Al caer la tarde, Corrales se dirigió al galpón de las
herramientas, donde estaba el catre del viejo Cetrini. La
verdad, solo como había quedado en la chacra y con el
trabajo en el tractor, no se acordó ni una vez del enfermo durante las largas horas que corren desde el medio-
día hasta la oración. El día fue pesado y caluroso y el
crepúsculo avanzaba cargado de nubarrones tormentosos.
Hacia Colonia América, por el lado de la Pampa, asomaba la luna, hinchada y roja como un globo atado por
invisible amarra a la línea del horizonte. Más arriba, un
dilatado celaje sombrío parecía acecharla. Todo hacía
presumir la proximidad de un chubasco, pero Corrales
tenía sus dudas; habían pasado semanas sin que una
sola gota de agua cayese sobre la tierra sedienta. Los
maizales empobrecidos, amarilleaban bajo la solana y
por las tardes el viento arremolinaba altas polvaredas en
los rastrojos, revistiendo hombres y vegetales de esa fina
pátina terrosa que deposita la sequía sobre las campañas
aridecidas.
En un rincón ya oscuro y zumbante de mosquitos, Cetrini yacía asoporado por la fiebre. Ni se incorporó cuando sintió acercarse a Corrales, limitándose a contemplarlo con esas miradas frías y ausentes que asoman a los
ojos de los enfermos. Talvez no se había dado cuenta
del abandono en que lo dejaron durante la tarde; entre
las ropas desordenadas de la cama, su cuerpo enflaquecido exhalaba ese vaho acre y repelente del sudor febril
enfriado sobre las carnes.
— ¿Se le ofrece algo? — preguntó Corrales sin mayor cordialidad. Jamás tuvo simpatía por el viejo peón y
ahora sentía contra él una especie de sordo rencor por la
ocurrencia de venir a enfermar cuando se encontraba solo
en las casas, lejos de todo recurso y abrumado de trabajo.
El otro movió negativamente la cabeza, siempre con
los ojos fijos en algo, que debía otear muy adentro de sí
mismo, en sus recuerdos acaso, más allá del fulgor vitreo
de aquellas pupilas inexpresivas e indiferentes a todo lo
que lo rodeaba.
— "El hombre se va nomás" — pensó Corrales; y se
le ocurrió por un instante que convendría atar el sulky y
allegarse hasta San Justo para que en la estancia le diesen
algún remedio; pudiera ser también que alguien se ofreciera a acompañarlo, si había que velar al enfermo. Pero
la yegua estaba suelta y era un trabajo agarrarla a esa
hora. A lo mejor, el otro no estaba tan grave como parecía. De todos modos, tomó la resolución de llevarlo al
pueblo al día siguiente; en San Justo no le negarían el
Ford para aquel apuro y en compañía de Venancio, el
"chauffeur" de la estancia, conducirían el enfermo hasta
Villegas, entregándolo en el hospital.
Había oscurecido rápidamente. De un manotazo, Corrales se aplastó un mosquito en el cogote. Hervían en
aquel rincón caliginoso, llenando el ambiente, pesado y
húmedo, con el rumor de sus agudos zumbidos. Por
suerte — pensó — , el viejo ni había de sentirlos.
Encendió una lamparita de querosene, cuya luz amarillenta proyectó un círculo de claridad alrededor del camastro, iluminando el gran armario adosado al tabique
lateral, y algo más lejos, hacia el centro de la pieza, un
banco de carpintero sobre el cual quedaran olvidados una
lata vacía de nafta y algunos zapallos de la huerta.
Como el enfermo hizo un movimiento, Corrales interrogó ;
— ¿Le molesta la luz?
No debía molestarlo, porque no respondió. Ahora se
había estirado en posición supina, la cara vuelta hacia arriba y los ojos fijos en el techo. Lentamente, levantó
primero una mano sarmentosa y descarnada, después
otra, cruzándolas por fin sobre el huesudo tórax.
Por escrúpulo de conciencia, Corrales bajó la mecha
de la lámpara y disminuyó la luz. Después miró el jarro
de lata colocado también sobre el cajón que servía de velador a la cabecera de la cama. Casi no contenía agua;
lo tomó, salió al patio y acercándose al molino bombeó
hasta hacer rebosar la vasija de abundante líquido fresco.
