Fue a eso de las siete de la mañana, durante la terrible agonía de la Comuna, cuando un batallón de cazadores tomó la barricada de la calle de las Tournelles.
El cielo estaba lleno de sol y la brisa de la mañana refrescaba la atmósfera llena de humo y de llamas ligeras que brotaban de los edificios incendiados. Dominando el tiroteo de los fusiles, una ametralladora escupía sin cesar sus petardos brutales; el aire estaba impregnado de pólvora; a lo lejos se oía, a cada momento, el rugido profundo, trágico, abracadabrante de los cañones.
Después de descansar durante un momento de las rudas fatigas del asalto, mientras se organizaba una ambulancia y se recibían algunos socorros, dos compañías se ocupaban en registrar las casas situadas a inmediaciones de la barricada. Los soldados se dispersaron poco a poco y los disparos de algunas armas comenzaron a hacerse oír en algunos lugares donde la resistencia obligaba a la tropa a emplear la violencia para abrirse camino.
Un cabo y cinco o seis voluntarios penetraron, por la puerta cochera, en un hotel blasonado, oscuro y viejo. Con el fusil en la diestra y la bayoneta en el fusil, lo visitaron cuidadosamente, abriendo todos las ventanas y registrando todos los rincones. Como en ninguna parte se veían las trazas de un pie, los soldados habían bajado hasta el primer piso y ya se disponían a penetrar en un patio inmenso, lleno de zarzas y de margaritas salvajes, cuando de pronto vieron, casi todos al mismo tiempo, al través de los cristales de una ventana, la silueta de una cantinera, (de la cantinera de un batallón enemigo) que corría a lo largo del muro, dirigiéndose hacia un parque umbrío y solitario entre cuyos árboles seculares pensaba sin duda poder escaparse de las garras de sus perseguidores. Los seis fusiles apuntaron y las seis balas salieron al mismo tiempo de los cañones rompiendo los vidrios de la ventana...
Tal vez por la precipitación con que tiraron , tal vez por el reflejo de los cristales, o tal vez por la emoción, lo cierto es que las balas fueron a perderse entre la hierba, sin tocar siquiera las ropas de la mujer que, al oír la detonación, aceleró fabulosamente su carrera.
Los seis hombres lanzáronse en su persecución, cargando al mismo tiempo sus armas, y cuando ella iba ya a tocar con las manos una tapia que sin duda pensaba escalar para salvarse, el cabo disparó una segunda vez su fusil...
— La cogimos — gritaron todos alegremente.
La pobre cantinera, en efecto, estaba herida; y juntando todas sus fuerzas se había arrastrado hasta el pie de la muralla, en tanto que los soldados se aproximaban a ella para acabarla de matar.
Cuando vio que las armas le apuntaban al pecho, no pudo menos que murmurar:
— ¡Ah miseria de miserias!... ¿Ninguno de vosotros tiene madre?... Los que tienen madre no matan sin piedad...
El rostro pálido de la herida, sus palabras graves y tristes, la sensación natural que experimenta el macho en presencia de la hembra y algo, sin duda, de piedad tardía, calmaron en el acto la rabia del cabo que levantó su bayoneta diciendo, por decir algo:
— Bueno ¿y qué sucede?
— Sucede — respondió la mujer con una voz seca, breve, desesperada, casi furiosa — sucede que tengo una bala en el hombro y deseo conocer al bruto que me la zampó.
Esa manera de hablar irritó un momento a los soldados, pero el rostro bonito de la cantinera, en cuyo cuerpo no se veía una sola gota de sangre, los calmó antes de que hubiesen dicho una sola palabra.
Sólo uno de ellos tuvo valor para murmurar, algunos instantes después:
— Mejor sería que te tragaras la lengua, chica.
De pronto se oyó el ruido formidable de una descarga que partió de la vecindad.
— ¡Bueno! — exclamo la mujer — ¿Que vais a hacer conmigo? Supongo que no vais a entregarme para que me maten como a esos pobres a quienes acaban de matar al lado.
— Es que... — dijo el cabo interrogando a sus hombres con la mirada.
El placer vago y perverso que experimentó al principio ante la herida, renació en su alma; sólo que ahora su sensación era ya más neta y se había convertido en deseo de amar y en esperanza de poseerla cuando se curara.
— Trasportadme a cualquier parte — dijo la voz suplicante de la mujer, — llevadme a cualquier tienda... Es necesario ser buenos... Mirad, en el fondo de mi barrica debe de haber aún un poco de aguardiente... ¿Queréis beber?
El cabo no respondió nada, pero cuando un soldado dijo al lado suyo:
— Vaya, dejémosla escapar.
