Habían volado extenuadas en demanda de las regiones ecuatoriales, y era la única pareja superviviente al numeroso bando que comenzó con ellos la larga jornada luctuosa. ¡Fue un éxodo triste el de aquel año! Un huracán dispersó a las golondrinas apenas partieron, y, ya dispersas, el hambre y la fatiga fuéronlas aniquilando poco a poco. La última de su pequeño grupo cayó cuando cruzaban el mar estrecho, sobre la cubierta de una galera romana, donde la soldadesca de Tiberio hizo festín de su caída.
Era muy triste el piar del macho. Doliente, quejumbroso, decía su desesperanza y su impotencia. ¿Cómo sostener más días aquel volar continuo? Sus fuerzas habíanse agotado; disminuían sus ansias de vivir, y las alas, antes ágiles, ahora torpes, sentían la invasión de una cruel energía agarrotadora. Era un canto agorero de muerte.
El piar de la hembra no delataba tan dolorosa angustia. Tenía, en medio de su quejar penoso, vagos consoladores acentos, y de la onda de su vibración surgía una oferta, que no lograba infundir al macho regocijadas ideas de bienandanzas próximas. Era un bello y esperanzado canto, nuncio del buen vivir.
Sabía ella un delicioso valle, perdido en el fondo de la comarca líbica, donde podrían eternizar su epitalamio: un riachuelo deslizaba su linfa clara bajo el glauco dosel de sus tamarindales; pájaros amigos colgaban de las hospitalarias ramas su hogar; a las altas copas del viejo árbol bendito se prendía al atardecer una música brisa caliginosa; en el paraje, era la paz y el calor necesarios a sus vidas.
Y a la promesa de la tierra ideal, respondía el piar escéptico del macho: «No arribaría su cuerpo a la florida prometida comarca por falta de fuerzas para más resistir la emigración doliente... ¡Oh, luminosas regiones doradas por el incendio del sol africano!; ¡oh, visión plácida del deseado paraje!; ¡oh, árboles milenarios que tantas veces cobijásteis su nido!; |oh, abandonado alero de la vetusta casa en la ciudad meridional, ya no volvería a veros nunca... nunca!»
Fue, luego de promediar el día, cuando en el confín del horizonte rompió la monótona amarillez calcinada, una mancha obscura, que lentamente se fue agrandando, hasta dibujar precisos sus contornos. Auras benéficas turbaron la enervante quietud. Grato perfume de frutas en sazón aromó el ambiente. Y mientras el alegre trinar parlaba gozoso la melodía del triunfo, allá lejos verdeaba la fronda cual una cumplida promesa. ¡Ya no moriría el macho! La fértil comarca le ofrecería alimentos y algún jugo para mitigar aquella su asfixiadora sed.
¡Ya no moriría el macho! Pasaron en las ráfagas perfumadas hálitos vivificantes. Un algo extraño y evocador desplegó el paisaje de aquella vega florida, donde la fragancia sensual no lograba manchar la impoluta pureza de las anémonas y de los lirios... Tornaron a jadear las pechugas Cándidas. Y abatidas las alas, tendida la curva armoniosa de su cuello, el ansia de vivir puesta en los ojos, las golondrinas raudamente volaron.
Ocurrió algo insólito y terrible. ¿Habrían perdido la noción del tiempo? El sol, no lejano del cénit, comenzó a obscurecerse por oculta causa inaudita, y una noche extemporánea, precedida de largo crepúsculo rojizo, amortajó sus ilusiones.
Desorientadas, se remontaron instintivamente, emprendiendo un vuelo vertiginoso, huyendo en vano de aquella obscuridad cruel, que siempre se desplegaba ante ellas abrumadora, infinita, fatídicamente triunfal, inexorable.
¡Oh! El macho expira abrasado; en su garganta había una sed irresistible, y en las encrucijadas de la sombra la parca, impaciente, acechaba la próxima consunción de la hoguera.
Aún les aguardaban nuevos fracasos. Sobre una pequeña colina recortaban sus siluetas inquietantes tres grandes cruces. Las golondrinas pudieron, en su vuelo bajo y suave, distinguir las atormentadas figuras. Tornó a oirse el regocijado piar. ¿Sería acaso ilusión? La golondrina había visto verdear un brote en la corona con que ceñía su cabeza uno de los crucificados... Allí estaba la vida de su camarada. Pero... Sobre el fondo difuso del paisaje se destacaban los enclavados, negros, abracadabrantes, horribles.
Breves fueron los instantes de lucha. ¿Habría de titubear una hembra en exponer su vida para salvar la del macho que entre tantas la había preferido? ¿Vencería el peligro y el miedo a su primer impulso generoso? No. Su sublime humana ley del amor no podía dejar de cumplirse. El bello sacrificio debía ser y fue consumado: la golondrina tendió acelerada un vuelo oblicuo; describió en torno de las cruces una gran espiral imperfecta, y al fin, sin casi posarse en la sucia maraña del cabello, luego de atropellado picotear, arrancó una espina de la corona. ¡Corona estéril, seca, infecunda, corona de condenado!
En la quietud infinita resonaron con fúnebre desolación sus dos cantos unánimes, agoreros de muerte. Muy alto pasó un cuervo, proyectando agigantado, sobre el fondo ocre del arenal, el inmenso abanico de sus alas negras. La golondrina, no llevando más que la decepción del engaño, se unió a su compañero, y juntos, lentamente, continuaron su peregrinación dolorosa. |