— Éramos dos hombres... ¿Dos hombres? Bueno;
otra vez podíamos considerarnos hombres, después de haber sido durante cuatro años un número sobre una vida,
allá en el penal. ¡Oh!, ya sé que esta confesión no me
favorece y es posible que haya disipado el principio de
simpatía o de piedad que pude inspirarle. En un presidiario cumplido hay siempre un reíncidente en potencia,
pensará usted, como lo han pensado tantos otros antes
de usted. ¡Bah! Después de todo, eso no tiene importancia; no ignoro que he de volver allá por el resto de
la existencia y nada significa para mí el aparecer un
poco peor de lo que realmente soy ante el juicio de los
demás. Usted se preguntará por qué hablo entonces. Difícil explicarlo; yo mismo no podría saberlo. Es claro
que siempre se cuentan las cosas a un abogado defensor;
pero no es por eso solamente. Me parece que todos experimentamos alguna vez una irresistible necesidad de
confiarnos a alguien, aunque en el fondo, poco nos importe saber si seremos creídos o no. Yo creo que dentro
de nosotros — ¿en la conciencia, diríamos? — los senti-
mientos forman algo semejante a un obscuro océano que
sufre ascensos y descensos como las mareas. En ocasiones, el nivel es tan alto que las aguas rebosan necesariamente al exterior. Entonces hablamos sin causa aparente
y sin objeto; hablamos, hablamos, hasta sentirnos libres
de una porción ya intolerable de ese peso interno. No se
sorprenda que yo hable así, doctor; he leído también algunos libros y andan por ahí ciertas personas altamente
colocadas que acaso mencionen mi nombre cuando evoquen sus recuerdos del colegio nacional. Pero todo eso
ya pasó y no hay por qué volver sobre ello ...
¿Le dije que éramos dos hombres? El otro salió de allá juntamente conmigo y llevaba acumulado en su ser tanto odio contra todo como el que sentía latir yo mismo dentro de mi alma. Porque le puedo asegurar, señor, que ni en el infierno, suponiendo que haya efectivamente otros infiernos, se junta tanto rencor como entre los que ven pasar los días desde las celdas y los patios de un presidio. Allí todo se transforma en odio. El odio es la única fortuna que capitaliza un penado. Todas las noches se enriquece con una partícula más y todos los días se intensifica en el deleite amargo de su propia contemplación. Puedo decirle que sólo el odio
nos impide enloquecernos de rabia y desesperación.
Desde la mañana estábamos allí, cerca de la casa que alzaba su masa obscura frente a nosotros. Agazapados en el maizal, observamos durante todo el día las idas y venidas de la gente de la chacra. En realidad, no había muchas personas. Además de Schulze, el colono, su mujer y un chico, que mientras hubo sol correteó incansablemente por la huerta. Después de todo, ahora verá usted cómo aquella criatura decidió el rumbo de dos destinos.
Llegamos hasta allí al cabo de cuatro días de viaje. Generalmente marchábamos a pie; otras veces, cuando podíamos, en alguna estación de tránsito, aprovechábamos la parada de un tren de ganado para meternos en un vagón vacío, o entre las patas de los animales, si se daba el caso de que fueran lanares... Algo he leído sobre las sensaciones que experimenta el cautivo cuando respira nuevamente el aire de la libertad. ¡Sería cosa de reírse, si la rabia lo dejara reír a uno! La libertad es otra pena para el cumplido. Me gustaría que esos poetas confrontaran sus líricas efusiones con la brutal realidad de la vida de un hombre que siente cerrarse tras de sí las puertas de la cárcel y es arrojado de nuevo a la circulación, sin recursos y sin ayuda, sintiendo rondar alrededor la odiosa hostilidad de las que se llaman personas honradas. Si no fuera que uno sale empujado por una feroz aspiración de venganza, la verdad, señor, preferiría quedarse para siempre allá dentro, en donde, por lo menos, ya está hecho el hueco en donde es posible seguir acomodado; como un perro, pero acomodado.
¿Alegría de la libertad? Déjeme largar una carcajada, aunque mi risa parezca otra cosa. Se sale con miedo y odio; con miedo y odio se mira hacia adelante hasta... que ocurre cualquier cosa que da un motivo nuevo a nuestra obligación de vivir.
