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Emilio Gutiérrez Gamero

"El rasgo de Pañizosa"

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Música: Rachmaninov - Op.36, Sonata No.2 -II. Non allegro
 
El rasgo de Pañizosa
 

Oiga usted, contada al menorete, señor don Teótimo, la historia de mis desdichas, y por ellas vendrá en conocimiento de la causa de mi mal—dijo Pañizosa, y prosiguió de esta suerte:—Vine a la corte con más esperanzas que dineros, y pensé que en ella encontraría fácil acomodo, pues traía pocos años, grande voluntad y mucho apego al trabajo, con la añadidura de una apremiante carta del Alcalde de mi pueblo para un señorón de estos que tienen manejo en todas las oficinas del Estado. Meses y meses corrieron antes de que pudiera pasear mis ojos por la figura de aquel personaje cuya protección me era tan necesaria, porque mi hombre no se daba a partido ni mostraba su faz luciente al primer hijo de vecino, como a la solicitud de audiencia no fuese aparejada una recomendación de empuje. Enviéle la del Alcalde; me recibió entre dos luces; díjele mi empeño; me pidió muestra de mi letra; escribí cuatro garambainas que me dictó; le cayó en gracia el carácter de mis rasgos y salíme de su casa, en Dios y en hora buena, tocando palmas y creyendo que a la vuelta de un dado estaba mi fortuna. De allí a poco recibí una credencial de las de cinco mil reales, y héteme funcionario público en la Dirección de la Deuda, donde me aprendí al dedillo todas las leyes, ordenanzas, pragmáticas y decretos que se han promulgado en España desde que España debe dinero. Con esto fuí ganando la voluntad de mis jefes, que en cuanto conocieron lo bien arreglada que tenía mi memoria para colocar en ella, como en una anaquelería se coloca el botamen, las infinitas disposiciones gubernativas que a cada paso inventa nuestra providente Administración, echaron mano de mis conocimientos técnicos, y desde aquel punto y hora yo fuí el encargado de las cosas difíciles. Mis compañeros, viéndome siempre al yunque del trabajo, me echaron encima los suyos, y en adelante no hubo canje de valores, proyecto de emisión o pujos de arreglo en que yo no interviniese.

—¡A ver! que venga Pañizosa y nos diga qué fecha lleva la ley de...—exclamaba el segundo jefe de la Dirección.

—Oiga usted, Pañizosa: esta noche, a las nueve en punto, aquí. El diputado Hache ha pedido unos datos, y es preciso que usted los reúna para que mañana los lleve el Sr. Ministro a las Cortes. El material le pagará a usted un café y media tostada; enciende usted la chimenea, y con toda calma hace usted la notita—me mandaba el oficial del negociado.

—¡Señor de Pañizosa! ¿Sería usted tan amable que se sirviera resolverme este endiablado expediente que no sé por qué coyuntura meterle la pluma?—me suplicaba muy humilde el de la clase de terceros, recién salido del aula.

Y así, entre unos y otros, me traían y me llevaban como si fuera un zarandillo.

Algo me mortificaban estas interesadas preferencias; pero hube de consolarme ante la firme persuasión de que yo era el hombre indispensable de la oficina, sin cuyas luces y conocimientos nada podía hacerse que saliese a derechas.

¡Cuántas sabias medidas, que luego dieron fama de conspicuos a sus autores de pega, se fabricaron en este caletre mío! ¡Cuántas mejoras en nuestra maravillosa Administración se vendrían a mi casa, si las tirara la sangre, y no a las de los padres putativos que con ellas se ufanaron! Todo lo di por bien empleado, con tal de que me sirviera para echar fuertes raíces en la Dirección y me procurase algún adelanto en mi carrera; y si este segundo extremo de mi legítimo deseo no se realizaba nunca, pues ascensos y prebendas caían siempre del lado de los más ignaros, consolábame con la creencia de que ningún Ministro se atrevería a dejarme en la calle, porque al menor intento se habrían de levantar mil voces en mi defensa, siendo la primera la del Director general, que me honraba por modo extraordinario y consideraba tan útiles mis aptitudes intelectuales como si fueran sus pies y sus manos.

De esta suerte se deslizaron diecisiete años de mi existencia, sin otro accidente que aquel tremendo batacazo que pegué por causa de unos saeteros ojos que me atravesaron la autonomía. Y fue que en un baile de verbena callejera conocí a cierta joven, modista de oficio, que con el mirar sólo partía las piedras, y que me llevó blandamente al santo nudo, regalándome luego los ocho actuales herederos de mis timbres y blasones.