Él repitió:
— Sí, dejémosla escapar.
La pobre cantinera lloraba de alegría y les besaba las manos a todos, diciendo con su voz entrecortada por los sollozos:
— ¡Ah! ¡Muchas gracias!... ¡Muchas gracias!...
Decididos a salvarla y a conducirla a algún sitio seguro, la sacaron del parque por encima de las tapias y la dejaron en la casa de un carbonero que consintió, gracias al dinero del cabo, en cederle su cama, en cuidarla y (si por desgracia llegaba a morir) en decir que era su hermana, tísica desde hacía muchos años.
La herida se acostó después de haberse desnudado; una vez en el lecho, las fuerzas la abandonaron y, completamente desvanecida, dejo caer la hermosa cabeza sobre la almohada, mientras el carbonero escondía en el fondo de una caja de coke su traje de cantinera.
Los soldados volvieron a la calle de las Tournelles para continuar sus pesquisiciones; penetraron en otra casa donde había varios confederados y se batieron con ellos, dando y recibiendo golpes. El cabo, sin embargo, luchaba maquinalmente y sin gran conciencia de lo que hacía, pues su cerebro inquieto no pensaba sino en la promesa que acababa de hacer al carbonero de volver a verlo.
Luego le volvió la energía y supo pelear con verdadero denuedo en la toma de la barricada de la Bastilla y ganar los galones de sargento en el Pére-Lachaise.
A pesar de sus triunfos, no dejaba un solo momento de pensar en la cantinera, y lo mismo durante el día, bajo la lluvia de balas, que durante la noche, al pasearse tranquilamente, su imaginación lo conducía siempre al lado del lecho en donde descansaba la enferma de ojos oscuros y de cabellos negros.
— Oye, Fabiani — le dijo uno de sus compatriotas cuando salieron un día del comedor, — la verdad es que ya no pareces un pájaro corso. ¿Te han cortado el resuello los comuneros?
Cuando las barricadas de París desaparecieron, el batallón de Fabiani fue acuartelado en el Château d'Eau. Después de quince días de tranquilidad y de paz, el buen sargento se decidió una mañana a cumplir la promesa hecha al carbonero, y trajeado elegantemente, con los galones nuevos, con las botas brillantísimas, con la gorra nuevecita, echó a andar hacia la calle de las Tournelles.
Después de caminar durante un cuarto de hora, detúvose ante una frutería y compró media libra de albaricoques para obsequiar a su víctima. Luego siguió andando con paso febril, hasta que pudo descubrir, a cien pasos de distancia, la tienda oscura y sucia del carbonero. Entonces se detuvo, completamente emocionado e inquieto. Una duda terrible acababa de atravesar su corazón: «¿Viviría aún?... ¿Habría sido mortal la herida?... »
Al fin llegó hasta la puerta en donde encontró al carbonero ocupado en descolgar una jaula.
— ¿Y la cantinera? — preguntó. — ¿Está mejor?...
— ¡Ah! ¡Sin duda!...
Lo condujeron hacia el agujero en donde algunas semanas antes la había visto por última vez.
La herida, que estaba acostada entre dos sábanas abominablemente sucias que hacían resaltar la palidez mate de su rostro, dijo, con una voz casi alegre, al ver al sargento:
— ¡Cómo! ¿Es usted?...
Él contestó sintiendo que su corazón se ensanchaba dulcemente a pesar del estado de la enferma:
— Sí, soy yo... pero, vamos a ver. ¿La han cuidado a usted bien?... ¿Está usted mejor, por lo menos?...
Ella contó, sin quejarse, que el médico tenía esperanzas de poderla salvar...
Mientras ella contaba detalladamente todo lo que había sufrido y todo lo que había hecho, Fabiani, cuyo único deseo consistía en verla de pie, sana y hermosa, se entristecía comprendiendo que aún era imposible la realización de sus planes.
Ella se comió un albaricoque y comenzó a hablar de cosas indiferentes, pidiendo noticias de la comuna, de los últimos combates, de las tropas victoriosas, de los muertos, de todo, en fin.
— El carbonero no sabe nada, nada, ni una palabra. ¿Qué quiere usted que sepa si no sale nunca?
Su voz tenía a veces entonaciones bruscas, nerviosas, sobre todo al hablar de los comuneros.
— ¿Y Rochefort — preguntó de repente — ¿Lo han matado?... ¿Lo han hecho prisionero?...
Fabiani tampoco sabía una palabra del asunto. Además, como ya había notado, por el silencio frío con que algunas de sus noticias eran acogidas, el rencor de la cantinera contra el soldado vencedor, no pudo menos que decirle:
— ¿Entonces quiere decir que usted sigue queriendo mucho a los confederados?...