Ahora me preguntará usted por qué fuimos a ese pueblo y no a otro. La respuesta es sencilla. En ese pueblo, precisamente, hay una casa donde vivía una mujer, que era la mía, y un chico, que era mi hijo. ¿Me comprende ahora? La mujer... Bueno, ¿para qué entrar en detalles que no interesan? Al chico lo había visto por última vez cuando era una cosita redonda, movediza y alegre, que no tenía dos años y arrastraba sus polleritas por toda la casa. Uno puede ser lo que sea, señor, pero todos tenemos un puntito del corazón que no se puede tocar con rudeza porque es tan sensible como el de cualquier otro. Hacía cuatro años que no había visto ni oído a mí chiquilín y no pasó noche, cuando estaba encerrado en aquel infierno, que no me durmiera pensando que alguna vez sentiría nuevamente sus bracitos alrededor de mi cuello y la mejilla tierna y suavecita frotándose contra mi áspera cara de penado. En cuanto a la mujer... No era mala: pero su gente la convenció de que un perdido como yo no merecía ni su cariño ni su recuerdo. No le hago cargos a nadie; pero no se negará que es duro para un hombre eso de estar cuatro años sin tener noticias de la mujer que ha sido su compañera
— y que ha querido, ¿por qué voy a mentirle? — , ni de la criatura que anduvo haciendo rodar su vidita bajo nuestros ojos. Sólo de vez en cuando, por referencias indirectas, informábame de que ella vivía sola en el pueblo, en la misma casita que fue nuestra, y que el chico no se separaba nunca de su lado. Le escribí antes de salir, por más que no sabía ya cuáles serían mis sentimientos cuando la volviese a ver.
De todos modos, salí con la obsesión de llegar al pueblo y acercarme a mi casa para encontrarme otra vez con ella. Yo lo tenía bien pensado. No estaba seguro de que pudiera rehacerse todo lo que se había deshecho cuando nos separamos; pero le rogaría que ensayáramos otra vez para poder vivir al lado del chico. Yo soy un bandido, señor, es la verdad; puede creerme, con todo, que entonces mis sentimientos eran sinceros. Además, hay una cosa que no sé si a todos ocurrirá. Yo — ¿cómo explicarle? — no me sentía un hombre más perverso que los demás. Siempre me ha parecido bastante ridícula una palabra que se emplea con mucho énfasis por los moralistas profesionales, cuando se trata de un hombre que deja atrás una existencia delincuente, para ponerse a trabajar sencillamente como cualquiera. Me parece una tontería decir que yo había salido con propósitos de regeneración; la verdad, sin embargo, es que quería hacer otra vida y no me parecía difícil descubrir en alguna parte cualquier trabajo para mantener a mi mujer y al muchachito, si ella aceptaba reunirse otra vez conmigo. Cierto que mi corazón estaba cargado de odio contra todos los que habían seguido indiferentemente el curso cómodo de su existencia mientras yo me consumía como un despojo miserable bajo la vigilancia de los guardianes. Con todo, estaba seguro de que sí podía llegar y hablar con ella, y si ella no rechazaba mi propuesta, en el mundo se abriría un camino nuevo delante de mí.
El otro se vino conmigo porque no sabría qué rumbo tomar y se pegó a mi persona como podía haberse cortado solo hacia donde mejor le acomodase. ¡Ojalá lo hubiese hecho, para bien de los dos! Era un tal Acuña, correntino, y con una fama tremenda, allá mismo, donde no se concede así no más una reputación semejante.
Pero adentro fue un buen compañero para mí; mentiría sí dijera otra cosa, señor. No sé cuáles serían sus planes, porque Acuña siempre fue hombre de hablar poco. Cuando yo le exponía los míos quedaba callado, y me observaba con atención, clavándome la mirada de aquellos ojillos hundidos y duros que pocos podían resistir, como si quisiese comprobar la sinceridad de mis propósitos. Después he pensado que nunca creyó verdaderamente que yo hablase con seriedad; tal vez me conocía mejor que yo mismo. ¡Vaya uno a saber! El caso es que si se resolvió a venir conmigo es porque ya tendría sus designios formados, como los hechos lo demostraron
más tarde.
Desde la última estación marchamos por la noche, a pie, cortando campo cuando se podía, en dirección al pueblo. No le oculto, señor, que yo me sentía muy contento; unas horas más y tendría otra vez cargado en los brazos a mi chiquilín. Debía de estar grande ya y me entristecía un tanto la idea de que ni se acordaría de su padre, después de tantos años transcurridos. También me cruzaban por el espíritu algunas ráfagas de inquietud ante la incertidumbre de cómo sería recibido por ella. ¿Y si me rechazaba? ¿Y si me negaba al chico? Entonces, sí, agitábanse allá en el fondo de mi alma todas las malas pasiones sedimentadas en ella durante cuatro años de presidio.
