Se hizo preciso adelantar la marcha, porque a la salud de Lucio no era propicio el
tráfago urbano. Cuando llegaron a la quinta,
ya los árboles tenían retoños verdes, y de
noche, los jazmineros enredados en la verja
envolvían la casa en su fragancia pesada y
mareante.
La sexagenaria paralítica se negó a que
su hijo fuese llevado al manicomio. ¿No hubiese sido cruel confinar a un hombre a
quien la pérdida de su esposa privara de razón? Por eso, contra los consejos unánimes
de los facultativos, ella opuso, blanda y tenaz, su resolución de madre cariñosa:
— Lo llevaremos a la quinta. Allí, en el
campo, sin más compañeros que los viejos
guardas y yo, tal vez olvide su obsesión; sin
ver mujeres...
Fue un suceso trágico y doloroso: Ante el
cadáver de la esposa, virgen dos meses antes,
Lucio tuvo el primer acceso. Inclinado sobre
el ataúd, acarició a la compañera frenéticamente; mordió los labios fríos, y cuando
para alejarle desagarrotaron sus dedos enlazados a los de ella, las manos muertas v las
vivas ofrecían igual rigidez.
Desde entonces, la vesania erótica conturbó
todo su organismo. El dolor moral, la desolación del alma y del cuerpo abandonados
por el espíritu y la carne fraternos, tuvo una
localización morbosa. Apenas derramó lágrimas. Vuelto en sí del largo desmayo, ni la
nombró siquiera; pero la veía viva en todas
las mujeres núbiles. Bastábale la visión de
una mano, de una prominencia temblante
bajo las vestiduras, para imagginarla y desear
volver a ser su dueño. Era un gran duelo
muscular y nervioso, un ígneo recuerdo perenne de la médula y de la piel.
Hubo necesidad de prescindir en la casa
de las sirvientes jóvenes, porque en las tardes
de primavera, cuando la atmósfera se carga de deseos y perfumes disueltos en una laxitud infinita, Lucio las perseguía lanzando
alaridos faunescos, abrasado de lujuria, como
uno de aquellos sátiros fabulosos que violaban a las ninfas en las florecidas praderas
llenas de optimismo y de luz.
Y fue inútil atarazarle las manos— ¡Tristes manos antaño laboriosas, que ahora, al
servicio de su locura, eran inconscientes verdugos! — Su imaginación suplía todo contacto. La cordura, en vez de extinguir su
llama, esparcióse por los sentidos dotándolos
de máxima sutileza. ¡Cuántas veces al hallarlo víctima de una convulsión espasmódica vieron su mirada de alucinado resbalar
por la curva suave de un mueble o fija en la
lejanía azul, donde las nubes eran definición
extraña de algo gracioso y femenino!
En la quinta gozó algunos días de reposo.
Se alzaba temprano del lecho para bajar al
establo con Fermín, el viejo sirviente. Allí
veíale ordeñar las vacas. Una cobriza, acariciábale con el mirar humilde de sus grandes
ojos castaños, y ofrecía dócil el testuz a la mano enferma, mientras la leche de sus
ubres coronaba la jarra de un penacho trémulo y tibio. Luego paseaban hasta mediado el día. Por las tardes, sentados en la
azotea, desgranaba con lentitud los parajes
tranquilos de un libro elegido exprofeso:
raro libro donde una humanidad, exenta
del azote lujuria, tejía una fábula pueril.
Después, paseaban otro rato. Y el método
de esta existencia mansa era benéfico para
la salud de Lucio. Sólo de vez en vez, la
vista de cualquier objeto traíale por prodigiosa gradación de ideas el recuerdo temible.
El criado no conseguía siempre alejar a la
intrusa.
— Mira, Fermín... ¿Ves esa onda que ha
engendrado la piedra al caer en el lago? ¿Ves
cómo se desarrolla blanda, lenta, en una
curva toda armonía? Pues así son los flancos
de ella... ¿Tú no la has visto desnuda?.. ¡Oh!
yo te diré: tiene el pecho...
— No piense en eso, señorito.
— Dos senos perfectos, ubérrimos de voluptuosidad.
—Señorito Lucio... marchémonosde aquí...
Se enfadará la señorita si habla usted de eso.
Poco a poco, las trágicas evocaciones fueron más frecuentes. Otra vez hízose necesario vigilarlo durante la noche. En el fondo de
las ojeras verdosas, los ojos tornaron a fulgir con esplendor de cirios. Las manos y las
orejas, casi transparentes, adquirieron tintes azulosos; a la influencia del recuerdo todo
él vibraba como un arco. Dijérase que desde
el sepulcro, la esposa, amorosa y cruel, exigía
el fin de la separación.
Progresivamente, todo llegó a excitarle; el
tacto de un cuerpo suave y terso, el gusto de
cualquier manjar ácido, el ulular del viento
entre las frondas. La Purísima Concepción
fue desterrada del oratorio con la mácula de
los pensamientos de Lucio. Algunas noches
Fermín percibía su respiración acelerada.
— Señorito... señorito Lucio: ¿qué tiene
usted?
