Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

Hanns Heinz Ewers

"La araņa"

Sección 6

Biografía de Hanns Heinz Ewers en Wikipedia

 
 

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Música:Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 4 - 111: Intermezzo
 

La araņa

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Viernes, 25 de marzo.
He cortado el cable del teléfono. No tengo ya ganas de que ese estúpido comisario me interrumpa, precisamente ahora que se acerca la hora fatal... ¡Dios mío! ¿Por qué escribo estas cosas? Nada de esto es cierto. Es como si alguien guiara mi pluma. Pero yo quiero..., quiero..., quiero escribir lo que ocurre. Tengo que hacer un atroz esfuerzo. Pero quiero hacerlo. Si pudiera hacer tan sólo una vez más... lo que verdaderamente quiero hacer. He cortado el cable del teléfono. ¡Ah! Porque tenía que hacerlo. ¡Por fin lo he escrito! Porque tenía, tenía que hacerlo. Esta mañana hemos estado jugando frente a la ventana. Nuestro juego ha variado desde ayer. Ella hace algún movimiento y yo me resisto todo lo que puedo, hasta que finalmente tengo que ceder, impotente, y hacer lo que ella desea. Y difícilmente puedo expresar el maravilloso placer que supone esa rendición..., esa entrega a sus deseos.

Jugamos. Y, de repente, ella se levantó y retrocedió. Su habitación estaba tan oscura que casi no podía verla. Parecía haber desaparecido en la oscuridad. Pero pronto volvió, trayendo en sus manos un teléfono de mesa igual que el mío. Lo colocó, sonriendo, sobre el alféizar de la ventana, cogió un cuchillo, cortó el cable y se lo llevó de nuevo. Durante un cuarto de hora me resistí. Mi temor era mayor que nunca, y esa sensación de sucumbir lentamente, cada vez más deliciosa. Finalmente traje mi teléfono, corté el cable y lo puse otra vez sobre la mesa.

Así es como sucedió. Estoy sentado ante mi mesa. He tomado el té y el mozo se ha llevado ya la bandeja. Le pregunté qué hora era, ya que mi reloj no va bien. Son las cinco y cuarto, las cinco y cuarto... Sé que si miro ahora, Clarimonde estará haciendo algo. Estará haciendo algo que yo tendré que hacer también. De todos modos, miro. Está allí, de pie y sonriente. ¡Si pudiera siquiera apartar mis ojos!... Ahora se acerca a la cortina. Coge el cordón..., es rojo, como el de mi ventana... Hace un nudo corredizo. Cuelga el cordón arriba, en el gancho del dintel de la ventana.

Se sienta y sonríe.

No, esto que experimento ya no puedo llamarlo miedo. Es un terror enloquecedor, sofocante, que aun así no cambiaría por nada del mundo. Es una fuerza de una índole desconocida, y no obstante extrañamente sensual en su ineludible tiranía. Podría correr inmediatamente a la ventana y hacer lo que ella quiere. Pero espero, lucho, me resisto. Siento que esa atracción se va haciendo más apremiante cada minuto que pasa... Así, pues, aquí estoy otra vez sentado. Me he apresurado a hacer lo que ella quería: coger el cordón, hacer un nudo corredizo y colgarlo del gancho. Y ya no quiero mirar más. Sólo quiero estar aquí y mirar fijamente el papel. Pues ahora sé lo que ella hará si la miro ... ; ahora, en la sexta hora del penúltimo día de la semana. Si la miro, tendré que hacer lo que ella quiera.... tendré entonces que...

No quiero mirarla. Entonces me río... en voz alta. No, no soy yo el que se ríe, alguien lo hace dentro de mí. Y sé por qué: por ese «no quiero». No quiero, y sin embargo sé con certeza que debo hacerlo. Debo mirarla, debo, debo mirarla... y después... todo lo demás. Si todavía no lo hago es tan sólo para prolongar esta tortura. Sí, eso es. Estos indecibles sufrimientos constituyen mi más sublime deleite. Escribo rápidamente para permanecer aquí más tiempo, con el fin de prolongar estos segundos de dolor que aumentan mi éxtasis amoroso hasta el infinito. Más, más tiempo... ¡Otra vez el miedo! Sé que la miraré, que me levantaré, que me ahorcaré. Pero eso no es lo que temo. ¡Oh, no!... ¡Eso es bueno, es dulce! Pero hay algo, algo más... que ocurrirá después. No sé lo que es... pero sucederá con toda seguridad. Pues el gozo de mis tormentos es tan inmensamente grande... ¡Oh! Siento, siento que ha de suceder algo terrible.

No debo pensar... Debo escribir algo, cualquier cosa. Pero deprisa..., para no pensar. Mi nombre... Richard Bracquemont Richard Bracquemont, Richard... ¡Oh!, no puedo seguir... Richard Bracquemont, Richard Bracquemont... Ahora..., ahora tengo que mirarla... Richard Bracquemont, tengo..., no, más, más... Richard... Richard Bracque...


Al no obtener respuesta alguna a sus repetidas llamadas telefónicas, el comisario del distrito IX entró a las seis y cinco en el hotel Stevens. Encontró en la habitación número 7 el cuerpo del estudiante Richard Bracquemont, colgado del dintel de la ventana, exactamente en la misma posición que sus tres predecesores. Tan sólo su rostro tenía una expresión distinta. Estaba desfigurado, con una mueca de terrible horror, y sus ojos, abiertos, parecían salirse de sus órbitas. Los labios estaban separados y los dientes fuertemente apretados. Y entre ellos, mordida y triturada, había una gran araña negra, con curiosos lunares violeta. Sobre la mesa se encontraba el diario del estudiante. El comisario lo leyó y se acercó inmediatamente a la casa de enfrente. Descubrió que el segundo piso había estado vacío y deshabitado desde hacía meses...

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