Era ya de noche y el cielo descendía negro y opaco
como empapado en tinta. A la distancia ladraban perros. Salvo el macilento resplandor que salía del galpón,
ni un lampo clareaba aquellas sombras profundas, que
parecían asentarse pesadamente sobre la tierra.
Entró otra vez Corrales, dejó el agua y salió luego,
atravesando el patio en dirección a la cocina. Dos o tres
perros se le acercaron, olisqueándole las manos como si
esperasen algo. De un revés en el hocico alejó a uno y
los otros no esperaron su vez
Ya en la cocina, avivó el rescoldo, echó algunos trozos
de leña y calentó un guiso de fideos, sobra de la comida
de las doce. Después comió con desgano, despaciosamente, sentado en un banco al lado del fogón. Fuera, más
allá de la puerta, apenas distinguía — sombras escorzadas
y movibles en la oscuridad — a los canes reunidos en un
grupo expectante. Dominado por confuso malhumor, se
puso de pie, descolgó de un gancho algunos trozos de
carne oreada y los arrojó al montón. Enseguida abandonó la cocina, caminando cansadamente hacia las habitaciones principales, que cerraban el patio con su masa
opaca, bajo las ramas casi horizontales de los paraísos.
Con un fósforo en una mano y protegiéndolo con la
otra contra una posible ráfaga, franqueó los escalones
de acceso al corredor, cruzó por éste y penetró en el
dormitorio, encendiendo la lamparita de la mesa de
noche.
Cerradas las ventanas para que no entrase polvo, el aire clausurado era también cálido y bochornoso. Sin
abrirlas, dominado por inexplicable atonía, Corrales, despojándose de la ropa, se tiró sobre la cama, revuelta aún
como la dejó al levantarse en la mañana. Encendió un
cigarrillo, apagó la luz y quedó fumando silenciosamente
en la oscuridad.
* * *
Hacía una semana que la mujer y los dos chicos de
Corrales tomaron el tren para Buenos Aires, reclamados
por la familia de ella, a la cual alarmaron las noticias
de la epidemia que asolaba el campo. Corrales quedó
solo con los dos peones; pero aquel día, por ser domingo, uno de ellos había salido temprano para el pueblo
y no estaría de retorno hasta la mañana del lunes. Claro
que si hubiera sospechado la gravedad del viejo, no lo dejaba marchar; mas cuando advirtió el verdadero estado
del enfermo, el otro ya debía estar en Villegas.
Tendido en la cama, fumaba calladamente, mirando
cómo el puntito rojo del cigarro reflejábase en el espejo
del lavatorio arrimado a la pared frontera.
No quería confesarse el extraño desasosiego que lo intranquilizaba; el caso era, sin embargo, que nunca había
sentido aquella aguda sensación de temor que lo asaltó
en las primeras sombras de la noche. ¿Nervios? Ganas
tuvo de reírse a pesar de su absurda congoja. ¡Un chacarero nervioso!, era cosa de largar la carcajada. Aun
cuando — reflexionaba — él, Corrales, tenía tanto de agricultor como pudo considerarse periodista, maestro de escuela o vendedor de automóviles en sus años de andanzas por la campaña de Buenos Aires y la Pampa. Seis
meses atrás, aprovechando el ofrecimiento de un amigo
que lo encontró sin ocupación ni medios de procurársela,
se vino hasta General Villegas, instalándose en las ciento
cincuenta hectáreas que el amigo había comprado cerca
de la estación Laureles, sobre la línea del ferrocarril de
trocha angosta. Lo decidió, más que otra cosa, la vista del lindo pabellón de madera que servía de habitación
al mayordomo cuando la chacra formaba parte de la estancia lindera. En la casa sobraban comodidades para
una familia y eso no era despreciable para un hombre que
no sabe ya dónde acomodar la suya. Y allí estaba, luchando con la sequía y enterándose todos los días por los
diarios de la baja del maíz.
— Había corrido mucho — meditaba ahora Corrales,
un poco apiadado de aquel pobre cuerpo suyo, traqueteado por tantos caminos, empujado siempre de pueblo
en pueblo por el inquieto afán que lo inducía a descuidar
el trabajo que tenía entre manos ante la fantástica posibilidad de encontrar en otra parte alguna cosa mejor.