— ¡Cállate!.. ¿no notas el olor?
—Son los jazmines del jardín... Quedaría alguna ventana sin cerrar.
— ¡Oh! no, no... ¿Tú sabes quien tiene ese
perfume?.. Es ella que ha venido.
Y mientras el enflaquecimiento de aquella
ruina física se crispaba epilépticamente, el
nombre de la esposa surgía entrecortado, una
vez, otra, muchas veces, hasta llenar la estancia, donde parecía todo más grande, más
triste...
Al finalizar Mayo, un acontecimiento hizo
que la madre, siempre rehacia a recluir al
viudo, adoptase una resolución evitada hasta
entonces. Lucio, en un acceso de furia, maltrató al viejo servidor. Hacíanse precisos
los cuidados de otra persona a quien Lucio
respetara y quisiese: —¡Ah, si ella pudiera
moverse del sillón, estar siempre a su lado...
Con ella nunca dejó de mostrarse cariñoso y
sumiso, casi normal — , y fijo el pensamiento
en su otra hija, decidióse a escribirle una
carta henchida de lamentos, por cuyos renglones erraban sollozos y suspiros de angustia:
«Tú no tienes niños... Son unos meses,
sólo unos pocos meses que sacrificas a tu esposo... Piensa en mí... Tu hermano, nuestro
Lucio, morirá si no como un perro.»
Vino la hermana.
Lucio la reconoció perfectamente. Apenas
hablaron de su enfermedad, aquello, según
frase de él, sólo era un desequilibrio nervioso
que subsanaría una alimentación sana. Durante la cena, encauzóse la plática por el camino llevadero a los días pretéritos, lejanos.
Lucio rememoró escenas infantiles, cuando
eran los dos colegiales y él hacía valer ya su
autoridad de primogénito. —¿Te acuerdas
cuando reñí con un chico rubio por tí? — y
animado por el éxito de su memoria, iba encadenando los recuerdos con asombrosa precisión: — ¿Y cuando te examinaste de solfeo
y confundiste un silencio por un becuadro?
¿Te acuerdas? — Ella, viendo pasar por la
conversación exenta de exaltaciones de Lucio, toda la sarta de pequeños incidentes
cuyos recuerdos decían ecuánime lucidez
mental, miraba sonriendo a la madre, procurando leer en sus ojos, gozándose en suponerla víctima de un temor excesivo, diciéndose para justificar sus pensamientos:
«El mucho cariño... Tal vez los años...»
A principios de Junio el tiempo tuvo una
alteración regresiva. Del Norte soplaron vientos fríos, y de nuevo, como en las mañanas
invernales, se hizo el agua hielo en las junturas de las piedras. Lucio hubo de levantarse
bien entrado el día, de renunciar a las escenas
geórgicas del establo, donde la mansedumbre
de los ojos bovinos parecía interrogar por
aquel que acariciaba el cobrizo testuz, mientras el tesoro de las ubres desbordábase en el
jarro coronado de espuma humeante y blanca.
Aquella mañana, cuando la hermana fue a
llevarle el desayuno, él no estaba despierto
como de costumbre. Tuvo que llamarle
blandamente:
— Lucio... Lucio.
Tardó algún tiempo en despertar.
— ¡Perezoso, despierta!.. Lucio...
Luego de abrir los ojos, incorporóse para
preguntar a la hermana:
— ¿Hace mucho rato que estás?.. ¿Cuándo
viniste?
— Acabo de entrar ahora... ¿No has descansado bien?
— ¿Y te han visto?.. ¿Te ha conocido alguien ai venir?
—Pero ¡qué dices!
— ¡Oh, si lo supieran... sí supieran que
habías llegado..!
Ella vió en el fondo de sus ojos dos llamas
siniestras, y quiso huir; pero él, felino y rápido, saltó del lecho. Su desnudez lamentable temblaba bajo la camisa insuficiente a
cubrirla. Fuese hacia ella, y mientras le desgarraba los vestidos, oprimióle con su boca
la boca, sin dejarla gritar.
— ¡Lucio!.. ¡Suéltame!.. ¡Qué horror, qué
horror!
Medio desnudos lucharon largo tiempo.
Ella se defendía desesperadamente, dándose
cuenta de la probable monstruosidad. Él,
multiplicando sus ataques, combábase sobre
ella, frenético. En la estancia sólo se oíanlas
respiraciones jadeantes; por el suelo exparcíanse los jirones de tela; en la carne, las
nrianos imprimían hondas huellas moradas.
Hubo un momento en el cual todo el cuerpo
de la hermana sintió el contacto del cuerpo
de Lucio, en tanto se ensangrentaban sus
labios bajo los labios del sátiro. Entonces,
inconsciente ya, le atenazó el cuello para repelerle. Aún lucharon algunos segundos. Ella
apretaba con fuerza, con todas sus fuerzas,
hasta que pudo comprender que ya sólo ella
oprimía... Pero luego, sus gritos resonaron
afuera clamorosos y trágicos.
Y el polvo que levantó el cadáver de Lucio
al batirse contra el suelo, se hizo luminoso
en un rayo de sol. |