De esto hará unos ochenta años, en el campamento del coronel Baigorria, que comandaba una sección cristiana entre los indios ranqueles, entonces capitaneados por Painé Guor.
El capitán Zamora -diremos no dando el verdadero nombre-, poseía una querida, rescatada al tolderío con sus mejores prendas de plata.
Misia Blanca era bocado que despertaba codicias con su hermosura rellena, y muchos le arrastraban el ala, con cuidado, vista la fiereza del capitán.
Y era coqueta: daba rienda, engatusaba con posturas y remilgos, para después esquivar el bulto; modo de aguzar los deseos en derredor suyo.
Celoso y desconfiado, Zamora no le perdía, pisada, conociendo sus coqueteos que más de una vez le llevaron a azotar a un pobre diablo o a tomarse en palabras con un igual.
Durante dos meses, Blanca pareció responder a sus caricias. Llamábale mí salvador, mí negro guapo, y le estaba agradecida por haberla librado de la indiada.
Pero (ya que siempre los hay) al cabo de esos dos meses las demostraciones fueron mermando, el amor de Blanca aflojó y había de ser como los mancarrones lunancos, para no componerse más. Zamora buscó fuera la causa, y dio en uno de sus soldados, chinazo fortacho y buen mozo aumentativamente.
Los espió, haciéndose el rengo.
Cuando estuvo seguro, dijo para sus bigotes:
-Maula, desagradecida, mi'as trampiao y vas a pagar la chanchada.
Prendió un nuevo cigarrillo sobre el pucho y saltó en pelos; tomando al galope hacia lo de Sofanor Raynoso, uno de sus soldados.
Llegado al toldo, saludó a una chinita que pisaba maíz y aguardó que se acercara su hombre, que, dejando, un azulejo a medio tusar, venía a ponerse a la orden.
-Sofanor, tengo que hablarte.
Se apartaron un trecho.
-¿Y cómo te va yendo?
-¡Regular!
-¿Siempre estah' enfermo?
-Mah' aliviadito, señor; pero no hayo descanso.
-Mirá -dijo con decisión Zamora-, te acordás de Blanca, ¿no?...; ya se te hace agua la boca; ¡perro!...; esperá que concluya. Güeno..., vah'a buscar toditos loh' enamoraos; ai está el mulato Serbiliano, y los dos teros, y Filomeno, lo mesmo que el chueco y Mamerto y Anacleto... Güeno: el rancho va'star solo, ansina que te lo yevás todos, y al que le guste que le prienda; pero con la alvertencia... que vos has de ser el primero.
El capitán Zamora dio vuelta a su caballo, levantó la mano como para saludar y enderezó a los toldos de su hermano Pichuiñ Guor. Allá pasaría tres días platicando pa despenarse en el olvido. |