Ni siquiera el casamiento consiguió fijar su irresistible
propensión andariega; cuando la mujer tuvo el segundo
hijo en la Maternidad del Rivadavia, en Buenos Aires,
Corrales hacía de juez de paz en un distrito lejano del
territorio de Santa Cruz, gracias a la protección de un
antiguo condiscípulo aventajado en la vida por eventual favor de la política.
¡Había corrido mundo, él! "Y lo que te rondaré, morena" — pensó, no sin un dejo de íntima tristeza al recuerdo de la mujer y los chicos, fatalmente ligados a las
consecuencias de los altibajos de su voluntad fatigada y
versátil.
Dejó caer el pucho ya apagado y trató de dormirse.
Pero no podía conciliar el sueño, obsedido ahora por la
inquietante aprensión de silenciosas presencias en la casa
solitaria y sombría. Andaban muchos "lingheras" por
los campos y no era extraño hecho el salteamiento de alguna vivienda aislada, por dos o tres de aquellos individuos que se acercaban a pedir hospedaje con cara fosca
y marcándoseles el bulto del grueso revólver bajo las
ropas. Ahora recordaba que el wínchester había quedado
fuera, contra un pilar de la galería, y tentado estuvo de
levantarse a buscarlo. ¿Para qué? En caso que descargara la tormenta lo haría. Casi seguro, por lo demás, que la tormenta, como tantas veces, derivaría por el cielo
hacía la Patagonía, dejando burlada la ardiente ansiedad
de la tierra.
Sobresaltado, Corrales, se incorporó de pronto. Patente, había oído el apagado ruido de pisadas por el corredor. Escuchó un instante y dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada. Se habría adormecido y desconoció el rumor de hojas secas que el viento arrastraba
quedamente. Eso debía ser, aun cuando era raro, porque
no había escuchado el más leve soplo de brisa en los
árboles. Al contrario, cualquiera diría que la vida estaba
paralizada bajo la muda opacidad de la noche sofocante.
Se revolvió en la cama, buscando un poco de frescura
para sus miembros en el cambio de posición. Desde la
distancia, como si atravesaran penosamente el mutismo
enigmático de los campos entenebrecidos, llegaron hasta
él prolongados gritos humanos. ¿Gritos a esas horas?
Alguna tropa de vacunos arreada en busca de mejores
pastos. Con la sequía, era incesante el traslado de hacienda hacia el sur; para gloria de caranchos y chimangos,
los caminos quedaban bordeados de reses muertas y terneros entecos que no podían seguir la marcha de la tropa.
Con todo, aquellos clamores nocturnos lo dejaron
pensativo. Allá en los Mojones, por el Montiel entrerriano, donde se había criado, la gente del campo creía
supersticiosamente que ciertas noches, las almas de los
hombres muertos violentamente, dan en vagar, quejándose, a través de las tinieblas solitarias ¿Las ánimas?
Tuvo un acceso de rabia. ¿Ahora iba a tener miedo de
las ánimas? Las cosas que se le ocurren a un hombre
cuando no logra pescar el sueño.
Por asociación inexplicable, su pensamiento volvió al
viejo Cetrini. ¿Y si se muriera esa noche? No sería la
primera vez que él se viera enfrentado con la muerte; pero
le infundía cierto vago pavor la idea de que un cristiano
se estuviera muriendo ahí cerca, en la obscuridad, entre
todas aquellas cosas que integraban la vulgaridad cotidiana de la existencia. ¡Es tremendo eso de morir! ¡Pensar que todo seguirá viviendo mientras uno se acaba para
siempre en la eternidad del tiempo!... Dio otra vuelta
en la cama y continuó arrastrado por el galope vertiginoso de sus reflexiones. Para siempre, no. El alma es
inmortal — se afirmó, movilizando remotos y casi olvidados residuos de fe religiosa — . El alma de los muertos
se aleja silenciosamente de los sitios donde el cuerpo ha
vivido, para emprender el vuelo hacia otra parte... Un
pensamiento le hizo correr algo frío por la espalda. Así
que si el viejo Cetrini se hubiese muerto, su alma en ese
instante quizá ...
