Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

Hanns Heinz Ewers

"La araņa"

Sección 1

Biografía de Hanns Heinz Ewers en Wikipedia

 
 

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Música:Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 4 - 111: Intermezzo
 

La araņa

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Y en eso reside la voluntad, que no muere.
¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su fuerza?
Glanvill.

Cuando el estudiante de medicina Richard Bracquemont decidió ocupar la habitación número siete del pequeño hotel Stevens, situado en el número 6 de la rue Alfred Stevens, tres personas se habían ahorcado en esa misma habitación colgándose del dintel de la ventana en tres viernes sucesivos. El primero era un viajante de comercio suizo. Su cuerpo no se encontró hasta la tarde del domingo; pero el médico dedujo que su muerte debió de haberse producido entre las cinco y las seis de la tarde del viernes. El cuerpo colgaba de un robusto gancho hincado en el dintel de la ventana, que normalmente se utilizaba para colgar ropa. La ventana estaba cerrada. El muerto había utilizado el cordón de la cortina. Como la ventana era bastante baja, sus piernas arrastraban por el suelo casi hasta las rodillas. El suicida debió desarrollar, por tanto, una considerable fuerza de voluntad para llevar a cabo su propósito. Se comprobó además que estaba casado y que era padre de cuatro niños, así como que se encontraba en una situación completamente desahogada y segura y que era de talante jovial y estaba casi permanentemente satisfecho. No se encontró ningún escrito que pudiera tener relación con el suicidio, ni testamento alguno. Tampoco había hecho jamás manifestación alguna en ese sentido a ninguno de sus conocidos.

El segundo caso no era muy diferente. El artista Karl Krause, empleado como equilibrista sobre bicicleta en el cercano circo Medrano, alquiló la habitación número 7 dos días más tarde. Al no comparecer el siguiente viernes para su actuación, el director envió al hotel a un acomodador, que se lo encontró colgado del dintel de la ventana, exactamente en las mismas circunstancias (la habitación no había sido cerrada por dentro). Este suicidio no parecía menos misterioso: a sus veinticinco años, el prestigioso artista recibía un buen sueldo y parecía disfrutar plenamente de la vida. Una vez más no apareció nada escrito, ningún tipo de manifestación alusiva al caso. Dejaba a una anciana madre, a la que acostumbraba enviar puntualmente los primeros días de cada mes trescientos marcos para su manutención. Para la señora Dubonnet, propietaria del pequeño y barato hotel, cuya clientela estaba formada casi exclusivamente por miembros de los cercanos espectáculos de variedades de Montmartre, esta extraña segunda muerte en la misma habitación tuvo consecuencias ciertamente desagradables. Algunos de sus clientes abandonaron el hotel y otros huéspedes habituales regresaron. En vista de ello, acudió al comisario del distrito IX, al que conocía bien, el cual le prometió hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarla. Así pues, no sólo prosiguió las investigaciones, tratando de averiguar con especial celo las razones de los suicidios de ambos huéspedes, sino que puso a su disposición a un oficial que se alojó en la misteriosa habitación.

Se trataba del policía Charles-Marie Chaumié, que se había ofrecido voluntariamente para el caso. Este sargento era un viejo lobo de mar que había servido durante once años en la infantería de marina, y durante muchas noches había guardado en solitario numerosos puestos en Tonkín y Annam, dando la bienvenida con un vivificante disparo de su fusil a cualquier pirata de río que se acercara furtivamente. Por lo tanto, se sentía perfectamente capacitado para hacer frente a los «fantasmas» de los que se hablaba en la rue Stevens. Se instaló, pues, en la habitación el domingo por la tarde y se retiró satisfecho a dormir, después de hacer los honores a la abundante comida y bebida que la señora Dubonnet le había ofrecido. Cada mañana y cada tarde Chaumié hacía una rápida visita al cuartel de la policía para presentar un informe. Durante los primeros días los informes se limitaron a constatar que no había advertido nada en absoluto fuera de lo normal. El miércoles por la tarde, sin embargo, anunció que creía haber encontrado una pista. Al pedírsele más detalles, suplicó permiso para guardar silencio por el momento. No estaba seguro de que lo que creía haber descubierto tuviera en realidad relación alguna con las muertes de ambos individuos, y temía hacer el ridículo y convertirse en el hazmerreir de la gente. El jueves parecía menos seguro, aunque más serio; una vez más no tenía nada de que informar. La mañana del viernes parecía en extremo excitado; opinaba, medio en broma medio en serio, que la ventana de la habitación indudablemente ejercía un extraño poder de atracción. No obstante, seguía insistiendo en que este hecho no guardaba relación con los suicidios, y que si decía algo más, sólo sería motivo de risa. Aquella tarde no se presentó en la comisaría de distrito: lo encontraron colgado del gancho en el dintel de la ventana.

También en este caso las circunstancias, hasta en los más mínimos detalles, eran las mismas que en los casos anteriores: las piernas se arrastraban por el suelo y, como soga, había empleado el cordón de las cortinas. La ventana estaba cerrada y no había cerrado la puerta con llave. La muerte se había producido alrededor de las seis de la tarde. La boca del muerto estaba totalmente abierta y de ella le colgaba la lengua. Como consecuencia de esta tercera muerte en la habitación número 7, todos los huéspedes abandonaron ese mismo día el hotel Stevens, a excepción de un profesor alemán de enseñanza superior que ocupaba la habitación número 16, el cual aprovechó la oportunidad para lograr la reducción de un tercio en el hospedaje. Fue un pobre consuelo para la señora Dubonnet que Mary Garden, la famosa cantante de la ópera Cómica, se detuviera allí con su coche algunos días más tarde para comprar el cordón rojo de las cortinas, que consiguió por doscientos francos. En primer jugar porque traía suerte y en segundo lugar... porque la noticia saldría en los periódicos.

Si esta historia hubiera sucedido en verano, por ejemplo, en julio o agosto, la señora Dubonnet habría exigido por el cordón tres veces esa cantidad. Con toda seguridad los diarios hubieran llenado sus columnas con el caso durante semanas. Pero en estas fechas tan agitadas del año (elecciones, desórdenes en los Balcanes, quiebra de bancos en Nueva York, visita de los reyes ingleses) realmente no sabrían de dónde sacar espacio. Como consecuencia, la historia de la rue Alfred Stevens consiguió menos atención de la que probablemente merecía, y las noticias, breves y concisas, se limitaron casi siempre a repetir el informe de la policía, manteniéndose al margen de cualquier tipo de exageración. A estas noticias se reducía todo lo que el estudiante de medicina Richard Bracquemont sabía acerca del asunto. Desconocía por completo un pequeño detalle, que parecía tan insignificante que ni el comisario ni ninguno de los restantes testigos lo había revelado a los periodistas. Tan sólo después, una vez pasada la aventura del estudiante, se recordó este detalle: cuando los policías descolgaron el cadáver del sargento Charles-Marie Chaumié del dintel de la ventana, de la boca abierta del muerto salió una enorme araña negra. El mozo del hotel la ahuyentó con los dedos, exclamando: «¡Demonios, otro de esos bichos!». En el curso de la siguiente investigación, es decir, la relacionada con Bracquemont, el mozo declaró que, cuando descolgaron el cadáver del viajante de comercio suizo, había visto deslizarse por su hombro una araña semejante... Pero de esto nada sabía Richard Bracquemont.

No ocupó la habitación hasta dos semanas después del último suicidio, un domingo. Lo que allí experimentó lo anotó meticulosamente en su diario.

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