Cap. 2: Con los samanas
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Siddharta Con los samanas |
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El mismo día, por la noche, alcanzaron a los ascetas, los enjutos samanas, y les ofrecieron su compañía y obediencia. Fueron aceptados. Siddharta regaló su túnica a un pobre de la carretera. Desde entonces, sólo vistió el taparrabos y la descosida capa de color tierra. Comió solamente una vez al día y jamás alimentos cocinados. Ayunó durante quince días. Ayunó durante veintiocho días. La carne desapareció de sus muslos y mejillas. Ardientes sueños oscilaban en sus ojos dilatados; en sus dedos huesudos crecían largas uñas, y del mentón le nacía una barba reseca y despeinada. La mirada se le tornaba fría cuando una mujer cruzaba por su camino; la boca expresaba desprecio, cuando atravesaba la ciudad con personas vestidas elegantemente. Vio negociar a los comerciantes, y cazar a los príncipes; presenció el llanto de los familiares de un difunto; advirtió cómo las prostitutas se ofrecían, cómo los médicos se preocupaban de los enfermos, cómo los sacerdotes determinaban el día de la siembra, se percató de que los amantes se querían, de que las madres daban el pecho a sus hijos. Y todo ello no era digno de la mirada de sus ojos, todo mentía, todo apestaba; olía todo a hipocresía, todo aparentaba tener sentido y felicidad y belleza, mas, sin embargo, todo era ignorancia y putrefacción. Siddharta tenía un fin, una meta única: deseaba quedarse vacío, sin sed, sin deseos, sin sueños, sin alegría ni penas. Deseaba morirse para alejarse de sí mismo, para no ser yo, para encontrar la tranquilidad en el corazón vacío, para permanecer abierto al milagro a través de los pensamientos despersonalizados: ése era su objetivo. Cuando todo el yo se encontrase vencido y muerto, cuando se callasen todos los vicios y todos los impulsos en su corazón, entonces tendría que despertar lo último, lo más íntimo del ser, lo que ya no es el yo, sino el gran secreto. Siddharta permanecía en silencio bajo el calor vertical del sol ardiente de dolor, de sed; y se quedaba así hasta que ya no sentía dolor ni sed. Se hallaba en silencio durante la estación lluviosa; el agua corría desde su cabello hasta sus hombros que sentían el frío hasta sus caderas y hasta sus piernas heladas, y el penitente continuaba así hasta que los hombros y las piernas ya no sentían frío, hasta que se acallaban Se mantenía sentado en silencio sobre el bardal, hasta que le goteaba sangre de la piel caliente, y después de las úlceras. Y Siddharta continuaba erguido, inmóvil, hasta que ya no le goteaba la sangre, hasta que nada le punzaba, hasta que nada le quemaba. Siddharta estaba sentado con rigidez y trataba de ahorrar aliento de vivir con poco aire, de detener la respiración. Aprendía a tranquilizar el latido de su corazón con el aliento, aprendía a disminuir los latidos de su corazón hasta que eran mínimos, casi nulos. Instruido por el más anciano samana, Siddharta se entrenaba en la despersonalización, en el arte de ensimismarse según las nuevas reglas de los samanas. Una garza voló sobre el bosque de bambú y Siddharta absorbió a la garza en su alma; voló con ella sobre el bosque y las montañas; era garza, comía peces, sufría el hambre de la garza, hablaba el idioma de la garza, sentía la muerte de la garza. Un chacal muerto se hallaba en la orilla arenosa, y Siddharta entraba en el cadáver: era chacal muerto, yacía en la playa, se hinchaba, apestaba, se descomponía; sintióse descuartizado por las hienas, decapitado por los cuervos; se tornó esqueleto, y polvo, y el vendaval se lo llevó. El alma de Siddharta regresó; había muerto, se había convertido en polvo..., había probado la triste borrachera del ciclo. Ahora aguardaba con una sed nueva, como un cazador, el hueco donde podría escapar del ciclo, donde empezaría el fin de las causas y de la eternidad, del dolor. Mataba sus sentidos, destrozaba su memoria, salía de su yo y entraba en mil configuraciones extrañas: era animal, carroña, piedra, madera, agua. Y cada vez se encontraba así mismo al despertar; brillaba el sol o la luna, de nuevo era él, se movía en el ciclo, sentía sed, vencía la sed, y volvía a tener sed. Siddharta estudió mucho con los samanas. Aprendió a andar por diversos caminos para alejarse del yo. Anduvo por el camino de la despersonalización a través del dolor, a través del sufrimiento voluntario y del vencimiento del