzó él a hablar a la desconocida con vehementes razones de pasión, a trenzar en su oído la perpetua letanía de amorosas frases y a tratar de hacerla romper su incógnito, pero ella nuevamente esquivó el mismo gesto vago de discreción y cogiéndole del brazo echó a andar campo atraviesa.
iAh, la atroz delgadez de aquel brazo que le hacía daño al través del traje, como unas tenazas de hierro, y le helaba hasta la médula de los huesos! ¡Ah, el vago y misterioso encanto de aquella mujer, que tenía irrealidades de fantasma! ¡Ah, el acre y misterioso aroma de campo santo que la misteriosa hembra exhalaba!
La noche tenía una claridad maravillosa. Bajo la luz espectral de la luna, el campo tendíase blanco e igual como si estuviese cubierto de un sudario de nieve, y al fondo alzábanse como en un aguafuerte de Boeklin, unas tapias medio derruidas sobre las que se erguían negros cipreses.
La desconocida caminaba rápidamente, sin pronunciar una palabra, y Lorenzo mismo sentía trabada su lengua por una misteriosa fuerza que le robaba el habla. Realmente, sentía miedo, un miedo sordo y escalofriante, que por momentos le dominaba, ahuyentando su fanfarronería y su seguridad en sí mismo. Hubiera querido detenerse pero ya no podía; la desconocida, con una fuerza absurda, imposible en una mujer tan flaca y leve, le arrastraba mal de su agrado, al través de los campos desiertos. Un frío mortal enseñoreábase de su cuerpo y las ideas se le hacían más confusas.
Al fin, en el paroxismo del terror, encontró fuerzas para preguntar:
— ¿Dónde vamos?
No respondió ella y siguió arrastrándole. Entonces, trató de detenerse:
— ¡Yo no sigo!
Pero todo inútil. La sombra aquella, mujer o demonio, muerta o viviente, podía más que él, más que sus músculos distendidos, más que su voluntad rota.
Entonces, Lorenzo Torreón, recordó un puñalito, que a prevención llevaba en el bolsillo, y con la mano libre buscóle. Lo halló. ¡Allí estaba! Y sus dedos temblorosos acariciaron el puño.
Pero ¿y si era un fantasma? ¿De qué le servía el puñal? Trató de rezar y hallóse con que todas las oraciones, como por arte de embrujamiento, se le habían olvidado. Aún imploró:
— ¡Déjame! ¡Déjame! ¡Me haces daño!
Y como ella sin hacerle caso siguiera arrastrándole, enloquecido, ciego de pánico, sacó el cuchillito y asestóla una puñalada. La acerada lámina chocó contra un hueso y el fantasma desplomóse a tierra.
Entonces, sin pararse a mirar, sintiéndose al fin libre del raro sortilegio, Lorenzo echó a correr, y así, jadeante, medio muerto de miedo y de cansancio no paró hasta su casa. Tan intensa fue la emoción que había sentido y cuyo recuerdo no podría fácilmente apartar de su imaginación.
***
Sentado en el palco contemplaba distraídamente la sala llena de máscaras que se movían a los lentos acordes de los valses y tangos. Estaba solo, acodado al barandal. Sus amigos habían bajado lodos en busca de fáciles conquistas; pero é!, sin humor, preocupado, triste, pensaba involuntariamente en su aventura de la víspera.
¿Sueño? ¿Realidad? ¿Imágenes de una terrible pesadilla, o hechos reales?
Había dormido todo el día sin pensar en nada ni acordarse de nada. Al despertarse a las seis de la larde, había sentido el pánico de la soledad y se había ido en busca de Perico Fuensanta y de otros amigos y con ellos, para olvidar aquello que no sabía si era realidad o alucinación, al baile de trajes, que prometía los más gratos y risueños atractivos.
De improviso, unas palabras oidas en el palco contiguo despertaron su atención. Oíanse dos voces de hombre. Una decía:
—Poe, Hoffmman, Baudelaire, Lorraine ... ¿Alucinados? No lo crea usted. En la vida real se dan casos tan inexplicables como los que ellos nos cuentan...
Y la otra:
—¡Hombre, me parece una exageración! Eso no es más que literatura... Tal vez en las casas de locos...
Su interlocutor le interrumpió con vehemencia:
—¿En las casas de locos?... Y en la vida. Ahí tiene usted lo que ha sucedido ayer, aquí en Madrid, a dos pasos de nosotros. Ya ve usted que cosa más rara... ¡El cuerpo de una mujer que dejan en el Depósito de Cadáveres y que con las sortijas puestas para que pueda ser reconocida, y que aparece con una puñalada en el pecho sin que nadie haya entrado allí!
Publicado en “La esfera", Año II. Núm. 60, Madrid, 1915 |