Referir las penas y amarguras que he pasado y paso para tirar del carro que contiene mi prole, con más la señora de Pañizosa, fuera tanto como contar las gotas que en un invierno llueve. Pensé que con los cinco mil reales del empleo y los ágiles dedos de mi cara cónyuge, que se despedazaban haciendo vainica y pespunte, no nos moriríamos de hambre tan aína; y por yerro de cuenta perdí el sosiego, porque Flora, que tal es el nombre de mi mujer, dió en la flor de echar gente al mundo, con que se aumentaron nuestras angustias, dado que, a pesar de mis méritos y tecnicismo, el inspirado ascenso no llegaba, ni por asomo tenía trazas de llegar.

En cambio llegó la terrible catástrofe fraguada por un desalmado Ministro, el cual, desconociendo el importante papel que yo desempeñaba en la mecánica de la Deuda pública, y para satisfacer aspiraciones de no sé qué elector suyo, que Dios confunda y mal poso haya, decretó mi cesantía, y con ella la ruina de una familia honrada.

Que al momento me dediqué a buscar recomendaciones capaces de ablandar las berroqueñas entrañas del autor de mi duelo, se cae de su peso. En semejante tarea ocupé mis forzados ocios, cuando una noche, al entrar en mi casa, donde me aguardaban hambrientos y desesperados mi mujer y mis pobres hijos, para quienes busqué en vano, pordioseando aquí y pidiendo allá, algo con qué comprarles el más sencillo alimento, se enredaron mis pies en un bulto que se hallaba medio escondido en el ángulo de la pared y las losas. Entre bajarme y cogerlo no medió espacio, y me hallé con una cartera de buen tamaño, de esas que usan los cobradores de la Bolsa. Tendí entonces la vista por la calle, pues quizás no estuviese lejos el que hubiese perdido aquella prenda; y como nadie por allí se parecía, púsemela debajo del brazo, subí los ciento quince escalones que conducen a mi vivienda, me metí en la alcoba, cerré la puerta, abrí el cartapacio, y por poco pierdo el sentido al sacar de sus senos y rincones un montón de billetes de Banco que, muy juntitos unos contra otros y por paquetes de mil duros, sumaban la enorme cifra de cien mil pesetas. ¡Una riqueza!

Lo primero que me vino a las mientes fue dar gracias a la divina Providencia, que así premia al justo y limpio de corazón cuando en ella confía, y lo segundo llamar a Flora, que en aquel instante libraba una batalla con los desconsolados muchachos para persuadirles de cuán sano es irse a la cama sin probar bocado, y comunicarle la inesperada aventura, término de nuestros quebrantos y principio de la felicidad. Pero al ir a poner por obra tan alegre decisión, paralizóse mi cuerpo, una llamarada de vergüenza me subió al rostro, el recuerdo de mi intachable fama me llamó a la realidad del deber, y la idea de que el dueño de la cartera quizás fuese un pobre, encargado de llevar y traer valores, fue creciendo, creciendo en mi espíritu, y ya vi en la cárcel al descuidado dependiente convicto de ladrón y condenado a presidio, y deshonrado su nombre y en la miseria a su familia, porque seguramente tendría, como yo, pedazos del alma por quienes gustoso daría la existencia.

Júrole a usted, señor D. Teótimo, por la hora de mis postrimerías, que aquella bellaca tentación de quedarme con las ajenas pesetas duró muy poco, no más que unos cuantos minutos, pero fueron horribles y me parecieron siglos, porque mientras cogía el sombrero y me preparaba a salir, oí llorar con desgarradora pena al más pequeño de los muchachos, a mi pobre Esteban, un serafín del cielo, que protestaba a voces contra el forzado ayuno. Lo que entonces sintió esta flaca naturaleza mía no se puede expresar con palabras. Figúrese usted que dentro del pecho se le meten todos los cariños de la humanidad y luego se le rompen en mil pedazos y de golpe quieren escaparse por la garganta, y apenas se dará usted ligerísima idea de mi sufrimiento.

Y, sin embargo, tuve el valor de marcharme ahíto de honradez, y, con tanto dinero en el bolsillo no quise distraer una sola peseta para que mi gente comiese aquel día. Verdad es, que ya en la calle, se fundieron mis energías yéndose juntas por la canal de mis ojos, de los cuales caían lagrimones como puños.

¿Que dónde fuí? Al gobierno civil, a ver al Gobernador, al Secretario, al Jefe de vigilancia, a cualquiera que me quitase pronto aquel peso. Cumplí con mi deber y salíme del despacho de Su Excelencia tranquilo como un santo, cargado de elogios y lleno de plácemes, pues los repórters de los periódicos que van a última hora al Gobierno a husmear noticias enteráronse del suceso y lo pusieron en los cuernos de la luna.

Hizo la casualidad que, por la época a que me voy refiriendo, hallábase la prensa muy exhausta de acontecimientos sensacionales, y en razón, sin duda, a tal inopia de emociones, los periódicos de mayor circulación relataron el hecho, adornándolo con todo linaje de galas imaginativas, gastando en mi pro la mar de tinta, sacando a plaza mi penuria para que más resaltase mi hombrada, y hubo aquello de: «Rasgos como el de Pañizosa no necesitan comentarios», o bien: «En medio de esta sociedad escéptica y egoísta, un acto semejante refresca el alma»; etcétera, etcétera.

