Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

E.T.A. Hoffmann

"El maestro Martín y sus mancebos"

Capítulo 3

Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia

 
 

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

El maestro Martín y sus mancebos

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III

Centelleaba el vino de Hochheim en las cinceladas copas, desatando la lengua y dilatando el corazón de los tres ancianos. De cuando en cuando el viejo señor Spangenberg, que a pesar de lo avanzado de su edad, conservaba todavía la viveza y la frescura de la juventud, refería donosos episodios de sus verdes años, haciendo las delicias del maestro tonelero, cuyo abultado abdomen se agitaba alegremente, mientras a cada carcajada se lo llenaban de lágrimas los ojos. En cuanto a Paumgartner, olvidaba más de lo acostumbrado su gravedad de consejero, deleitándose en saborear el buen vinillo y los dichos graciosos del noble señor.

Pero cuando al reaparecer la hija del tonelero, llevando en el brazo un lindo cesto, del que sacó unos manteles blancos como la nieve, cuando iba y venía, ligera como un pájaro, depositando en la mesa sazonados platos y suplicando lo mismo a los huéspedes que a su padre la dispensaran por lo parco de una cena preparada precipitadamente, cesaron las risas y la alegre conversación. Spangenberg y el consejero seguían con ávida mirada a la encantadora joven, y hasta el maestro repantigado en su sillón, con las manos cruzadas, la observaba satisfecho.

Iba Rosa a retirarse, pero el viejo Spangenberg, con la presteza de un mozo, se levantó, cogió la mano de la doncella, y le dijo con lágrimas en los ojos:—¡Dulce, bello, adorable serafín! ¡joven encantadora!... y aplicándole dos, o tres besos en la frente, volvió a su lugar, absorto y pensativo.

Al cabo de un rato propuso brindar a la salud de Rosa.

—Lo merece,—dijo el caballero,—pues en verdad, maestro, que al daros el cielo a esta muchacha, os dotó de un tesoro que nunca apreciaréis lo bastante. De fijo que os valdrá algún día altos honores, pues quién, sea cual fuese su rango, ¿no se tendrá por feliz, en ser vuestro yerno?

—Ya estáis viendo,—dijo Paumgartner,—que el noble señor de Spangenberg, abunda en mis propios pensamientos.

—Sí: pues desde ahora veo ya a la hermosísima Rosa unida con un noble, con luengas sartas de perlas entrelazadas con sus doradas trenzas.

—Pero, mis buenos señores,—dijo maestro Martín con descontento,—por qué habéis de hablar de una cosa, de la cual estoy muy lejos de ocuparme? Mi adorada Rosa acaba de cumplir los diez y ocho años, y a esta edad, una joven como ella no debe pensar todavía en matrimonio. Lo que será después tan sólo Dios lo sabe; pero en todos casos lo que puedo deciros es que nadie ni noble, ni de otra clase poseerá la mano de mi hija, sin que yo antes le tenga y reconozca por hábil y laborioso tonelero, mediante siempre que sea del gusto de Rosa, pues en este punto estoy dispuesto a no violentarla.

Al oir estas palabras Spangenberg y Paumgartner, se miraron con sorpresa, y después de un rato de silencio, el consejero díjole al maestro;—De modo, que vuestra hija no puede escoger por esposo a nadie que no sea del oficio...

—Que Dios la preserve de ello,—contestó el maestro.

—Pero,—dijo el caballero,—si un hábil maestro de cualquier otro oficio honroso, un joyero por ejemplo, o algún artista distinguido, os pidiera su mano, después de merecer su afecto, en este caso ¿qué haríais?

—Amigo mío, le diría,—repuso el maestro, echando la cabeza atrás,—como a buen oficial que os supongo, dejadme ver el tonel de doble cabida que habéis hecho como obra maestra... Y si no pudiera satisfacer tal exigencia, le abriría la puerta amistosamente, y con mucho cumplimiento le mandaría con la música a otra parte.

—No obstante,—replicó Spangenberg,—si esto joven oficial os contestara:—No puedo, en verdad, presentaros tal trabajo, pero llegaos hasta la plaza y echad un vistazo sobre aquella casa que lanza al aire sus torres altas y atrevidas: aquella es mi obra de maestro...

—Vaya, señor mío,—exclamó Martín con impaciencia, interrumpiendo a su interlocutor,—que es completamente inútil la pena que os dais para hacerme cambiar de ideas. Quiero que mi yerno sea de mi profesión, que es la más bella del mundo, pues no debéis figuraros que baste para ser buen tonelero saber colocar a martillazos los aros en las duelas; es menester, además, inteligencia para cuidar y conservar el noble vino, ese don precioso que nos dispensó el cielo, para fortalecernos y vivificarnos; y aún sin movernos de la construcción, ¿no es acaso necesario que sepamos medir y calcular escrupulosamente? Las proporciones de nuestros toneles exigen, pues, de nosotros sólidos conocimientos aritméticos y geométricos. ¡No adivinaríais el alborozo de mi corazón, al colocar un bello tonel sobre los caballetes, para darle la última mano, cuando los mancebos dejan caer cadenciosamente sus mazos sobre los aros!... ¡Clip! ¡Clap! ¡Clip! ¡Clap! ¡Es una música deliciosa! ¡Con qué orgullo contemplo entonces mi edificio completamente acabado, y empuño la gubia, para marcarlo con el honrado sello de la casa! ¿Y hablaréis todavía de los arquitectos? Convengo en que un buen edificio es una obra soberbia; pero yo arquitecto, si se me ocurriera pasar un día por delante de mi obra, y viera a un pícaro holgazán, que la hubiese comprado, echándome desde el balcón una mirada de desprecio, me sentiría avergonzado hasta el fondo del alma, y ganas me vendrían de demoler mi propia obra. En mis construcciones nada de esto puede sucederme, pues sirven para albergar la más noble esencia de la tierra, ¡el vino generoso! ¡Loado sea, pues, mi oficio!