Con todo, era más fuerte la esperanza que los temores; algo me hacía presentir que estaba cercana la terminación de la negra pesadilla de mi vida. Si uno pudiera adivinar lo que le prepara el destino...
Caminábamos en la obscuridad de los callejones, bordeando los alambrados bajo la serenidad de las estrellas. De vez en cuando, delataban nuestro paso ladridos de perros que nos seguían largo rato en el silencio de la noche. Yo hablaba y hablaba. A mi lado, Acuña adelantaba en silencio; a la luz del cigarro se le distinguía la cara bajo el ala gacha del sombrero. De pronto cortó mis confidencias con aquella voz medio chillona que tanto contrastaba con su maciza corpulencia:
— Sos un infeliz, vos. Vas a llegar a tu casa con la ropa hecha hilachas y sin un peso en los bolsillos y pensás que te recibirán haciendo fiestas.
Chupó el cigarro, cuya lumbre le iluminó la cara, y repitió:
— Siempre has de ser el mismo infeliz.
Bueno, señor; si le digo que la observación me dejó frío, no dejará de creerme. Hasta ese momento, ni se me había ocurrido pensar que cuando un hombre vuelve a su casa después de algunos años de ausencia — ¡y qué clase de ausencia! — , debe llegar con algo más que una facha de "linghera" roñoso y los bolsillos completamente pelados. Al principio no supe qué responder; pasados unos minutos, contesté, desalentado:
— ¿Y qué le voy a hacer?
Seguramente, él tenía sus proyectos rumiados, porque me replicó inmediatamente, como con rabia:
— Hacete de plata, infeliz. Cuando se es hombre, eso no cuesta mucho.
Caminamos sin hablar durante un largo trecho. Después, Acuña insistió. ¿Qué quiere que le explique, señor? Tampoco trataré de disculparme; ni valdría la pena ahora. Me convenció sin mucho trabajo.
Como yo conocía el pueblo y él no, le mencioné a los Schulze, unos colonos alemanes que cultivaban una granja a la salida de la población. Tenían fama de adinerados y se decía que guardaban siempre una fuerte cantidad en casa, pues el alemán no dejaba de hacer algún negocito cuando se le presentaba la ocasión. El golpe podía ser fácil.
Ya le he dicho, señor, que no pretendo aparecer mejor de lo que soy. Pero las razones de Acuña me parecieron tan evidentes que se me representó la imposibilidad de entrar en mi casa sin llevar un poco de dinero en los bolsillos. Me serviría para los primeros gastos, permitiéndome también hacer algún regalito al mocoso. Le juro que acepté la cosa como una fatalidad inevitable, mas no desistía de mis propósitos primitivos. Continuaba viendo a lo lejos una luz; aunque sabía ahora que era necesario atravesar una nueva zona tenebrosa antes de llegar hasta ella. Sería la última.
Faltaban todavía un par de horas para aclarar y necesitábamos igual tiempo para cubrir la distancia que nos separaba de los alambrados de la quinta de Schulze. Resultaba muy tarde ya para dar el golpe aquella noche; además, Acuña observó que era conveniente hacer un estudio previo del terreno, a fin de evitar cosas imprevistas. Por mi parte no me opuse. Estaba tremendamente cansado y sabiendo que debía esperar veinticuatro horas más para ver al chiquilín; la fatiga se me vino encima como una carga aplastadora.
Todo el día permanecimos tendidos entre el maizal. Eramos dos hombres otra vez, pero sentíamos toda la animalidad salvaje de dos fieras al acecho. Es una cosa terrible saber que uno está aguardando la ocasión propicia para matar a otro hombre; porque en los ojos de Acuña yo leía claramente el designio siniestro de matar.
La espera fue larga y pesada. No teníamos provisiones y mitigamos el hambre comiendo crudos algunos choclos apenas macollados. Acuña rezongaba maldiciones, brillándole la mirada con fulgor asesino. Desde nuestro apostadero veíamos el ir y venir de la gente de la casa. Por más que habían pasado algunos años, reconocí inmediatamente a los Schulze, tanto al marido como a la mujer, cuyos agudos gritos, cuando llamaba a las gallinas o espantaba a los perros, llegaban distintos hasta nosotros. Lo que me tenía sorprendido, era el chico; nunca les había conocido hijos, y no me explicaba la presencia de aquella criatura que andaba correteando por todos lados. Hasta me conmovió un poco, porque me hizo acordar de mi chiquilín; en aquellas horas andaría también de un lado para otro por el patiecito de la casa. Me dio pena el pensar que el chico podía despertar y asustarse cuando entráramos aquella noche, si bien me tranquilizaba el recuerdo de que el sueño de las criaturas es tan profundo que nada los puede arrancar de él.
