Toda persona que haya jugado al "poker" lo suficiente para saber que no es sólo un arte de ganar o perder dinero en poco tiempo, no ignora que las cartas obedecen a una ley desconocida pero inviolable que las obliga a preferir sucesivamente cada uno de los sitios ocupados por los jugadores. Es lo que se llama la rotación de la "liga". La mala suerte no es otra cosa que el desencuentro entre la "liga" que se traslada y el jugador que no ha sabido o no ha querido esperarla en su puesto. Por eso puede afirmarse categóricamente que un hombre sereno, contando con tiempo bastante para que las cartas describan su círculo y con el dinero necesario para resistir la racha adversa sin comprometer sus reservas, puede esperar tranquilamente su momento, con la seguridad absoluta de que ese momento habrá de arribar por fin. Inútil parece agregar que la regla no opera cuando se trata de uno de esos novicios aturdidos por las pérdidas que se las arreglan para cavarse un pozo tan hondo que después no hay favor de la fortuna que consiga sacarlos de su profundidad. Pero sobre esta clase de personas no se debe insistir, porque es la misma que pierde siempre, y por las mismas causas, en el juego de la vida.
Ese no era, sin embargo, el caso de Lagrange. Había sido buen jugador y no ignoraba que el desquite es una cuestión de tiempo, siempre que un hombre sepa estar listo para aprovechar en forma el llamado de la ocasión. Por eso, cuando Bertoni lo invitó a trabajar juntos en Entre Ríos, Lagrange aceptó la invitación y el trabajo en común. La intuición infalible de los jugadores le advirtió que se aproximaba el momento del esperado desquite. A la verdad, Bertoni desconocía o había olvidado el agravio que el otro mantenía fresco y vivo como una planta que se riega con asiduidad. Era un hombre sanguíneo, bullicioso y un poco brutal, tan capaz de asestar a un enemigo un puñetazo en la cara como de suponer al día siguiente que el hecho había tenido tan poca importancia para el maltratado como para él mismo. Lagrange tampoco era un villano de película; pero ajustaba su vida a una regla de conducta que prescribía la necesidad de no cerrar jamás una cuenta con saldo en contra en sus relaciones con los demás. Mediaba, por fin, en este caso, un sentimiento de amor propio, y puede ser también que algo más profundo y duradero que el amor propio. Con ello se está diciendo que entre Lagrange y Bertoni había pasado una mujer. Siempre hay una mujer en los orígenes de la enemistad entre dos hombres que no han franqueado los cuarenta años... y a veces entre los que han saltado ese límite también.
La cosa había ocurrido algunos años antes, cuando Bertoni y Lagrange trabajaron en la administración de los astilleros de Mihanovich, en el Carmelo, por la costa oriental. Conociéronse allí y se vincularon íntimamente, hasta que los distanció el asunto aquel. Lagrange perdió una mujer que le gustaba y una pequeña fortuna que le habría venido juntamente con la mujer. Bertoni, en cambio, ganó el rencor de un hombre que desde ese instante le abrió una cuenta que el tiempo y las circunstancias se encargarían de cancelar. Eso no impidió que cuando se encontraron aquella mañana en un "ristorante" de la Boca, Bertoni se abrazara con Lagrange, aturdíéndolo con sus gritos; que los dos se trenzaran en inacabable charla sobre las cosas del tiempo pasado; y que, finalmente, el primero, siempre entre exuberantes ademanes y ruidosas carcajadas, le explicara que la providencia debía haber preparado aquel encuentro con su viejo amigo Lagrange, a fin de que él, Bertoni, dejara de buscar el socio que necesitaba para emprender cierta explotación frutícola en unos terrenos que le ofrecían en venta cerca de Concordia.
Del incidente pasado y de la muchacha que fue su causa suficiente no se habló ni una palabra. Era probable que Bertoni lo hubiese olvidado, lo mismo que a la mujer. También, ¡quién diablos va a vivir recordando a todas las mujeres que se le han cruzado en la existencia! Por su parte, Lagrange tampoco preguntó nada. Al pasar, enteróse de que Bertoni estaba casado y que su esposa era una señorita de Pergamino, ciudad en donde aquél había vivido algunos años como representante de una casa introductora de maquinarias agrícolas de Buenos Aires.
