Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

Alfonso Hernández Catá

"El crimen de Julián Ensor"

Los siete pecados

Biografía de Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

 
 

[ Descargar archivo mp3 ]

 
Música: Falla - El Sombrero de Tres Picos - 4: Danse du Corregidor
 

El crimen de Julián Ensor

 

Julián Ensor, lo mismo que el señor Parent y que Epíseopo, era un cobarde incapaz de intentar nada en contra de la mujer que siendo suya por convenio legal y divino, la sabía él ajena por codicia y por liviandades. La conoció en una "brasserie" alejada del centro de la población, a la cual iba para rehuir la tiranía de varios compañeros de oficina, que, no contentos con hacerle pagar todas sus faltan y realizar todos sus trabajos, le buscaban por las noches para reírse de su simplicidad y zaherirle con procaces burlas. En el rincón menos concurrido, mientras la espuma iba deshaciéndose con tenue chispear sobre el oro líquido y transparente de la cerveza, se resarcía de las penalidades sufridas en las ocho horas de trabajo. Solo, libre de sus amigos, sin pensar en nada, Julián Ensor era feliz. Allí nadie le hablaba; nadie, sospechando su carácter débil, le hacía blanco de invectivas. La cervecería llegó a ser para él una necesidad, una voluptuosidad, tal vez la única de su vida de claudicaciones. Por las mañanas, al esmerarse en copiar, con su elegante letra inglesa, oficios y deposiciones ministeriales que habían de valer plácemes a otros, pensaba en la llegada de la noche, en la luz cruda de los focos eléctricos, en los amplios divanes tapizados de verde y en los espejos luminosos y profundos. Ya por las tardes todo su cuerpo enflaquecido tremaba de dolorosa impaciencia, y luego comía aceleradamente, dejando muchas veces el postre, para ir, con las precauciones de un malhechor que se cree perseguido, a sentarse intranquilo y dichoso ante el vaso de cerveza, cuyo amargor penetrante no concluía de ser grato a su paladar.

Conocía de vista a todos los parroquianos asíduos, y siempre que los hallaba en la calle cruzaba con ellos una mirada familiar, casi misteriosa, una de esas miradas que forman el hilo de un secreto. Y allí conoció a su mujer. Era joven, morena; en su rostro, bajo el complicado artificio de su cabellera opulenta y obscura, dos manchas bermejas contrastaban con la tenebrosa profundidad de sus ojos, agrandados por sendos círculos azules, y con la curva constantemente húmeda y roja de su boca, que fingía una herida.

¿Que cómo fué el caso? Concretamente nadie puede decirlo. Tuvo esa encadenación inesperada y fatal que eslabona los hechos, uniendo términos tan distantes, que la perspicacia más aguda no sospechara verlos acercados jamájs. Durante muchas noches él la vió con el mismo manso amor con que veía todas las cosas del establecimiento: los divanes, las mesas, las cafeteras humeantes, las botellas de opaca diafanidad, el rapaz, granuja precoz, que pregonaba con voz insinuante cerillas y periódicos ilustrados. La veía ambular por entre las mesas, inclinarse ante los parroquianos y recorrer, con la diversidad de sus sonrisas, una extensa gama, cada uno de cuyos matices hubiera servido a otro observador más sagaz para clasificar la esplendidez de las propinas. La veía como a una cosa, y nunca pensó en el encanto sensual de aquel cuerpo, que muchas veces, al hurtarse rápido en un esguince a la solicitud de una mano aviesa, chocaba contra los veladores, alzando de ellos un sonoro temblor de cristales. Casi no advertía que eUa era la más joven y la más hermosa de las camareras; casi no advertía que ella era la más agasajada. Para él era uno de los objetos de la cervecería... Y sin embargo... ¿cómo fué aquello? Una noche, ella no le cobró la cerveza; otra, pasadas algunas, le trajo un vaso sin él pedírselo y tampoco se lo quiso cobrar; varias semanas después le dió para que cambiase un billete de veinticinco pesetas y ella no volvió con el cambio, y la noche de un viernes, por fin, le dijo que la esperara y salieron juntos. En la calle se les unió un viejo de cabeza intonsa y brillante mirada suspicaz. Ella le dijo que era su padre.

