Hoy, cuando ya veo terriblemente cerca
las fronteras de la senectud, viene a mi recuerdo este episodio que cambió la orientación de mi vida trazada por mi madre. No
contaría dieciocho años cuando fui expulsado
del Seminario; me faltaban cuatro para ordenarme, y era de los más aventajados latinistas: lo probé traduciendo a Cicerón y a Plinio. ¿Cómo nació en mí el anhelo de la vida
sacerdotal? Lo ignoro. Tal vez mi exuberante fantasía — esta fantasía cultivada luego
en la carrera literaria— fuese culpable; quizás el esplendor solemne de las ceremonias
litúrgicas y el silencio, contrastando con las
turbulencias de la vida infantil, guiase mi espíritu a una introspección, tras la cual juzgueme místico y asceta. Después de mucho
rememorar, hago punto de partida de esta evolución al día que por el obispo de Santiago
de Cuba me fue confirmada la gracia bautismal. Mi padrino era notario de la curia y
gran amigo de Su Ilustrísima. Fuimos al palacio, en cuyo oratorio verificóse la ceremonia.
Luego el señor obispo me obsequió: pastas y
licor, un licor muy suave. Sobre sus rodillas
yo estuve anonadado largo tiempo. Platicaba
con el padrino mientras me acariciaba distraídamente. Yo permanecía silencioso, suspenso el ánimo, sin atreverme a mover los
pies, calzados con zapatitos nuevos. Mi vista,
resbalando por la amplitud de su sotana morada y grave, llenaba mi espíritu de una admiración donde había algo de intranquilidad.
Cuando salimos, el señor obispo me impuso
una medalla bendita, avalorándola con buenos
consejos: «Debía obedecer a mi madre; seguir
el ejemplo del padrino. »Desde entonces, soñé
muchas veces con el obispo; unas, me aparecía
revestido de sus ornamentos, la mitra, concluyendo su alta figura refulgente; pero las más
— aun siendo hombre, he soñado con él una
vez— envuelto en la sotana morada, retrepado en el sillón rojo, sobre cuya púrpura profunda
era nota grata el albor de su cabellera.
Rebuscando en un cofrecillo, que guardaba
menudos objetos, magnificados por el poder
evocador de pretéritos instantes de mi vida,
he hallado, cuidadosamente doblada, una
cuartilla de papel. Al leerla, se ha avivado,
hasta precisarse en mi imaginación, todo el
extraño incidente que voy a narrar. Sin él
quizás fuese yo hoy obispo, y la majestad
de mi sotana obsesión de algún visionario.
¡Cuán poco es suficiente para desorientar
nuestro destino! Muchas veces, en el transcurso de mi vida artística, pensé hacer al padre Rosell protagonista de una narración; el
temor de falsear su espíritu, equívoco y complejo, me detuvo. Era un escrúpulo de conciencia inmerecido por él, artero y cruel en la
venganza. El tiempo, perfecto tamizador de
recuerdos, habrá borrado de mi memoria los
detalles no interesantes, y la figura del padre
Rosell surgirá ahora de mis páginas, como la
veía yo en aquella época remota y feliz, que
no volverá ..
El salón de estudio era una habitación
cuadrangular muy espaciosa. En toda su longitud se alineaban paralelamente dos filas de
pupitres, formando en el centro un callejón
por el cual paseaba el vigilante. Estábamos
colocados por secciones: los menores de
catorce años ocupaban el ala izquierda y
los mayores la derecha, alegrada por grandes ventanales que atalayaban el jardín,
donde florecían rosas varias y algunos frutales, bajo la protección de un ciprés colosal y trágico. Desde el fondo de un cuadro, San Luis Gonzaga presidía con cierta
languidez nuestros estudios. Llegada la Primavera ascendían del jardín efluvios fragantes: olor a tierra húmeda y a flores, que
apartaba nuestra imaginación de los libros
místicos.
Aquella tarde, el padre Rosell entró en el
estudio demudado. Sobre la sotana percibíase
el tremar de sus manos linfáticas y señoriles.
Su voz meliflua pronunció con vibraciones
de cólera mi nombre:
— ¡Sr. Celada!