Al caer la tarde tuvimos una satisfacción. El colono ató el sulky, cargó en él algunas cosas y se despidió de la mujer y el chico. Por la despedida y el camino que tomó, comprendimos que no iba al pueblo ni volvería en aquella noche.
— Esto se pone fácil — comentó Acuña.
Yo también me alegré, porque, aun cuando estaba resuelto a conseguir plata, me repugnaba la necesidad de derramar sangre, cosa que fatalmente habría ocurrido si el colono hubiese estado en la casa.
— Con asustar a la mujer estará todo listo y el chico ni sentirá nada — observé a mi compañero.
Acuña me miró de reojo y se rió bajito, con aquella risita suya que impresionaba más que una amenaza. Enseguida quedó serio y contestó con un tono que daba miedo:
— De todos modos, aunque sienta, no va a chillar mucho.
Esperamos que se apagara la última luz de la casa para acercarnos cautelosamente a ella. Un par de perros habían seguido tras el sulky del colono y los otros debían andar lejos, porque no toreó ni uno solo.
Las puertas estaban cerradas y bien aseguradas. Dimos vuelta alrededor de la casa; en la parte trasera, una ventana sin reja permitía ver el interior, a través de la cortina de alambre tejido que cubría el vano. La entrada por ahí no ofrecía dificultades. En ese momento sentí que Acuña me deslizaba en la mano una cosa pesada y fría:
— Tomá.
Era un trozo de hierro que había recogido en el patio.
Con la hoja de su cuchillo levantó sin ruido el borde inferior de la red de alambre, mal ajustada al contramarco por algunos clavos. De un salto estuvimos dentro de la habitación, que resultó ser un comedor, a la vez que depósito de productos de huerta. Entretanto, se había levantado la luna, un brillante cuarto creciente que dispersaba su resplandor por la abertura de la ventana, de modo que pudimos orientarnos a su claridad. Nos dirigimos hacia una puerta lateral después de escuchar un instante; el rumor de una ruidosa y acompasada respiración nos hizo comprender que la pieza contigua debía ser el dormitorio.
— Vení, y cuidado con hacer pavadas — murmuró, amenazante, Acuña.
Debió haber adivinado mis intenciones, porque en ese instante me había asaltado la idea de ganar la ventana de un brinco, tirarme afuera y alejarme de allí. Con eso no quiero significar, señor, que sintiera un acceso de virtuoso arrepentimiento; no me gustaba el asunto y nada más. Yo sería lo que fuera, pero me parecía repugnante, en tal momento, eso de robar entre dos hombres a la pobre mujer que dormía tranquilamente del otro lado de la pared. Cosas que uno piensa a veces...
Las palabras y el tono de Acuña paralizaron mis propósitos; lo seguí callado y franqueamos la puerta. Estaba bastante oscura la pieza y con trabajo alcanzamos a distinguir, en un ángulo, una gran cama alta donde dormía una persona.
— Dejame a mí y vos atendé hacia afuera — recomendó Acuña, acercándose a la cama. Me quedé en el sitio, apretando el hierro entre las manos. Mi compañero se echó sobre la mujer, convencido de que podría atarla y amordazarla durante el sueño; la alemana, sin embargo, debió haber sido nerviosa, porque despertó apenas la tocaron y se incorporó en la cama, lanzando un grito, sofocado por una mano de Acuña, que le tapó rudamente la boca. Forcejeaban confusamente en la sombra, cuando Acuña largó una maldición:
— ¡Grandísima perra! ...
Sin duda lo había mordido en la mano, porque le soltó la cabeza echándose hacia atrás. La mujer aprovechó el respiro para tirarse al suelo, gritando otra vez.
Entonces... Bueno; la puñalada debió cortarle la garganta, pues cayó de nuevo sobre la cama, dejando escapar un ronquido que terminó en una boqueada horrorosa. Por si acaso, Acuña la sujetó de nuevo.
Yo miraba aquello, sintiendo que me helaba basta los huesos, cuando a mi lado se levantó un desesperado llanto infantil. Con la cara descompuesta de miedo, medio desnudo, estaba el chiquiiín parado en medio de la pieza, casi al alcance de mi brazo. Encontraríase durmiendo en el otro rincón, en una camita chica que ahora se veía bien, y lo arrancó al sueño el ruido de la lucha. Podrá creerme o no, señor, pero le juro que la presencia de la criatura, saltándosele los ojos en la carita desesperada, me dejó inmovilizado. Hubiera preferido mil veces que fuera un hombre armado y no aquel bultito tembloroso.