Después hablaron del negocio. Tratábase de unas cuantas hectáreas de tierra sobre la misma barra del Yuquerí, en las goteras de Concordia, retazo de los campos que fueron de la sucesión de don Bernardo Yrigoyen, y que se podía comprar en condiciones extraordinariamente ventajosas. El desembolso inmediato no alcanzaría a diez mil pesos, debiendo continuar los adquirentes con los servicios de una deuda en cédulas del Banco Hipotecario Nacional. Había allí una plantación de mandarinas en plena producción, un criadero de aves organizado con planteles de las mejores razas y un colmenar de primer orden. También se estaba ensayando con buenos resultados el cultivo de espárragos.
— ¡Una pichincha! ¡Una verdadera pichincha!" — vociferaba Bertoni con entusiasmo, corroborado por vigorosos puñetazos que hacían saltar las cosas de la mesa. No agaraba el asunto por su sola cuenta en razón de que su capital había quedado reducido a unos pocos miles a consecuencia de un mal negocio de lanchas en el Puerto Madero. Buscaba una persona con quien entenderse, cuando tuvo la suerte de tropezar con Lagrange.
— Una suerte — repetía — , porque, ¡quién mejor que un antiguo amigo para trabajar en sociedad!
Fue entonces que Lagrange tuvo la intuición de que se le brindaba la oportunidad del desquite con aquel hombrón rudo y algo cándido que se hartaba de sopa de pescado, largando de pronto el pan y la cuchara para palmearle las manos con un afectuoso "¡qué viejo Lagrange, éste!", lanzado con voz tan poderosa que posiblemente hacía volver la cabeza a todos los que en aquel momento transitaban por la calle Necochea. Pero no era hombre de arriesgar en la puesta más de lo que podía ganar en la jugada. Poseía alguna platita ahorrada, es cierto; mas le había costado demasiado el ganarla para que estuviera dispuesto a exponerla en un negocio vidrioso. Claro que en todo momento entreveía la oportunidad de cobrarse, y con altos intereses, la vieja cuenta que el otro parecía haber olvidado. Sin embargo, él se atenía a la norma de no dar por el pito más de lo que el pito podía valer. Exigió informes concretos y la facundia de Bertoni desbordóse nuevamente, acompañada esta vez de cálculos numéricos hechos a lápiz al dorso de la lista de platos.
— El establecimiento se llamaba "La Barra" y tenía tantas hectáreas de superficie, toda tierra aprovechable. La vivienda era un chalet de material, casi nuevo y muy cómodo; las instalaciones estaban en perfecto estado. Trabajando ellos mismos para reducir gastos, la explotación dejaría, un año con otro, una utilidad neta de doce mil pesos, sin contar la propiedad, que valdría holgadamente sus cien mil.
A la prudencia de Lagrange resultábanle aquéllos demasiados miles; por otra parte, también había andado por Concordia y le parecía recordar que el terreno no se prestaba para la producción de citrus en aquella zona del distrito, aparte de que en la temporada lluviosa se desbordan los arroyos y no hay cultivo que no quede arrasado por la inundación. La impetuosa dialéctica y la mímica expresiva de Bertoni disiparon victoriosamente sus vacilaciones. Todos los comensales de las mesas vecinas habían seguido la exposición de Bertoni y estaban visiblemente de su parte. Hasta el mozo que los servía y el abúlico personaje que redactaba las adiciones en la caja, hacían converger sobre Lagrange un fuego de miradas que reflejaban el asombro y la indignación de sus espíritus ante las resistencias opuestas a la fortuna que el otro le brindaba con estrepitosa generosidad. Con la última copa de un Lambrusco di Módena espeso como alquitrán y áspero como papel de lija, quedó cerrado el trato y formalizada la sociedad.
Cuando salían del "ristorante", Lagrange tuvo la impresión de que su nuevo socio estaba barajando las cartas que habían de darle el esperado juego. Y se prometió pegar fuerte y sin ascos cuando tuviera las manos llenas.