¡A qué cansarle, querido amigo! Un diario me propuso para la cruz de Beneficencia, y otro pidió al Gobierno que, en adelante, se llamase calle de Pañizosa la del Tribulete, donde vivo.

De poco me sirvieron los encomios, pues como mi rasgo fue obra que hice en pecado de duda, no me aprovechó, y ni siquiera me holgué con el premio del hallazgo, reducido a cincuenta miserables pesetas que me remitió, con una tarjeta, el dueño de los cuartos, y que devolví dignamente. ¡Pues no faltaba más sino que las tomase!

No obstante, abrigaba, que ya es abrigar, la dulce ilusión de que los aplausos de la prensa conmovieran al Ministro de Hacienda, y me volviese a mi puesto. ¿No tenía sobrados motivos para tal esperanza? Pues he aquí que a un diario de los de campanillas se le ocurre escribir lo siguiente:

«No sabemos por qué razón se ha hecho tanto ruido para ensalzar un acto que no es más que el cumplimiento de un deber. ¿Tan bajo se halla el nivel moral de este pueblo, que ya se considera como cosa extraordinaria y por fuera de los límites de lo humano aquello que debe estar en la conciencia de toda persona decente? ¿Acaso no castiga el Código penal a los que se quedan con lo ajeno sin la voluntad de su dueño? El desprendimiento (¡y lo subrayaba, Sr. D. Teótimo, lo subrayaba!) de Pañizosa no constituye, por fortuna, una excepción de la regla, y como éste podríamos citar millones de ejemplos. ¡Quién sabe si la cartera contenía, además de los veinte mil duros declarados, algunas pesetas no confesadas todavía! Porque ello es que, hasta ahora, conocemos al que las encontró, pero no al que las extravió, el cual habrá dado por bien hallados los veinte si se había despedido de los treinta...»

¿Concibe usted infamia mayor? ¿Ha visto usted en su vida nada que se parezca a tan ruin villanía? No la devoré en silencio, sino que acudí a los mismos periódicos mis panegiristas; éstos replicaron, el de la embozada calumnia duplicó la sospecha con frasecitas reticentes, y, por si fueron más o menos los infaustos billetes tentadores de mi conciencia, se armó la gran polémica, a que puso fin aquel famoso crimen cuyos detalles soliviantaron la opinión, distrayéndola del rasgo de Pañizosa.

Quedóse otra vez mi humilde nombre en la inmensidad del olvido, y yo a dos jemes de levantarme la tapa de los sesos, cuando se presentó una mañana en mi casa Perico Fuenteguinaldo, amigo de la infancia, que, sabedor de mis cuitas, acudía piadoso a compadecerlas. Así que se enteró de ellas dióme un fuerte abrazo y me prometió remedio inmediato. Justamente acababa de recibir su acta de diputado a Cortes; pertenecía al grupo del Ministerio de Hacienda, y en cuanto pidiera mi reposición tendría la credencial. ¡Como que era coser y cantar!—¡Dios lo haga y que su voluntad poderosa me otorgue tal merced!—pensé yo.

¿Creerá usted que la adversa suerte se había cansado de perseguirme? Pues oiga, amado don Teótimo, lo más gordo, lo más tremendo, lo que puso fin y punto a mi probada paciencia, lo que colmó la medida de mi desgracia. Oiga usted, o mejor dicho, lea usted esta carta de Su Excelencia que Perico Fuenteguinaldo me remitió con otra suya, llena de excusas y perdones.

Y Pañizosa entregó a don Teótimo un papel muy arrugado y mohoso, que, al pie de la letra, decía así:

«El Ministro de Hacienda.—Particular. Señor D. Pedro Fuenteguinaldo. Mi querido amigo. En el alma siento no poderle complacer en punto a la reposición de su recomendado, el Sr. Pañizosa. Realmente los informes que en la Dirección me han dado de este antiguo funcionario son excelentes; pero parece que anduvo complicado en un asunto donde mediaron cien mil pesetas, y aquello no quedó claro.

»Y usted comprenderá que, siendo esta situación tan escrupulosa en lo que a la moralidad administrativa atañe, no debemos echar mano de gente cuya fama tenga el menor tilde.

»Repitiéndole mi sentimiento, queda suyo afectísimo amigo q. s. m. b.,—José Sánchez Pantalla

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

NOTA IMPORTANTE.—Si entre los lectores de estas líneas se halla alguno que tenga metimiento con el Ministro de Hacienda, sírvase recomendarle eficazmente a don Leandro Pañizosa, que vive en la calle del Tribulete, número 192, piso quinto, donde espera un alma piadosa que le saque de su misérrimo estado.

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