Yo me alcé medroso, consciente de la causa
de su indignación.
— Mire, padre...; yo no he pegado a
Rey...; ha sido una broma... Se estaba burlando de mí.
Oculto tras él, Rey me acusaba entre sollozos:
— Me ha pegado, padre..., muchos, muchos
golpes... La tienen tomada conmigo.
Aún traté de disculparme; pero su voz tremolada ordenóme salir de plantón. Ya afuera,
me pellizcó, henchido de saña; un pellizco
interminable y creciente, mientras decía:
— Han de escarmentar los mayores... ¡Camarilla de sucios!... Quien se atreva a tocar
a un pequeño, sobre todo a Rey, habrá de
vérselas conmigo.
Y salió del salón. El padre Rosell contaba
pocos meses de antigüedad en el seminario.
Desde el primer día atrajo su persona nuestra extrañeza; del conjunto, casi siempre
desaliñado de los otros padres, destacábase
su figura joven, tocada con elegante corrección.
En su sotana, levemente ceñida, jamás
veíase el baldón de una mancha; al sentarse,
bajo la urdimbre sutil de sus medias, insinuábanse las piernas impúberes; sobre sus
zapatos, fulgían con perenne esplendor las
plateadas hebillas; la tira del cuello mostrábala siempre impoluta; sus mejillas azuleaban
todas las mañanas sin lograr dar envidia a
la tonsura de su cabeza; y en un movimiento
peculiar para rectificarse la curva de las cejas, con los dedos humedecidos, ponía algo
de coquetería.
El Rector habíale anunciado como gran
pedagogo: «Uno de los talentos más claros de
nuestra santa Iglesia.» Y este concepto no
era hipérbole: el P. Rosell se hizo en escaso
tiempo e! más admirado de los profesores.
Explicaba de modo magistral; la frase le obedecía pronta, y facilitaba la comprensión con
ejemplos — hoy inquiero que algo sensuales — adueñándose de nuestro interés. Al narrar las vidas de santos, animábalas con incidentes pintorescos, y nunca su palabra era
dura. Hasta cuando decía la epopeya sin sangre de aquellos sombríos penitentes cuyas
vidas sublimadas por el cilicio, el flagelo y
la abstinencia transcurrieron en la Tebaida,
su plática dejaba en nuestros ánimos grata
impresión; algo como un recuerdo color
rosa.
Y era afable, excesivamente afable y solícito. Pero el hecho del cual nació nuestra antipatía hacia él vino a probarnos la imposibilidad de tener nada oculto a su azul mirada escrutadora. Frontera al Seminario, una
huerta extendía su júbilo feraz, y algunos
educandos mayores descubrimos que la hija
del jardinero regaba las hortalizas al declinar
la tarde. ¡Cuántas veces, ayudados por unos
gemelos, perseguíamos la visión lozana y femenina, que desaparecía para aparecer de
nuevo ondulándose, semejante a fruta madura y lujuriosa, entre los surcos! Declaramos la guerra al P. Rosell. Por única vez, se
nos mostró sin hipocresía: solapado, astuto
y desposeído de su fingida suavidad. Él,
exorable para todo, tuvo acentos de indignación.
— ¡Indecentes... ateos...! ¡Daré parte al padre Rector... Mirar a una mujer... ¡¡Qué
asco... qué asco!!
Nos odió y le odiamos desde entonces. Su
penetración descubría siempre en nosotros
faltas que castigar. Y sus castigos no eran
violentos; no era un golpe, un capirotazo impulsivo, como los de aquel P. Juan, a quien
por su contextura atlética y por su temperamento sanguíneo llamábamos «El toro»; eran
refinados hijos de una malevolencia sabia,
merced a la cual vulneraba los puntos más
sensibles al dolor, en la vanidad y en el cuerpo.
Fue una guerra tenaz, mantenida en secreto por ambas partes beligerantes. Ninguno
pudo sospecharla. Ante todos, él seguía siendo para nosotros afable y solícito. Al pasar
lista sabía poner en nuestros nombres inflexiones cariñosas, pero su odio no perdonaba
medios de zaherirnos. A nuestras miradas
aparecíase exento de todo pecado. Y a pesar
de esto, sospechábamos de él algo grave. ¡Oh,
su astucia! ¡Con cuánta felina sagacidad nos
hacía saber que no ignoraba nuestro acecho!