—Mi Juanita ya nos había hablado de usted. En casa tienen mucha gana de conocerle.

—¿De mí?... ¿Ella le ha hablado de mí?...

—Nosotros no somos de esos padres que se oponen a que sns hijas tengan novio, ¿sabe usted? Siendo, como usted, persona honrada... Desde hoy ya cuenta con nuestro permiso.

Y fue así. Después, una sucesión de hechos absurdamente lógicos: varios paseos, dos giras al campo, algunos viajes a la Vicaría, una ceremonia grotesca: un velo blanco, un ramo (quizás demasiado grande) de azahares, un frac de bazar, algunos latines rituales tartamudeados por un cura obeso. Y después... después la desdicha.

Y la desdicha fue tenazmente cruel. Desde la tarde de la boda, Julián Ensor sabía que era un predestinado, es más, lo sabía desde antes; y cuando el sacerdote le preguntó que si la aceptaba por esposa, él hubiera respondido que no, si aquella irremediable cobardía que pesaba sobre todos los gérmenes de su acción, le hubiera permitido el trascendental acto de hacer por única vez en la vida su voluntad, en vez de someterse a la de los otros.

Sus amigos comenzaron a hacerle visitas injustificadas. Fue mandado por su mujer a recados de premiosa tramitación. Una tarde, yendo de paseo escoltado por algunos jóvenes que sin recatarse de él la miraban con esas miradas que hablan de una historia, de un convenio o de una procaz solicitud, oyó una voz grosera decir: "Mira qué gracioso el marido de la Juanita.." Y algunas veces encontraba sobre su pupitre dibujados por manos rudimentarias y arteras, ciervos, tauros y unicornios, que él rompía en pequeños fragmentos para darlos uno a uno a la purificación del fuego de la estufa, mientras meditaba, fríamente, que sólo una explosión colérica podría redimirle de aquellas torturas.

Y tuvo que aguardar en la escalera a que, después de una mal disimulada inquietud interior, la puerta se abriese para encontrar en la sala a su mujer y a cualquier amigo en actitud harto comedidas. No era promediado el segundo mes de matrimonio cuando tuvo que servirse la cena, porque su esposa había salido sin siquiera advertirle, dejándole dicho que iba al teatro. Y al finalizar el quinto mes, la deformación maternal era en Juanita una acusación y una promesa perentoria de alumbramiento.

Julián Ensor sufría todo pacientemente. Por las mañanas, al entrar en la oficina, sus compañeros le preguntaban uno después de otro, con voces entrecortadas por toses y por risas burlonas:

—¿Cuándo nace tu hijo?

Y aun otro, el más desvergonzado, añadía:

—Es preciso que la buena estirpe de los Ensor se perpetúe.

Y Julián hundía el acerado raspador en la carpeta, y al hacerlo, pensaba en los corazones de aquellos que tan despiadadamente herían el suyo, aterrorizado por la visión sangrienta que en su imaginación, cándida y pacífica, se fijaba con el burocrático aspecto de un frasco de tinta roja derramado.

Fue en abril, una tarde al volver del Ministerio embriagado con la fragancia áspera de un ramo de geranios que le obligara a comprar una florista, cuando el viejo de cabeza intonsa le recibió con acongojado clamor:

—¡Juanita está grave!... Corre, ve a casa de don Luis... ¡La comadrona ya no puede hacer nada!

Casi sin conciencia descendió la escalera, y con pasos inciertos de beodo dirigióse a casa del doctor. Al ir a trasponer la acera, un hombre se le acercó decidido y turbado: era un antiguo parroquiano de la cervecería:

—¿Usted es el marido de Juanita?... ¿Cómo está?... ¿Es cierto que puede morirse?

—Bien... No sé... No, no se muere.

Julián Ensor comprendió; en un instante se hizo cargo de aquella abominable vergüenza. Y en tanto, sin detenerse, tropezando con los transeúntes, seguía su ruta, pensaba que el se debiera volver y matar, con la misma glacial indiferencia bárbara con que pensamos trágicas soluciones a un drama visto en el teatro.