Como ella no respondió un a palabra, el bravo corso siguió diciendo:
— Vamos a ver ¿por qué era usted cantinera de ese batallón?
Sollozando casi, la herida se lo contó todo: había sido por no abandonar a su amante, un comisionista que había sido víctima de las primeras descargas disparadas en la calle de las Toumelles. Sus lágrimas despertaron en el corazón de Fabiani un odio profundo contra el rival muerto.
El carbonero preparó, con los dedos, un par de ajenjos y cuando ambos hubieron bebido a la salud de la enferma, el sargento se puso de pie, entregó al guardián de la cantinera un billete de cincuenta francos — ¡toda su fortuna! — y ya se disponía a salir, cuando la cantinera le preguntó con energía:
— ¿No conoce usted al bruto que me disparó el tiro?
Fabiani se puso colorado y respondió:
— No, no lo conozco... pero como no eran muchos... seis a penas... no sería difícil averiguar... ¿Para qué quiere usted saberlo?...
— Para decirle que es un bandido y un puerco.
Profundamente irritado en el fondo, Fabiani se guardó el cumplimiento sin decir ni una palabra.
Ya en su cuartel, una inmensa cólera se apoderó de su alma y juró por todos los santos de su tierra que no volvería a interesarse por la suerte de esa mujer que no le había proporcionado sino contrariedades. La rabia le duró todo el día: con ella comió y con ella se acostó; pero al levantarse, a la mañana siguiente, el tiempo estaba tan hermoso y el sol tan luciente, que toda su cólera se disipó haciéndole cambiar de resolución y obligandolé a encaminarse de nuevo hacia la casa de la cantinera.
Ella estaba mejor; y como su segunda entrevista fue menos grave que la primera, él siguió yendo todos los días a la calle de las Tournelles.
Por no dar a conocer la pasión que lo dominaba, él se hacía pasar, aún a su propia vista, por un hombre caritativo que empleaba su dinero en curar a los enfermos. A veces, sin embargo, juzgábase severamente considerando innoble el acto de hacer la corte a una mujer a quien él mismo había herido. Ella seguía diciéndole de vez en cuando:
— ¿Ha encontrado Ud., por fin, al bruto que me zampó la bala?
Pero él ya no se ponía colorado, sino que, al contrario, encontraba muy gracios a la manera iracunda con que su amiga le dirigía siempre aquella pregunta invariable.
Su sueño dorado consistía en ver a la cantinera completamente curada, para hacerse pagar, lo más pronto que fuera posible, el precio de su protección y de sus cuidados.
Pero ella no mejoraba mucho; su debilidad era cada día mayor.
Después de conversar diariamente, durante un mes, de asuntos sin verdadera importancia, Fabiani y la cantinera juraron una mañana que cuando ella estuviese fuera de peligro, también pasarían las noches juntos.
Las disputas sobre los comuneros seguían estallando. — «Montón de inútiles» decía él. «Falange de mártires» respondía ella; pero todos esos disgustillos se convertían siempre, al cabo de pocos minutos, en una lluvia de besos. Los dos amigos, en fin, se querían ya entrañablemente a pesar de sus ideas políticas diametralmente opuestas.
Nada hacía prever un cambio; y en realidad nada habría cambiado, si Fabianino hubiese tenido una noche la idea peregrina de emborracharse alegremente y de ir a llamar a la puerta do su Dulcinea, en vez de volver al cuartel, como se lo aconsejaban el deber y sus compañeros.
Ella lo recibió bien; demasiado bien tal vez, puesto que, olvidando los consejos del médico, se puso a abrazar con verdadero ardor a su futuro amante. Él también estaba amabilísimo y ni cesaba de reír, ni cesaba de besarla tiernamente...
Al cabo de algunos instantes de sabroso coloquio, la cantinera comenzó, como siempre, a preguntar.
— ¿Sabes ya quien fue el que me hirió?
Fabiani respondió, riendo a carcajadas:
— Y si fuese yo ¿qué dirías?
Ella volvió la cabeza con un gesto de indignación; el soldado continuó diciendo:
— Porque, en efecto, fui yo quien te hirió a ti... ¡qué caramba! tal vez fui yo también quien mató al comisionista...
Y siguió riendo con la risa brutal de los borrachos, mientras la pobre enferma exhalaba, entre sus brazos, el último suspiro, sin pronunciar un a sola palabra...
Cuentos escogidos de los mejores autores franceses contemporáneos. París: Garnier Hermanos, Libreros-Editores 1893. Traducción española de Enrique Gómez Carrillo |