Al fin, Manolo Barés pudo descubrirle una
falta: había levantado a un pequeño, advirtiéndole que nada dijese, el correctivo impuesto por otro padre. Le delatamos torpemente, y su habilidad hizo que fueramos
castigados por acusadores.
Desde entonces odiamos también al pequeño. El padre Rosell velaba por su bienestar; Rey tuúvo la beca más flamante, el bonete
más nuevo. Lo regalaba con golosinas delicadas. Nunca al pasar junto a él dejó de hacerle una caricia; a la hora del recreo hacíale
subir a su celda y en ella estaban hasta el
toque de clase. Y nosotros sospechábamos,
sospechábamos, sin atrevernos a intentar
nada. Por eso aquella tarde, en un acceso de
ira, yo me levanté a pegar al pequeño.
Al salir de estudio nos juramentamos; era
preciso tomar venganza. Cada cual expuso su
proyecto.
— Debemos empujarle, al bajar al jardín.
— Debemos comprar un veneno.
— Debemos poner fuego a su celda.
— Debemos...
Se aprobó la idea de Barés, como menos
difícil: la tarde que le correspondiese rezar
los Ejercicios en la capilla, subiríamos al coro
y, sigilosamente, dejaríamos, caer sobre él la
férrea águila del facistol.
Y aguardamos llenos de impaciencia, el
transcurso de la semana. Antes de decidirnos,
nos juramentamos de nuevo, estrechándonos
las manos con solemnidad: «Pagaríamos todos o ninguno.» Ascendimos descalzos la
escalera. Ya en el coro, le divisamos indecisamente, sentado en el reclinatorio, colocado
a exprofeso. En las altas vidrieras polícromas
moría la tarde. Debajo albeaba la coronilla
del condenado como un blanco difícil. Fue
cuestión de varios segundos, tal vez de menos tiempo. Pusimos las manos en el facistol
y realizamos un esfuerzo unánime...; ya estaba hecho. Primero, un chirrido agrio;
luego, casi a la vez, un gran estrépito y un
alarido penetrante; luego..., nada.
A la hora de la colación entró el padre Rosell ayudándose con muletas. Recogiéronle
sin sentido mutilado horriblemete un pie:
pero no quiso guardar cama. Al entrar, su
mirada de acero clavóse en nosotros, en mí.
Y no acusó a nadie. Interrogado por todos,
dijo haber visto desde tiempo detrás el facistol en equilibrio dudoso. Su mano blanda
y linfática revoloteó con extraña nerviosidad
sobre las cosas. Al pasar, tuvo para Rey una
sonrisa... Y aquella noche, un poco adoloridos y un poco contentos, cenamos, mientras
la voz monórrima y cansada del lector desgranaba con lentitud episodios de la vida de
Santa Teresa.
Yo era el primero de la fila; delante había algunas mujeres, y el sacerdote iba poniendo la hostia sobre la mancha blanca y
rojiza de la lengua extendida. Luego de recibir la comunión alzábanse, cruzando por detrás de nosotros. En la capilla pesaba el humo
del incienso hasta hacer la respiración fatigosa. La última devota ofreció al sacerdote
su boca joven, y yo la contemplaba estremecido, como en las tardes primaverales que
nos llegaba el hálito turbador del jardín deseoso de no contemplarla y presa la mirada
en el contorno de su silueta grácil. Cuando
pasó volví la cabeza inconsciente, dilatando
la nariz para percibir mejor aquel efluvio erótico y tibio. El oficiante llamóme la atención
de modo discreto; luego me hizo merced de
la Sagrada Forma.
Al día siguiente, el P. Rosell narró en clase la historia de un hereje indigno de recibir
el cuerpo de Jesús, pues separaba de Él la
vista para fijarla en una mujer, en una repugnante mujer. Desde mi asiento sentía yo
la herida de su mirada, de aquella mirada
perspicaz, que desde el fondo de la iglesia
había descubierto mi culpa.