Quedamos un segundo en suspenso, mirándonos, el chico y yo; después éste corrió hacia la puerta, lanzando un clamor desesperado.
— ¡Atájalo, maula! — me gritó Acuña, quien seguía sosteniendo a la alemana — . ¡Atájalo antes de que salga!
Yo no sé lo qué pasó por mí, señor; miedo y rabia a la vez. Pero aunque viva mil años nunca me olvidaré de la mirada que me echó la criatura, dando vuelta la cabecita, cuando ya era tarde para detener el golpe que le asesté con el hierro. Rodó delante de mí, sin lanzar un grito.
Me hicieron reaccionar los tirones de Acuña, que me apremiaban:
— Hay que apurarse ahora, compañero. Esto se ha puesto feo y lo mejor es mandarse mudar antes de que venga gente.
Registramos apuradamente los muebles; en un estante del armario, debajo de unas sábanas planchadas, encontramos un rollo de billetes.
— Nos lo repartiremos más tarde — dijo Acuña — . Ahora hay que salir de aquí.
Unos minutos después estábamos otra vez én el camino. Evidentemente, nadie había oído los gritos. A lo lejos, ladraban perros. Yo caminaba en silencio y Acuña me seguía sin articular palabra tampoco. Le declaro la verdad, señor; en aquel momento sólo veía en la obscuridad la manchita blanquecina de la cara del chico y escuchaba el crujido de los huesos del cráneo rotos por el golpe. Al fin Acuña preguntó:
— ¿A dónde vamos?
— A casa — respondí yo, apretando el paso.
Sentía una urgencia anhelosa de ver a mi mujer, de sentir a mi hijo, de hacer algo que borrara de mis ojos y oídos el recuerdo de aquel horror que dejábamos atrás.
Acuña resolvió acompañarme.
— Me dejas pasar esta noche en tu casa y mañana temprano me voy. No conviene que nos vean juntos por aquí — arguyó.
Me encogí de hombros y seguí adelante. El marchaba a mi lado, silbando bajito.
Ya entrábamos en la calle de acceso al pueblo. Una a una, pausadamente, desprendiéronse del campanario las notas de un reloj. Las once. Descendía nuevamente la luna, hundiéndose en la masa algodonosa de un profundo nubarrón. Dos cuadras más allá estaba mi casa.
¿Me esperarían?
No me pida más detalles, señor. Me faltan fuerzas para seguir.
Sólo le diré que apenas llamé se abrió la puerta y apa-reció mi mujer en una habitación muy alumbrada. En cuanto nos miramos comprendí que aquello que yo había pensado no pasaba de ser un fantástico disparate. Instantáneamente me persuadí de que los dos estábamos separados por años de tiempo y leguas de espacio.
Entramos y sorprendí la mirada de asombro que ella dirigió a mi compañero. Verdaderamente, a la clara luz de la lámpara, Acuña aparecía con una espantosa facha de facineroso. En la cintura le asomaban por entre las
ropas las cachas negras con clavos dorados de la cuchilla.
Apenas cambiamos algunas palabras. Yo no sabía qué decir ni ella tampoco; pero tenía la sensación de que allí no había nada de común conmigo y que unos minutos más tarde abandonaría para siempre aquella casa.
¿Me creerá si le digo, señor, que me había olvidado por completo de mi chico? De pronto se me ocurrió preguntar por él, sin mayor interés, como quien acude a un tema cualquiera de conversación para resolver una situación tirante.
Me contestó... ¿Usted cree en el presentimiento, señor? Bueno; antes de que ella hablara, tuve la impresión de que sus palabras iban a caer como una condenación sobre mí vida.
Sonriendo por primera vez desde que llegamos, ella respondió, mirándome apaciblemente a los ojos:
— ¿El chico? Estuvo un poco enfermito y lo tengo hace ocho días en la chacra de los Schulze. Mañana...
¿Comprende, señor?... ¿Comprende?... Yo sé que los diarios han hablado de brutal perversidad, ensañamiento feroz y otras cosas así. Dicen que cuando me sacaron de encima del cuerpo de Acuña lo había crucificado a puñaladas con su propio cuchillo; que lo había despedazado con los dientes y las uñas. Dicen que nadie se explica por qué lo maté. Dicen...
En fin, señor, no nos ocupemos más de eso. Tampoco acepto su defensa. ¿Para qué? El presidio es un infierno, lo conozco bien. Pero el recuerdo es peor que el presidio hasta para un bandido como yo.
De: "Terror. Cuentos rojos y negros". |