Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

Hanns Heinz Ewers

"La araņa"

Sección 3

Biografía de Hanns Heinz Ewers en Wikipedia

 
 

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Música:Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 4 - 111: Intermezzo
 

La araņa

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Miércoles, 9 de marzo.
Pues bien, he dado un paso más. Clarimonde... Por cierto, todavía no he contado nada acerca de Clarimonde. Pues bien, ella es... mi «tercera razón» para seguir aquí. Precisamente ella es la causa por la que me hubiera acercado gustoso a la ventana en aquella hora fatídica.... pero no ciertamente, para ahorcarme. Clarimonde... ¿Por qué la llamo así? No tengo ni idea de cómo se llama, pero tengo la sensación de que debo llamarla Clarimonde. Y apostaría a que algún día descubriré que ése es su verdadero nombre. Descubrí a Clarimonde los primeros días. Vive al otro lado de la estrecha calle y su ventana está exactamente frente a la mía. Está allí sentada, detrás de las cortinas. Por otra parte, debo señalarles que ella me vio antes de que yo la descubriera y que mostró visible interés por mí. No es extraño. La calle entera sabe que estoy aquí y por qué. De eso ya se ha ocupado la señora Dubonnet. No soy, en modo alguno, de esas personas enamoradizas y mis relaciones con las mujeres han sido siempre muy superficiales. Cuando uno viene a París desde Verdún para estudiar Medicina y apenas tiene suficiente dinero ni siquiera para comer decentemente cada tres días, tiene uno otras cosas en qué pensar antes que en el amor. Por lo tanto, no tengo mucha experiencia y este asunto quizá haya comenzado de un modo bastante estúpido. Sea como fuere, me gusta.

Al principio ni se me pasó por la cabeza establecer comunicación con mi extraña vecina. Sencillamente decidí que, puesto que de cualquier manera estaba allí para hacer averiguaciones y que probablemente no había nada que descubrir, bien podía observar a mi vecina. Después de todo, uno no puede pasarse el día entero delante de los libros. Así pues, llegué a la conclusión de que Clarimonde vive aparentemente sola en el pequeño piso. Tiene tres ventanas, pero se sienta únicamente ante la que está enfrente de la mía; allí sentada, hila en su rueca pequeña y anticuada. En una ocasión vi una rueca semejante en casa de mi abuela, que ella ni siquiera había usado; la había heredado de su tía abuela. No sabía que aún hoy se utilizaran. Por cierto, la rueca de Clarimonde es un artefacto diminuto y muy delicado, blanco y aparentemente de marfil. Las hebras que hila deben ser extraordinariamente finas. Está todo el día sentada detrás de los visillos, trabajando incesantemente, y sólo abandona la faena cuando oscurece. Por supuesto, en una calle tan estrecha oscurece muy temprano estos días de niebla. A las cinco de la tarde ya tenemos un hermoso crepúsculo. Nunca he visto luz en su habitación.

¿Qué aspecto tiene? Eso no lo sé realmente. Tiene cabellos negros con rizos ondulados y es bastante pálida. Su nariz es estrecha y pequeña, con aletas que palpitan dulcemente. Sus labios son pálidos y me da la impresión de que sus pequeños dientes son puntiagudos como los de un animal feroz. Sus párpados son sombríos, pero cuando los abre, brillan unos ojos grandes y oscuros. Todo esto, más que saberlo, lo presiento. Es difícil describir con exactitud algo que se encuentra detrás de unos visillos. Algo más: lleva siempre un traje negro, cerrado hasta el cuello, con grandes lunares color lila. Y siempre lleva largos guantes negros, posiblemente para no estropearse las manos mientras trabaja. Resulta curioso ver cómo esos delgados y negros dedos se mueven rápida y, en apariencia, desordenadamente, cogiendo y estirando los hilos... de forma tal que casi recuerda el movimiento de los insectos.