dolor, del hambre, de la sed, del cansancio. Caminó por la despersonalización a través del pensamiento, de vaciar la mente de toda imaginación. Se enteró de estos y otros métodos, mil veces abandonó su yo; durante horas y días permanecía en el no-yo. Pero aunque los caminos se alejaban del yo, su final conducía siempre de nuevo hacia el yo. Aunque Siddharta huyó mil veces del yo, permanecía en el vacío, en el animal, en la piedra, no podía evitar el regreso, como era imposible escapar de la hora en que vuelve uno a encontrarse bajo el brillo del sol o de la luz de la luna, en la sombra o en la lluvia. Y de nuevo era el yo y Siddharta, y sentía otra vez la tortura del ciclo impuesto. A su lado vivía Govinda, su sombra; iba por los mismos caminos, se sometía a los mismos ejercicios. Pocas veces hablaban juntos de otra cosa que no fuera lo que exigía el servicio y los ejercicios. A veces los dos paseaban por los pueblos para pedir alimentos para ellos y sus profesores. -¿Qué piensas, Govinda? -inquirió Siddharta en ocasión de una de estas salidas-. ¿Crees que hemos adelantado? ¿Hemos logrado algún fin? Govinda contestó: -Hemos aprendido y seguiremos aprendiendo. Tú serás un gran samana, Siddharta. Has aprendido rápidamente todos los ejercicios, y a menudo has dejado admirados a los viejos samanas. Algún día serás un santo, Siddharta. Y Siddharta replicó: -No soy de la misma opinión, amigo. Lo que hasta el día de hoy he aprendido de los samanas, Govinda, lo hubiera podido aprender más rápidamente y con mayor sencillez en otro lugar. Se puede aprender en cualquier taberna de un barrio de prostitutas, amigo mío, entre arrieros y jugadores. Govinda exclamo: -Siddharta, ¿quieres burlarte de mí? ¿Cómo hubieras podido aprender el arte de abstraerte, de contener la respiración, de insensibilizarte contra el hambre y el dolor allí, entre aquellos miserables? Y Siddharta dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo: -¿Qué significa el arte de ensimismarse? ¿Qué es el abandono del cuerpo? ¿Qué representa el ayuno? ¿Qué se pretende al detener la respiración? Se trata sólo de huir del yo. Es un breve escaparse del dolor de ser yo, una breve narcosis contra el dolor y lo absurdo de la vida. La misma huída, la misma breve narcosis encuentra el arriero en el albergue cuando bebe algunas copas de aguardiente de arroz o de leche de coco fermentada. Entonces ya no siente su yo, ya no experimenta los dolores de la vida; en aquel momento ha encontrado una breve narcosis. Dormido sobre su copa de aguardiente de arroz alcanza lo mismo que Siddharta y Govinda después de largos ejercicios: escapar de su cuerpo y permanecer en el no-yo. Así sucede, Govinda. Govinda repuso: -Así hablas, amigo, y sin embargo sabes que Siddharta no es ningún arriero y que un samana no es un borracho. Verdad es que el borracho encuentra su narcosis, alcanza una breve huida y un descanso, pero regresa de la vana ilusión y se halla igual; no se ha hecho más sabio, no ha ganado conocimientos. Siddharta declaró sonriente: -No lo sé, nunca he estado borracho. Pero sí sé que yo, Siddharta, en mis ejercicios y en el arte de ensimismarme sólo encuentro una breve narcosis, y me hallo tan alejado de la sabiduría y de la redención como cuando de niño, en el vientre de mi madre. Govinda, esto puedo afirmarlo. Y en otra ocasión, cuando abandonó el bosque Siddharta con Govinda a fin de pedir alimentos en el pueblo para sus hermanos y profesores, empezó a hablar de nuevo. -Govinda -dijo-, ¿cómo podemos saber si vamos por el buen camino? ¿Nos acercamos a la ciencia? ¿Aceleramos nuestra redención? O, ¿acaso andamos en círculo, nosotros, los que pretendemos evadirnos del ciclo? Govinda alegó: -Hemos aprendido mucho, Siddharta, y mucho queda por aprender. No damos vueltas, vamos hacia arriba; las vueltas son en espiral y ya hemos subido muchos peldaños. Siddharta preguntó: -¿Cuántos años crees que tiene el más anciano de los samanas, nuestro venerable profesor? Dijo Govinda: -Quizá tenga unos sesenta. Y Siddharta: -Tiene sesenta años y no ha llegado al nirvana. Tendrá setenta, y ochenta años, como tú y yo los tendremos, y seguiremos con los ejercicios y ayunaremos, y meditaremos. Pero nunca llegaremos al nirvana. Ni él, ni nosotros. Govinda, creo que seguramente ni uno de todos los samanas llegará al nirvana. Ni uno. Encontramos consuelo, alcanzamos la narcosis, aprendemos artes para engañarnos. Pero lo esencial, el camino de los caminos, ése