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Hermann Hesse

"Siddharta"

Cap. 4: Despertar

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Siddharta

Despertar

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Cuando Siddharta abandonó el bosque, dejó al buda, el perfecto, y también a Govinda; sintió que en ese bosque se quedaba asimismo su vida actual, que se separaba de él. Caminando despacio, pensó en este sentimiento que le llenaba por completo. Razonó hondamente, se dejó deslizar como a través de unas aguas profundas, dejóse caer hasta el fondo de ese sentimiento, hasta allí donde se encuentran las causas. Creía que comprender las causas era precisamente pensar, y que sólo a través de la razón, los sentimientos pueden convertirse en comprensión, es decir, que no se pierden, sino que se transforman en sustancias y empiezan a derramar su contenido.

Mientras caminaba lentamente, Siddharta meditó. Se dio cuenta de que ya no era un joven, sino que se había convertido en hombre. Sentía que algo le había abandonado, como la vieja piel desampara a la serpiente; comprendió que algo ya no existía en él, algo que siempre le había acompañado y que había sido parte interesante de su ser durante toda su juventud: el deseo de tener profesores y de recibir enseñanzas. Incluso había abandonado al buda, el último profesor que se cruzara en su camino; también él, el más grande y más sabio de los profesores, el más sagrado se vio obligado a separarse de él, no había podido aceptar su doctrina.

Pensativo, Siddharta retrasó todavía más su paso, mientras se preguntaba a sí mismo:

«¿Qué has querido aprender de las doctrinas y de los profesores? ¿Qué es lo que ellos no han podido enseñarte, a pesar de lo mucho que te han ilustrado?»

Y se contestó:

«Era el yo, cuyo sentido y carácter quería aprender. Era el yo, del cual me quería librar, al que quería superar. Pero no lo conseguí, tan sólo podía engañarlo, únicamente podía huir de él, esconderme. ¡Ciertamente, ninguna cosa del mundo me ha obsesionado tanto como este mi yo, este enigma de vivir: que soy un individuo separado y aislado de todos los demás, que soy Siddharta! ¡Y de ninguna otra cosa del mundo sé tan poco como de mí, de Siddharta!»

El pensador, que caminaba lentamente, se detuvo dominado por esta idea; y de pronto, saltó de este pensamiento a otro, uno nuevo que decía:

«Unicamente hay una causa, una sola causa que explique por qué yo no sé nada de mí, que Siddharta me sea tan extraño y desconocido: ¡Yo tenía miedo de mí mismo, huía de mí mismo! Buscaba el atman a Brahma; estaba dispuesto a despedazar y a descamar mi yo para encontrar en su interior el núcleo de todo, el atman, la vida, lo divino, lo último. Pero me he perdido a mí mismo.»

Siddharta abrió los ojos y miró a su alrededor; una sonrisa iluminó su rostro y recorrió todo su cuerpo, hasta la yema de los dedos: era el profundo sentimiento del despertar, después de largos sueños. De repente se encontró andando otra vez, con paso rápido, como el de un hombre que sabe lo que tiene que hacer.

«¡Oh! -pensó respirando profundamente-. ¡Ahora ya no permitiré que se escape Siddharta! Ya no quiero empezar mis reflexiones y mi vida con el atman y con la pena del mundo. Ya no deseo matarme ni despedazarme para hallar un misterio detrás de las ruinas. Ya no me enseñará el yogaveda, ni el atharva-veda, ni los ascetas, ni cualquier otra doctrina. Quiero aprender de mí mismo, deseo ser mi discípulo, conocerme, adentrarme en el misterio de Siddharta.»