Tras lenta curación, andaba ya sin servirse de ayuda. Florecieron los árboles en el
jardín; cayeron sazonados sus frutos; los
cierzos de Octubre arrancaron las primeras
hojas. Un seminarista nuevo, también rubio,
bello y exangüe, entronizóse en mengua de
Rey hasta el puesto de preferido.
Una mañana hallé sobre mi mesa varias
limas sutiles, hebras de acero y los barrotes
de mi reja casi cortados. Muchas después,
cuando ya no recordaba el hallazgo primero,
vi sobre mi almohada largos cabellos blondos; y entonces, sospechando, busqué. Bajo
la cama, enrollada a los hierros, encontré
una escala de seda; entre mis libros, hojas de
algunos de Voltaire, Renán y otros autores
para mí entonces desconocidos. Aún no me
explico la paciente astucia, la taimada malevolencia precisa para introducirse en la celda,
a pesar de mi vigilancia. Todo fue inútil.
Cierta tarde recibí orden del Rector de bajar al jardín. Asaltado por vago temor, me
asomé a la ventana del estudio: vi abajo todos
mis compañeros formados; la nota roja de las
becas denotaba alegre en la línea ondulante
y adusta. El Rector presidía el claustro con
inquietante solemnidad. En el suelo proyectábase punzante y trágica la sombra del ciprés. El sol, óptimo alquimista, había trocado en oro los aceros del balaustral. Descendía, al fin.
El Rector, destacándose del grupo, me
dijo, después de mostrarme varios papeles:
— ¿Reconoce usted esa letra?
Era mía, y dije:
— Si, señor.
— ¿Y esta otra?... Lea... lea usted.
Me torné rojo. Aquella era mi letra, y
aquello no lo había escrito yo. El Rector,
implacable, clamó otra vez:
—¿No es esta letra igual que ésa?
— Sí, señor..., pero.
Dejó en mi mano los papeles, y dirigiéndose a mis compañeros, dijo con voz velada
por los sollozos:
— ¡Por única vez en los anales de esta santa
casa nos vemos precisados a arrojar de ella
a un hereje! Celada no es ya vuestro compañero, no merece ser vuestro compañero, ha
pecado, y su alma, vendida a los malos espíritus, le dicta ofensas contra Dios... Señor Celada, ¡queda usted expulsado del Seminario!
Y a un fámulo, bajando la voz:
— Puede entregar a ese hombre ropa seglar
y recogerle el hábito; !o purificará el fuego.
En la honda quietud vesperal resonaron
sus palabras lúgubremente. Los seminaristas lloraban; lloraban los padres, y entre
ellos, sin más exaltación, lo mismo que ellos,
sollozaba el padre Rosell.
Han transcurrido muchos años. Tengo
entre mis manos la cuartilla amarillenta
por el tiempo; plegada en dos dobleces,
que forman sobre ella una cruz irrisoria.
Es mi misma letra de entonces, desigual:
a veces erguida, otras cayéndose , como
víctima de cansancio. Lo escrito en ella,
expresa así:
«Dijérase que a la divinidad cristiana se
llega por el halago de los sentidos y no por
el culto de la espiritualidad. Sus plegarias
tienen exaltaciones sensuales—¡cordero divino, paloma blanca, lirio amoroso!—. Ofréndanle sahumerios aromados, luminarias, músicas, y para las ceremonias de sus ritos, sus
sacerdotes se revisten de una magnificencia:
oro, encajes, sedas, tisúes, más apropósito
para cautivar a una cortesana que a un ser
puramente esencial.»
¿Dónde estará el padre Rosell? ¿Cuál sería
verdadero espíritu de aquel padre, que
surge ahora entre mis evocaciones nimbado
de incierta maléfica aureola?.. ¡Quién sabe!
Leyendo estos renglones, obra suprema del
talento y del disimulo, tengo un recuerdo de
admiración para aquel ser artero, tenaz como
un hombre y felino como una mujer; genio
andrógino de la venganza.
Por única vez de mi vida siento deseos de
ser plagiario. ¡Oh, si no lo supiera nadie! Si
tuviese seguridad de que él ya no existe, esta
página voltaria, trazada por mano de clérigo,
sería la primera de un libro. |