Seca la boca, Corrales extendió el brazo para tomar el
botellón de agua colocado sobre la mesa; pero contuvo
de golpe el ademán, inmovilizado por un repentino alerta
de sus nervios, tensos hasta el dolor. Ahora sí, claros y
precisos, avanzaban pasos cautelosos hacia la puerta del
cuarto. No lo engañaba el crujido familiar de las maderas del piso, cediendo bajo la presión de un cuerpo que
se desplazaba con sigilo. Latiéndole tumultuosamente el
corazón, alzó la cabeza y escuchó, clavados los ojos en el
vano negro de la puerta abierta. ¿Se acercaba alguien
realmente? Crujieron otra vez las tablas, igual que si
pies ligeros se deslizaran por ellas suavemente. Hubo un
largo silencio colmado de misteriosas sugestiones. En el
cajón de la mesíta, el reloj de bolsillo hacía resonar fragorosamente el ritmo acelerado de su marcha. Corrales
tuvo la impresión espantable de que alguien — ¿o algo,
Señor? — lo acechaba torvamente emboscado en la sombra. Con un esfuerzo desesperado, en un movimiento
que duró siglos, buscó a tientas la caja de fósforos y
raspó uno para ver.
Nada. Decidióse a bajar de la cama y se adelantó hasta
la puerta, alumbrando el pasillo hasta el comedor.
— Naturalmente, no podía estar nadie — pensó, un poco
más seguro de sí mismo; todo había sido alucinación
de sus sentidos desequilibrados por el insomnio. Con todo, lo impresionaba la callada soledad que transfigura
durante la noche el decorado familiar de las cosas que
encuadran los actos del diario vivir. Como la llama le
quemaba los dedos, dejó caer el cabo de la cerilla y encendió apresuradamente otra.
— Era vergonzoso — se confesó mentalmente — , pero
tenía miedo. Un miedo inexplicable y angustioso que se
le adentraba hasta el último repliegue de la conciencia
como una torrencial y silenciosa fluencia de sombras en
la noche solitaria. Volvió a la cama y prendió nuevamente la lámpara; trataría de leer algo para entretener
la rebelde vigilia hasta tomar de sorpresa el sueño. Pero
el querosene habíase agotado en el depósito y la llama
brilló sólo un instante, consumiéndose después de hacer
danzar en la habitación sus fantásticos pantallazos. Corrales quedó postrado, tirantes los nervios en la carne agitada por sutil rehilo, y cerrados rabiosamente los párpados como un niño amedrentado. Alguna vez amanecería.
Debió de dormir durante algún tiempo, porque recobró de súbito la conciencia de sí mismo al trágico llamado
de lastimero plañir. Parecía resonar al lado mismo de
la ventana, del lado exterior.
Aullaban los perros en el patio. Primero uno, después
todos a coro, lanzaban el trágico ululato de los canes
empavorecidos. Hay hombres de temple capaces de resistir la sugestión enigmática que emana de lo ignorado en
las tinieblas; son muy pocos, sin embargo, los que pueden escuchar serenamente el desgarrador lamento de un
perro llorando en la obscuridad. Corrales se incorporó
ansioso, sintiendo en las manos temblorosas el sudor frío
del terror. ¿Por qué aullarían así los perros? Si hubiera
entrado gente extraña, atropellarían furiosos, en vez de
quejarse como lo hacían. Sin convicción y casi sin
aliento, se estiró hasta la ventana, gritando algo a través
de la rendija; — "¡Tigre! ¡Guardacasa! ¡Callarse, perros del diablo!"
Había intentado articular con energía, pero las palabras le salieron lánguidas y apagadas de la boca. Sintió
que se le escapaba el control de sus acciones, e hizo un
supremo esfuerzo para dominarse. Callados por un instante, los animales reanudaron su lúgubre apelación.
Recuerdos confusos de esas historias terroríficas que
los hombres arrastran consigo desde la infancia, adormecidas en los ángulos penumbrosos de la memoria, acudieron a la memoria de Corrales. Siempre había oído
afirmar que los perros aullan cuando ven algo que no
distinguen los sentidos humanos. Es sabido que a la
percepción de los irracionales no escapan las criaturas invisibles del más allá. Los perros ven a la muerte. ¿La
muerte? Otra vez recordó al viejo Cetrini, abandonado
en su camastro del galpón. ¿Sería verdad, entonces, que
la muerte viene por los agonizantes?
En el corredor, tan cerca que el animal debía estar
pegado contra la pared, ascendió de nuevo, sostenido y
dramático, el aullido de un can aterrorizado. Evidentemente, los perros retrocedían hacia la casa, buscando amparo contra algo. Le estremeció el pensar lo qué podía
ser ese algo. Con las dos manos, Corrales se apretó la
cabeza; aquello era absurdo; locamente absurdo.