Miraba a su alrededor, como si viese al mundo por primera vez. ¡Era hermoso el mundo, y de variados colores! El mundo se le presentaba curioso y enigmático. Aquí azul, allí amarillo, allá verde, el cielo y el río corrían, el bosque y el monte mezclaban su belleza, misteriosa y mágica, y allí, en medio, Siddharta, que se despertaba, que se ponía en camino hacia sí mismo. A través del ojo de Siddharta entró por primera vez todo eso, el amarillo y el azul, el río y el bosque, ya no era la magia de Mara, ni el velo de Maja; ya no era la multiplicidad inútil y casual del mundo visible y despreciable para el brahmán profundo, que desprecia lo múltiple y busca la unidad. Azul, era azul, río era río, aunque dentro del azul y del río y de Siddharta vivía escondido lo único y lo divino; precisamente, pues, el carácter y la esencia de lo divino era el ser aquí amarillo, allí azul, allá cielo, acullá bosque y aquí Siddharta. El sentido y el carácter no estaban detrás de las cosas, estaban dentro de ellos, dentro de todo.

«¡Qué sordo y torpe he sido! -meditó a paso ligero-. Si alguien lee un escrito para buscarle un sentido, no desprecia los signos y las letras, ni los llama engaño, casualidad o cáscara inútil; al contrario, los lee, los estudia, los ama letra por letra. Sin embargo, yo quería leer el libro del mundo y el de mi propio carácter; sin embargo, he despreciado los signos y las letras en favor de un sentido imaginado ya de antemano; llamaba al mundo visible un engaño, consideraba mi ojo y mi lengua como apariencias casuales y sin valor. No, esto ha pasado ya: ahora me he despertado, realmente he conseguido desvelarme; y hoy, por fin, he nacido.»

Mientras Siddharta reflexionaba así, de nuevo se detuvo, ahora de repente, como si se le hubiera cruzado una serpiente en el camino.

Y es que de improviso había comprendido también lo siguiente: él, realmente, era como una persona que se despierta o como un recién nacido, tenía que comenzar de nuevo su vida desde un principio. Aquella misma mañana, al abandonar el bosque de Jatavana, el de aquel majestuoso, y empezar a despertarse, a caminar hacia sí mismo, le había parecido natural su intención de regresar a su tierra y a su casa paterna, después de los años de ascetismo. Pero ahora, en este momento, cuando se detuvo como si se le hubiera cruzado una serpiente en el camino, también se despertaron sus sospechas.

«Ya no soy el que fui -se dijo-; ya no soy asceta, ni sacerdote, ni brahmán. ¿Qué haría en casa de mi padre? ¿Estudiar? ¿Sacrificar? ¿Ejercer el arte de reflexionar? Todo ello ya es pasado, ya no se halla en mi camino.»

Siddharta estaba inmóvil y, por un momento, su corazón sintió frío; cuando se dio cuenta de lo solo que se hallaba, sintió en su pecho un escalofrío, como si se tratara de un animal pequeño, un pájaro o una liebre. Durante años no había tenido casa, y no la había necesitado. Ahora si. Siempre, incluso en la máxima entrega, había sido el hijo de su padre, había sido brahmán, de elevada casta, un sacerdote. Ahora, únicamente era Siddharta, el que se había despertado: nada más. Respiró profundamente y, por un momento, al sentir frío, se estremeció. Nadie estaba tan solo como él. No existía el noble que no perteneciese a la nobleza, ni el artesano que no formara parte del gremio de los artesanos y que no encontrara refugio entre ellos, que no participase en su vida y hablase su idioma. Todos los brahmanes se hallaban entre los brahmanes y vivían con ellos; el asceta, que no encuentra refugio en la clase de los samanas, e incluso el ermitaño perdido en el bosque, no era un solitario: también a éste le rodeaba su pertenencia, también compartía con una casta, que era el suelo patrio. Govinda se había convertido en monje, y mil monjes eran sus hermanos, llevaban su mismo vestido, tenían su misma fe, hablaban su idioma. ¿Pero él, Siddharta, a qué pertenecía? ¿La vida de quién compartiría? ¿Qué idioma hablaría?

A partir de este momento surgió un Siddharta con un yo más profundo, más concentrado; y fue precisamente en el instante en que el mundo de su alrededor se fundía, cuando se encontró solo como una estrella en el firmamento, al experimentar frío y desaliento. Siddharta percibía; había sido el último estremecimiento del despertar, la última contracción del parto. Y de pronto, volvió a caminar, echó a andar rápidamente, con impaciencia; ya no se dirigía a su casa, ni iba hacia su padre, ni marchaba hacia atrás.

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