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Alfonso Hernández Catá

"Diocrates, Santo"

Capítulo 1

Cuentos pasionales

Biografía de Alfonso Hernández Catá en Wikipedia

 
 

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Música: Falla - El Sombrero de Tres Picos - 4: Danse du Corregidor
 

Diocrates, Santo

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I

La ocre monotonía del desierto desarrollábase bajo el dombo azul. Los días claros, en el confín del horizonte, se distinguía la nota verde de un bosquecillo de ojiacantos, y la ciudad, reclinada junto a él como una matrona perezosa, era una erección de blancos edificios, cuyas ventanas, de piedra transparente, al ponerse el sol parecían láminas de oro.

Las nubes obscurecían el cielo encima de la ciudad y del bosque. Eran nubes negras que, al encontrarse, tenían flamígeros saludos; nubes de tormenta que, deformadas por el aire caliginoso, adoptaban formas extrañas y variables: dragones, ciclopes, animales imaginarios de quiméricas formas, gigantescos miembros cercenados, cosas sin nombre...

Diocrates y Simón contemplaban el espectáculo desde la puerta de la gruta.

—Sobre la gran señora se levanta la cólera de Dios—dijo Diocrates, luego de un silencio larguísimo.

Simón, en tono de réplica, pero dulce, cariñoso, repuso, remarcando las frases:

— Sobre la gran ciudad de los edificios blancos y los pecados negros, como tú la llamas, se han detenido accidentalmente nubes de tempestad, que igual pudieron detenerse sobre la tierra de promisión.

Y un pliegue burlesco se acentuó en las comisuras de sus labios— finos labios pasionales —, mientras Diocrates, moviendo descontento la cabeza apostólica, acariciábase con una de sus manos la barba larguísima, entrecana.

Era, sin duda, un santo varón, y así lo pregonaban todos los penitentes del desierto. Jamás acercósele un desvalido a quien no diese limosna, limosna espiritual de consuelos, de fe, bella limosna de resignación para sobrellevar las amarguras. Su gruta era a menudo visitada por arrepentidos, quienes al abrazar la vida eremítica, solicitábanle consejo y confesión. Los chacales nunca quisieron buscar alimento junto a él, tal vez sabedores de que en la vivienda sólo hallarían su carne pecadora. ¿Que cuál era su procedencia? Nadie lo sabía. Los más antiguos en el desierto ya le conocieron allí, por lo cual podíasele juzgar longevo. Pero hubiérasele presumido joven al vérsele trabajar siempre, rebosando su cuerpo musculoso y atlético el vigor de que estaba llena su alma.

Nació, según oyéronle decir una vez, en lejanas comarcas asoladas por el pecado; tierras malditas en donde cundían la concupiscencia y todas las disoluciones. Y por sí mismo habíase fabricado la gruta que le servía de albergue. En el centro, tras largas vigilias de trabajo incesante, logró erguir una cruz tosca, labrada en granito, y ante ella, prosternado, pasaba gran parte del día haciendo oración o azotándose con el nudoso cíngulo que por la cintura ceñía su túnica medio desgarrada.

Así, solitario, habían transcurrido luengos años de su existencia. Pero una tarde que abandonó el desierto para acarrear del bosque arbustos conque hacer una hoguera, de cuyo seno, en espirales de humo y lenguas de llama, ascendiese su canto de aleluya por el advenimiento a la tierra del Dios verdadero, acercóseie extenuado y jadeante un hombre, demandando alimento y hospitalidad. Enjuto de carnes, de estatura exigua y color cetrino era el recién llegado. Por la forma de su vestido podíasele conjeturar procedente de la población.

—Qué, ¿necesitas alimento? Escaso será el que puedo ofrecerte—dijo a su solicitud el frío cenobita—. Pero, si eres frugal, sigúeme y repartiré contigo mis legumbres.

El desconocido marchó tras él sin pronunciar una palabra de gratitud. Así anduvieron largo espacio. Diocrates, solícitamente preguntó:

—¿Vienes de la ciudad?

—Sí, de ella vengo.

—¿Fuiste a realizar alguna buena obra?

—No.

—¿Luego eres— y perdóname si no—cortesano?

—Lo he sido.

—¡Ah!

E instintivamente se separó de él, como hubiera hecho con un leproso.

Hubo otro lapso de silencio. Por destruir aquel pesado nexo de hostilidad el solitario interrogó de nuevo:

—¿Y cómo te llamas?

—Simón.

Llegados a la gruta pusiéronse a comer las viandas escasas para uno, que Diocrates partió igualmente entre ambos, en el santísimo nombre de Dios. Eran poco jugosas, y el forastero dijo, casi sin darse cuenta:

—¿Tienes vino?