El doctor le recibió con lenta cortesía, haciéndole, a la vez que se ponía parsimonioso el abrigo y el sombrero, preguntas que él contestaba maquinalmente.

—¿Tiene convulsiones?... ¿No la han sometido durante quince días a alimentación láctea?... Tal vez sea la albúmina el motivo... ¿Cuántas meses llevan de matrimonio?

Julián Ensor, afrentado y cobarde, respondió hasta la última pregunta, sin mentir. En el coche, mecido por el blando vaivén, una idea terrible comenzó a rondarle; una idea tan pavorosa que él en vano la trataba de esquivar mirando la calle, en apariencia fugitiva, por el cristal turbio del carruaje. Era una idea tenaz, diabólica, que nacía de algo desconocido en él, de algún centro de recónditas energías. "¡Si ella muriese!" Y la idea se desarrollaba, se precisaba hasta concretar todos sus trámites: un féretro, una noche de vela, un paseo tras un carro fúnebre en una mañana asoleada, y después... después la libertad, la soledad, los ratos felices en otra cervecería donde no hubiera mujeres, viéndose todas las noches en la hondura luminosa de los espejos, y no pensando ni temiendo nada ante el oro trasparente y líquido de la cerveza que se iría deshaciendo con tenue chispear.

El doctor penetró en la habitación, volviendo a salir poco después, desnudos los brazos, para buscar en un maletín algo que Julián vió brillar con argénteas fulguraciones. Antes de volver a la alcoba, le dijo:

—Más vale que usted se quede afuera.

—Sí, yo estaré aquí, junto a la ventana.

Sujeto a los barrotes, casi convulso, escuchaba los menores ruidos de adentro. Las vecinas piadosas salían o entraban con vasijas y trapos. De tiempo en tiempo percibíanse las frases imperativas del doctor. Y por las rendijas, en un instante de audacia, pudo ver el rostro exangüe de su esposa, junto al cual una mano sostenía un frasco azul. Sin reparar en Julián comentaron algunas vecinas que salían:

—¡Vaya un trance duro, mi señora! Uno de los dos tiene que quedar... El doctor lo ha dicho.

Y entraron. Solo, sujetándose a la ventana para no caer, la idea terrible volvió a hacer presa en su cerebro. Ahora se concentraba más: "¡ Oh, si ella muriese!" Y con una rapidez de alucinación se sucedían en sus ojos cerrados las visiones de una caja grande galonada de oro y de una cajita blanca muy pequeña, casi tanto como la caja de papel del jefe de su negociado. "¡Si fuera ella la que muriese!..." La idea se agigantaba, se apoderaba de su voluntad y la dirigía hecha un voto maléfico hacia dentro del cuarto, donde la anestesiada articulaba con torpeza frases incoherentes y llamaba a alguien, a alguien que él ya odiaba. ¡Oh, tanto tiempo sin sospechar! Al recuerdo de aquel antiguo conocido visto con simpatía innumerables veces, al recuerdo de la pregunta audaz, al recuerdo de su plácida dicha truncada, la idea perfeccionaba su maleficio, hacíase más claramente perversa: "¡Que sea ella., que sea ella aunque viva su hijo!"... Y hubo un murmullo dentro. El comprendió que algo decisivo ocurría y se aferró con convulsa fuerza a los barrotes... ¿A cuál de los dos tendría que acompañar en la mañana asoleada que siguiese a la interminable noche de velorio?... Sobre el murmullo compasivo, unos vagidos gangosos é intermitentes vibraron en la habitación.

Y una de las vecinas que salía trémula, retratado en el rostro ese horror inconfundible de los que han visto pasar a la muerte cerca de sí, exclamó al ver a Julián exánime junto a la ventana:

—¡Pobre!... ¡Tan poco tiempo de casados!... ¡Mira cómo tan débil ha podido doblar los barrotes: ¡la fuerza del dolor!... ¡Que Dios nos libre, señora, Dios nos libre!...

Inicio
     
 

Índice del Autor

Cuentos de Amor