Cuando muchacho le habían enseñado un procedimiento para hacer callar a los perros que lloran. A
tientas, buscó sus alpargatas bajo la cama y las cruzó en
el piso; era un conjuro infalible, según decían.
Lo sería, porque instantáneamente se estranguló el
horrendo singulto en la garganta de los animales. Enmudecieron de golpe, como si una poderosa mano invisible les hubiera cerrado rudamente las fauces. Estremecido, Corrales sentía ahora gravitar sobre su persona,
como un negro compás imponderable, la pausa enorme
abierta en las tinieblas. Aquel silencio era más pavoroso,
más henchido de siniestras reticencias que el trágico concierto anterior. Desesperadamente, anheló escuchar una voz, una sola palabra humana y amiga en aquel aislamiento que lo acosaba como una torva persecución.
Una contraventana se golpeó bruscamente en alguna
parte y el estrépito hizo saltar a Corrales sobre la cama.
Debía ser en el cuarto de huéspedes; sin duda quedó
abierta por la tarde y ahora la sacudía el primer empujón de la tempestad que ya desencadenaba sus elementos. Porque esta vez la tormenta estaba encima. Con
el estampido de un trueno cercano, rachas precursoras
azotaron los árboles y aletearon como aves salvajes contra la casa. Menos mal.
De nuevo torearon los perros furiosamente en el patio
y otra vez el rabioso latido se transformó en el largo
ulular de un pavor irracional. Corrales oíales quejarse,
tan inmediatos como si estuvieran a su lado. Adivinábalos temblando, erizado el pelo y llameantes de terror
los ojos, estrecharse contra la pared como hurtándose a
la proximidad de una espantable visión. Entre uno y
otro aullido, gemían bajito, de igual modo que si los
acosara la hipnótica sugestión de alguna presencia demoníaca.
Una imprevista cesura cortó de un tajo el plañidero
gemir. Manos ignoradas, manos torpes y tenaces, movían
quedamente el picaporte de la puerta. Alguien pretendía
entrar.
Corrales no resistió más. Arrebatando los fósforos, se
tiró de la cama, lanzándose fuera de la habitación. ¡Cualquier cosa era preferible a aquella espantosa espera de lo
desconocido rondando en las sombras como una diabólica amenaza del misterio! Cruzó a oscuras el pasillo y
su mano tocó la cerradura. ¡Decir que del otro lado
"aquello" aguardaba emboscado en la noche! Frenético,
encendió un fósforo. Rodó el trueno largamente por los
cielos alucinados y los perros respondieron lanzando al
aire su enloquecedora modulación. Abrió la puerta. Su
mano crispada descorrió el cerrojo y tiró la hoja hacia el
interior. Una racha huracanada le apagó la soflama del fósforo y pareció precipitar hacia dentro las masas tenebrosas acumuladas bajo el firmamento. Penosamente,
Corrales dio un paso y se atrevió a mirar. Nada. ¿Era
posible? Nada. Inútilmente sus miradas ansiosas trataron de perforar la espesa densidad de las tinieblas nocturnas. Callaron una vez más los perros, y Corrales sintiólos frotarse temblorosos contra sus piernas. No se
veía nada. Estaba parado sobre el mismo umbral de la
puerta, sujetando la hoja abierta con la mano. Nada; y,
sin embargo...
Se le heló la sangre en las arterias. Casi junto a su
cabeza, rozándola con su hálito gélido, alguien suspiró
largamente. Más que una respiración era el estertoroso
jadeo de una laringe por donde se evade el último soplo
de una existencia. Aullaron aterrados los perros y Corrales lanzó un clamor desesperado. Al lado, contra el
mismo parante de la puerta, una figura altísima y envuelta en blancas telas, se doblaba, caía, ¡abatiéndose
como tocada por el dedo invisible de la muerte!
* * *
Al día siguiente, cuando el peón regresó de Villegas,
encontróse con un cuadro que lo hizo escapar medio
enloquecido hacia San Justo. En el corredor, tendido
junto a la puerta, estaba el cadáver semidesnudo del viejo
Cetrini, muerto hacía muchas horas tal vez. Dentro, rodeado de los perros, revolcábase Corrales, hablando a
gritos en el delirio de una fiebre brutal.
De: "Terror. Cuentos rojos y negros". |