¿Nuestras relaciones? He de confesar que son bastante superficiales, pero, aun así, me da la impresión de que son más profundas. Comenzaron verdaderamente cuando ella miró hacia mi ventana... y yo hacia la suya. Me miró y yo a ella. Y luego debí de agradarle bastante, evidentemente, puesto que un día, mientras la observaba, me sonrió. Y yo a ella también. Continuamos así durante unos días, sonriéndonos de esa manera, cada vez más a menudo. Más adelante me propuse saludarla a todas horas, pero no sé muy bien qué es lo que me impidió hacerlo. Finalmente lo he hecho esta tarde. Y Clarimonde me ha devuelto el saludo. Casi imperceptiblemente, por supuesto; pero, a pesar de eso, he visto perfectamente cómo ha inclinado la cabeza.

jueves, 10 de marzo.
Ayer estuve sentado largo tiempo ante mis libros. A decir verdad, no estudié mucho; estuve haciendo castillos en el aire y soñando con Clarimonde. Tuve un sueño muy agitado hasta muy entrada la mañana. Cuando me acerqué a la ventana, allí estaba Clarimonde. La saludé y ella inclinó la cabeza. Sonrió y me miró durante largo tiempo. Quería trabajar, pero no encontraba la tranquilidad necesaria. Me senté en la ventana y la miré absorto. Luego advertí que ella también ponía las manos en su regazo. Tiré del cordón y aparté las cortinas blancas, y... casi al mismo tiempo ella hizo lo mismo. Los dos sonreímos y nos miramos. Creo que estuvimos sentados así quizá una hora. Luego comenzó a hilar de nuevo.

Sábado, 12 de marzo.
Los días transcurren tranquilamente. Como y bebo y me siento ante la mesa de estudio. Entonces enciendo mi pipa y me inclino sobre los libros. Pero no logro leer una sola línea. Lo intento una y otra vez, pero sé de antemano que será inútil. Luego me acerco a la ventana. Saludo a Clarimonde y ella me devuelve el saludo; miramos mutuamente... Sonreímos y nos miramos durante horas. Ayer por la tarde, a eso de las seis, me sentí un poco intranquilo. Oscureció muy pronto y experimenté un miedo indescriptible. Me senté ante la mesa y esperé. Sentía un impulso irresistible de acercarme a la ventana..., no para colgarme, por supuesto, sino para mirar a Clarimonde. Me puse de pie de un salto y me coloqué detrás de las cortinas. Tenía la impresión de que nunca la había visto con tanta claridad, a pesar de que había oscurecido ya bastante. Tejía, pero sus ojos me miraban. Sentí un extraño bienestar y un ligero miedo. Sonó el teléfono. Me enfurecí contra el necio comisario que con sus estúpidas preguntas había interrumpido mis sueños.

Esta mañana ha venido a visitarme acompañado de la señora Dubonnet. Ella está satisfecha de mi trabajo: se conforma plenamente con que haya vivido dos semanas enteras en la habitación número 7. Pero el comisario quiere, además, resultados. Les insinué confidencialmente que estaba detrás de una pista muy extraña. El muy burro se creyó todo lo que le dije. En cualquier caso, podré quedarme aquí semanas... y ése es mi único deseo. No es ya por la comida y la bodega de la señora Dubonnet (¡Dios mío, qué pronto se vuelve uno indiferente hacia esas cosas cuando se dispone de ellas en abundancia!) sino por su ventana, que ella tanto odia y teme, y yo tanto amo; la ventana que me muestra a Clarimonde. Cuando enciendo la lámpara dejo de verla. He escudriñado a fondo para averiguar si sale de casa, pero nunca la he visto poner el pie en la calle. Dispongo de un cómodo sillón y de una lámpara de pantalla verde, cuya luz me envuelve con su cálido reflejo. El comisario me ha traído un paquete grande de tabaco; nunca he fumado nada mejor... y a pesar de eso no puedo trabajar. Leo dos o tres páginas y, al terminar, me doy cuenta de que no he entendido ni palabra. Mis ojos leen las letras, pero mi cerebro rechaza cualquier concepto. ¡Qué extraño! Es como si mi cerebro hubiera puesto el letrero de «Prohibida la entrada». Como si no admitiera ya otro pensamiento que no sea Clarimonde. Finalmente he retirado los libros, me he recostado en el sillón y me he puesto a soñar.

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