—¿Vino?... ¡Oh, no!

—Perdóname... soy incorregible. Cuando me arruiné prometí no libar nunca más de ese líquido funesto y portador de goces, al cual debo la mayor parte de mis desgracias.

—Luego ¿tienes desgracias?

—Sí, muchas.

Y como el penitente se interesara por conocerlas, Simón el cortesano se las refirió todas: «Había sido muy rico y había dilapidado su fortuna; había gozado de la vida rindiendo culto a Príapo y a Baco, que eran sus dioses; había concluido su vigor físico corrompiéndose en fiestas eróticas; había sido jugador, pendenciero; había pregonado la guerra; había estuprado jóvenes vírgenes; había, en el pórtico del templo del Dios del Gólgota, poseído a una cortesana, mientras, fingiéndose novicio, se dejaba, por placer, hurtar las monedas de su bolsa; se había burlado de los creyentes... Pero finalizó su caudal, y entonces vejáronle y despreciáronle todos. Le engañaron sus amigos y le despreciaron sus parientes. La costumbre deviviren la fastuosidad impidióle dedicarse a nada, y su orgullo no supo domeñarse a vivir de un oficio en aquella misma ciudad antes rendida a sus magnificencias y consternada a sus fechorías. ¿Que si no había buscado consuelo en el estudio? Sí, pero los filósofos sólo proporcionáronle una tea de razón que avivaba su descreimiento. Era descreído, y gracias a eso narraba sus desdichas en burlesco tono. ¿Que hacía mal? ¡Oh!, jamás cometería la estolidez de hacerlo de otro modo, que Dios—si existía— harto mostró ya ser su enemigo.»

E inclinando en sus manos señoriles la cabeza mefistofélica, quedóse un momento meditando:

—Me han engañado mis amigos, me han repudiado mis parientes y ya no creo en nada, en nada: soy escéptico.

Diocrates, hundida la frente en el polvo, pedía a Dios por el alma del cortesano. Cuando hubo concluido sus preces, tornó a interrogar:

—¿Y abandonas definitivamente la gran urbe?

—Sí; la vida en ella me es imposible: me perseguían los acreedores, rechazábanme las mujeres, y los chiquillos, a quienes antes tiré óbolos desde mi cuádriga, ahora arrojaban piedras a mi paso... No volveré nunca a la ciudad.

— ¿Dónde irás entonces?

—No lo sé.

—¿Proyectas—y sea el Señor loado si es tu designio ese— convertirte a la verdadera religión?

—¡Oh! convertirme... ¿a qué y por qué?

«Su religión era negarlo todo... Pensaba errar el resto de sus días por el desierto, sin rumbo, al azar, completamente nómada. ¿El sustento?... Eso era lo de menos: Cuando tuviese hambre robaría al primero con quien se hallara, a él mismo, si no encontraba otro... O si no, se dejaría morir; o mejor aún, para darle un ejemplo a la naturaleza infecunda, cual nuevo y voluntario Prometeo, se mataría para sustentar a los cóndores con sus entrañas acibaradas... Eso pensaba hacer.»

Extenuado por el cansancio, quedóse dormido. Diocrates, luego de abrigarle con una piel de tigre, prosternóse ante la cruz monolítica para meditar. En su cerebro, mientras pedía por el descarriado, germinó la idea, pues que no llevaba derrotero fijo, de rogarle se quedase a vivir con él, y entonces hacerlo y hacerse meritorio a la gracia de Dios, convirtiéndole. Rememorando sus profundos conocimientos de Historia, recordó que San Celestino compartió su existencia con un fauno, a quien hizo confesar la verdad suprema, trocándole así en epinicio al Señor, y canonizándolo vivo con el nombre de Amico. Por otra parte, el glorioso San Jerónimo fué compañero de sátiros y de caprípedos, y Cristo, el gran Maestro, había peregrinado por tierra de impíos.

Casi estaba el sol en el cénit cuando a Simón le abandonó el sueño. No viendo al penitente en la gruta, le aguardó para despedirse. Llegado Diocrates, dijo haber salido por viandas. No para sí, pues cumplíale aquel día abstinencia, sino para él. Era necesario nutrirse para emprender con algún vigor el desrazonado viaje.

Durante la comida, tras medrosas circunvoluciones, el viejo explanó su proyecto de vivir en adelante juntos:

—¿Qué le importaba, si al hacerlo no había de desorientar ningún rumbo?... Serían dos compañeros... más, dos hermanos, y él induciríale en los sagrados misterios y velaría por él, y le consolaría y enseñaríale a confiar en Dios y a ser bueno... ¿Aceptaba?

Simón aceptó.

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Misterio y Terror