—Vuestro panegírico,—repuso Spangenberg—está perfectamente concebido, y la estima que en él habéis demostrado por vuestro oficio, os honra; pero no por eso me doy por vencido. Permitidme que vuelva a mi primitiva idea y que os pregunte: ¿Qué haríais, si aquí, ahora mismo, se os presentara un patricio a pedir la, mano de vuestra hija? Pues ya sabéis que en la vida se ofrecen ciertos momentos decisivos en que las cosas toman un giro distinto de lo que uno se ha propuesto.

—Pues bien,—exclamó maestro Martín con alguna violencia,—en este caso lo único que podría hacer, sería saludarle con finura y decirle:—Señor mío, si fueseis un buen tonelero... Pero como no lo sois...

—Oíd, oíd,—interrumpió Spangenberg:—suponed que un día un joven y apuesto gentilhombre, montado en un magnífico caballo y seguido de una brillante servidumbre, se detiene ante vuestra casa y os pide la mano de la niña...

—Pues entonces,—gritó maestro Martín, montando en violencia,—correría a cerrar la puerta con llave y cerrojo, y le diría desde el balcón;—Seguid adelante, noble doncel; que no florecen por vos rosas como la que yo guardo: ya sé que os gusta mi bodega, que mis escudos os sonríen, y que los tomaríais de buen grado y a mi hija con ellos, como a regalo del trato... Pero, creedme, ¡seguid adelante!

Al llegar aquí levantóse el viejo Spangenberg, encendidas las mejillas por el rubor, apoyó las manos en la mesa, bajó los ojos y dijo después de una pausa:—¡Vaya la última pregunta, maestro Martín! ¿Si ese joven fuese mi hijo y si yo me parase con él a los umbrales de esta casa, cerraríais también las puertas? ¿creeríais asimismo que veníamos sólo por vuestra bodega y vuestros escudos?

—Líbreme Dios de imaginarlo siquiera, noble caballero,—repuso el maestro:—os las abriría de par en par, pondría a vuestra disposición y a la de vuestro señor hijo todo cuanto contiene mi morada; pero por lo tocante Rosa, os diría:—Pluguiera al cielo que fuese vuestro noble hijo un excelente tonelero, que nadie nos convendría como él... Pero vaya, mi buen señor, ¿a qué acosarme con tan extrañas preguntas? Ved aquí olvidados nuestros alegres dichos y las copas sin vaciar. ¡Ea! quede un lado Rosa y su matrimonio, y brindemos a la salud de vuestro hijo, que es, según me han dicho, un apuesto y cumplido caballero.

El maestro Martín tomó la copa, y Paumgartner siguió su ejemplo, exclamando:—Demos tregua a toda vana discusión: ¡A la salud del joven caballero!

Spangenberg después de apurar la copa, dijo con forzada sonrisa:—Tened en cuenta que todo ello ha sido una chanza de mi parte, pues mi hijo no se ha vuelto loco todavía, para que, olvidando su rango, venga a pediros la mano de la vuestra, cuando puede enlazarse con las más nobles familias y escoger la que más le guste. Con todo, maestro Martín, creo que habríais podido contestarme de un modo más amistoso.

—Es que, mi buen señor, no habría sabido hacerlo de otro modo, si todo cuanto habéis dicho de chanza, lo hubieseis dicho de veras: perdonad mí orgullo, pues como os consta perfectamente, soy el más diestro tonelero que exista en el país; y nadie entiende como yo en la conservación del vino. Ya sabéis que nunca me he separado de las excelentes ordenanzas del difunto emperador Maximiliano, que en gloria esté, que me horroriza toda superchería, y que hasta en los toneles de doble cabida no quemo nunca más que la cantidad de azufre indispensable para su conservación; y de todo ello, buenos señores, responda ese vino.

Spangenber aparentó recobrar su primitiva jovialidad, y el consejero cuidóse de dar otro giro a la conversación; pero tal como sucede, cuando se han aflojado las cuerdas de un instrumento, que resisten al vano esfuerzo del artista, cuando pretende arrancar de ellas los armoniosos acordes que obtuvo en un principio, asimismo los tres ancianos se esforzaban inútilmente en dar agradable sesgo a su conversación. Pronto Spangenberg llamó sus criados y dejó con aire apesarado la casa del maestro Martín, en la que había entrado tan alegre.

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