no lo hallaremos. Insinuó Govinda: -Desearía que no pronunciaras palabras tan horribles, Siddharta. ¿Por qué ninguno encontrará el camino de los caminos de entre tantos sabios, tantos brahmanes, tantos rígidos samanas venerables, tantos hombres que buscan, tantos dedicados a profundizar, tantos hombres sagrados? Sin embargo, Siddharta contestó en voz baja, en tono triste e irónico a la vez: -Govinda, tu amigo abandonará pronto la senda de los samanas, por la que tanto tiempo ha caminado contigo. Sufrí sed, Govinda, y durante este largo trayecto con los samanas mi sed nada ha disminuido. Siempre me hallé sediento de ciencia y lleno de preguntas. He interrogado a los brahmanes año tras año, he indagado entre los sagrados Vedas año tras año. Quizá, Govinda, si hubiera preguntado al cálao o al chimpancé me habrían instruido tan bien, tan útilmente, con tanta inteligencia. Govinda, ¡he necesitado tiempo para aprender, y aún no he conseguido entender que no se puede aprender nada! Creo que realmente no existe eso que nosotros llamamos «aprender». Sólo existe, amigo mío, un saber que está en todas partes, es decir, el atman. Este se halla en mí y en tí, y en cada ser. Y empiezo a creer que este saber no tiene peor enemigo que el querer saber, que el desear aprender. Entonces Govinda se detuvo en el camino, levantó las manos y exclamó: -¡Siddharta, desearía que no intranquilizaras a tu amigo con semejantes palabras! Tus teorías despiertan verdadero temor en mi corazón. Y piensa únicamente: ¿Qué sería de la santidad, de las oraciones, de la venerable clase de los brahmanes, de la religiosidad de los samanas, si sucediera como tú dices, si no existiese el aprender? ¿Qué sería, Siddharta, de todo lo que es sagrado, valioso y venerable en este mundo? Y Govinda murmuró unos versos de un Upanishanda: Al que medite con la mente purificada y Pero Siddharta permanecía callado. Pensaba en las palabras que Govinda le había dicho, y las meditó en lo más recóndito de su significado. Sí, pensó Siddharta con la cabeza inclinada. ¿Qué quedaría de todo lo que parece sagrado? ¿Qué quedaría? ¿Qué respondería a las esperanzas? Y sacudió la cabeza. Una vez, cuando los jóvenes hacía ya aproximadamente tres años que vivían con los samanas y habían participado en todos sus ejercicios, les llegó de lejos una noticia, un rumor, una leyenda: había surgido un hombre, llamado Gotama, el majestuoso, el buda, que en su persona había superado el dolor del mundo y había parado la rueda de las reencarnaciones. Enseñando, rodeado de discípulos, recorría el país sin propiedades, sin casa, sin mujer, tan sólo con el ropaje amarillo del asceta, pero con la frente alegre, como un bienaventurado, y los brahmanes y los príncipes se inclinaban ante él y se convertían en sus discípulos. Esta leyenda, este rumor, este cuento sonó en el aire, perfumó la atmósfera aquí y allá. Los brahmanes hablaban de ello en las ciudades, los samanas en el bosque; siempre se repetía el nombre de Gotama, el buda, a los oídos de los jóvenes, para bien y para mal, en alabanzas e improperios. Como cuando una nación sufre la peste y se dice que allí o allá hay un hombre, un sabio, un experto cuya palabra y aliento es suficiente para curar a todos los enfermos, y esta noticia recorre el país y todos hablan de ella, unos la creen, otros dudan, pero muchos se ponen rápidamente en camino para buscar al sabio, al salvador; así también con aquel rumor perfumado de Gotama, el buda, el sabio de la tribu de los Sakias. Los creyentes decían que Gotama poseía la máxima ciencia, se acordaba de sus vidas pasadas, había alcanzado el nirvana y jamás volvería al ciclo, jamás se hundiría de nuevo en la turbia corriente de las configuraciones. Se decía de él muchas cosas maravillosas e increíbles, había hecho milagros, había superado al demonio, había hablado con los dioses. Pero sus enemigos y los incrédulos afirmaban que este Gotama era un vano seductor, que pasaba sus días, holgadamente, despreciaba los sacrificios, no era sabio y desconocía los ejercicios y la mortificación. La leyenda del buda era dulce, los informes llevaban el perfume del encanto. Ciertamente el mundo se hallaba enfermo y la vida era difícil de soportar. Y no obstante, pongan atención: una fuente parece sonar como un suave mensaje, lleno de consuelo y de nobles promesas. En todas partes adonde llegaba la voz del buda, en todas las regiones de la India, los jóvenes escuchaban con interés, sentían anhelo, esperanza; cualquier peregrino o forastero recibía excelente acogida entre los hijos de los brahmanes de las ciudades, si traía noticias de Gotama, el majestuoso, el Sakiamuni. La leyenda también había llegado hasta los samanas del bosque, hasta Siddharta y Govinda. Lentamente, goteando. Cada gota iba cargada de esperanza, de duda. Hablaban poco de ese asunto, ya que el más anciano de los samanas no era amigo de la leyenda. Había oído que aquel presunto buda había sido antes un asceta y había vivido en el bosque, pero que después había vuelto a la vida holgada y a los placeres mundanos, y su opinión sobre este Gotama era negativa. -Siddharta -dijo un día Govinda a su amigo-. Hoy he estado en el pueblo, y un brahmán me invitó a entrar en su casa, y en ella estaba el hijo de un brahmán de Magada que había visto con sus propios ojos al buda, y le había oído predicar. Con certeza me dolía el aliento en el pecho, y pensé: ¡Que yo también, que nosotros dos, Siddharta y yo, podamos vivir la hora en que escuchemos la doctrina de los labios de aquel perfecto! Dime, amigo, ¿no deberíamos ir asimismo nosotros hacia allí para escuchar las enseñanzas de los mismos labios del buda? Siddharta contestó: -Govinda, siempre pensé que Govinda se quedaría con los samanas; siempre había imaginado que su meta era tener sesenta y setenta años, y seguir con las artes y los ejercicios que ennoblecen a un samana. Pero mira por dónde no conocía bien a Govinda, sabía muy poco de su corazón. Así pues, querido amigo, ahora quieres tomar un sendero y marchar hacia donde el buda predica su doctrina. Govinda alegó: -¡Te gusta burlarte! ¡Pues búrlate como siempre, Siddharta! ¿Acaso no se ha despertado también en tu interior un deseo, una afición por escuchar semejante doctrina? ¿Y no dijiste una vez que ya no pensabas andar mucho tiempo por el camino de los samanas? Entonces Siddharta rió de la ocurrencia. Luego en su voz, apareció una sombra de tristeza y de ironía, y declaró: -Bien, Govinda, has hablado con mucha propiedad, te has acordado con suma agudeza. Sin embargo, desearía que también recordaras el resto de lo que oíste de mí; o sea, que desconfío de todo porque estoy cansado de las doctrinas y de aprender, y que es muy pequeña mi fe en las palabras que nos llegan de profesores. Pero adelante, querido amigo, estoy dispuesto a escuchar aquellas enseñanzas, aunque dentro de mi corazón creo que ya hemos probado el mejor fruto de esa doctrina. Govinda manifestó: -Tu decisión alegra mi alma. Pero dime, ¿cómo es posible? ¿Cómo puede darnos su mejor fruto la doctrina de Gotama, aun antes de haberla escuchado? Siddharta afirmó: -¡Gocemos de ese fruto y esperemos la continuación, Govinda! ¡Lo que hemos de agradecer a Gotama, en primer lugar, es que nos aleje de los samanas! Si además nos puede dar otra cosa mejor, amigo, esperemos con el corazón tranquilo. Ese mismo día, Siddharta hizo saber al más anciano samana su decisión de abandonarles. Se lo reveló con la cortesía y modestia que corresponden a un joven discípulo. No obstante, el samana se enfureció porque los dos jóvenes le querían abandonar, y empezó a vociferar y a maldecir. Govinda se asustó y desconcertó. Pero Siddharta acercó su boca a la oreja de Govinda y musitó en voz baja: -Ahora le demostraré al viejo que he aprendido algo de sus enseñanzas. Se colocó ante el samana y concentró su alma; captó la mirada del anciano con sus ojos, la paralizó, le hizo callar, le dejó sin voluntad, le sometió a su razón y le ordenó ejecutar en silencio lo que le exigía. El anciano enmudeció, sus ojos se quedaron fijos, su voluntad paralizada, sus brazos relajados e impotentes junto a su cuerpo: había sido vencido por el hechizo de Siddharta. Y los pensamientos de Siddharta se apoderaron del samana y éste tuvo que hacer lo que los dos le mandaban. Y así, el anciano se inclinó varias veces, hizo gestos de bendición y pronunció vacilante un piadoso deseo para el viaje. Y los jóvenes replicaron agradeciendo las reverencias: devolvieron el deseo, y tras saludar, se marcharon. Por el camino comentó Govinda: -Siddharta, has aprendido de los samanas más de lo que yo creía. Es difícil, muy difícil hechizar a un viejo samana. Seguro que si te quedas allí, pronto habrías aprendido a andar por encima del agua. -No deseo andar por encima del agua -confesó Siddharta- ¡Que los viejos samanas se contenten con semejantes artimañas! |
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