No pensaba exactamente lo mismo dos meses después, ya instalado en el lindo "bungalow.. de "La Barra", juntamente con el matrimonio Bertoni. Durante el tiempo transcurrido y la vida en común, Lagrange había establecido ciertas comprobaciones que solía repasar por la noche, tendido en la cama, mientras fumaba solitariamente su pipa de "genuine Bull" de Virginia. Ante todo, el negocio era bueno y si no produciría tanto como calculaba Bertoni, resultaba, en resumen, una inversión excelente, que aún había de mejorar.
Luego, la esposa de Bertoni era una mujer de treinta años, bonita, bastante fina y un tanto romántica, que al lado de su marido daba la impresión de una gacela uncida a la coyunda de un búfalo. Llamábase Albertina y era escrupulosamente honesta; mas la perspicacia de Lagrange le permitía conjeturar que si no pertenecía a la clase de mujeres que faltan a sus deberes, no sería injusto incluirla en la categoría de las viudas fácilmente consolables en el caso de que el marido sufriera una desgracia; cosa, por lo demás, que le acontece a cualquiera y que, en el campo, siempre está más cercana de un hombre de mal carácter como Bertoni que no de una persona tan dueña de sí como Lagrange.
Por último, y esta era la contrapartida de los anteriores asientos — Lagrange era tenedor de libros — , sí bien el juego se desenvolvía en condiciones satisfactorias, nada confirmaba todavía las esperanzas depositadas en un próximo desquite de la antigua derrota. Y eso que ahora, como antes, en la puesta había una mujer y unos pesos. Solamente que ahora la mujer era mejor y los pesos más numerosos que en la jugada perdida años atrás. Todo lo cual traía muy pensativo a Lagrange, hasta que una noche recordó que si bien es cierto que el buen jugador debe saber esperar las cartas que le convienen, tampoco está reñido con la buena conducta del juego el estimular un poco la marcha de la suerte, cuando ésta demora demasiado en llegar al sitio donde se la aguarda.
* * *
Hacía una semana que Bertoni tronaba casi diariamente contra Villalba, un peón del establecimiento, que por servir de intermediario entre los dueños y el resto del personal, venía a resultar una especie de capataz. Parecía que al hombre se le hubiera metido el diablo en el cuerpo, porque no pasaba día sin que cometiera una barbaridad, lo que desataba torrencialmente la fácil iracundia de su patrón.
Empezó aquello una noche en que un caballo se coló en el colmenar y derribó doce cajones en sus desesperados esfuerzos por escapar a la persecución de las abejas perturbadas por su intrusión. Bertoni descargó sobre Villalba una tempestad de interjecciones y amenazas, anunciando su propósito de "sacar a patadas al haragán descuidado que le había originado semejante perjuicio". Villalba se limitó a responder que no se explicaba lo ocurrido, porque la tarde anterior había cerrado personalmente el portillo que daba al potrero alfalfado de los anímales de trabajo. Era un tape pálido y menudo, que empezó a trabajar en el establecimiento con los dueños anteriores y a quien Bertoni estuvo a punto de despedir cuando llegaron, pues se le dijo que el hombre no pasaba por trigo limpio, que tenía fama de cuchillero y que en un proceso por lesiones se había ganado algunos meses de prisión en la cárcel de Concordia. Lo dejó, sin embargo, porque resultó cumplidor, callado y muy conocedor de las tareas que traía entre manos. Aquella tarde no le aceptó la explicación y siguió gritando hasta que Villalba, lanzándole una mirada de reojo, lo dejó plantado, metiéndose en la cocina.
Después fue la historia de una cantidad de arbustos del vivero que debieron ser cargados en el carro para mandarlos a la estación y que quedaron olvidados al sol todo un día, hasta que Bertoni los descubrió, al caer la tarde, cuando regresaba de la esparraguera. El asunto no se aclaró bien porque Villalba arguyó "que el señor Lagrange le había dicho..." y Bertoni negó a Lagrange todo derecho a inmiscuirse en nada que no fuera la contabilidad y las relaciones comerciales de la explotación. Gritaba tanto, que la mujer temió algo y salió a tranquilizarlo, llevándoselo adentro, en donde se encaró airadamente con Lagrange, a quien acusó de entrometerse en asuntos que no eran de su incumbencia.
Siempre tranquilo, pero algo molesto, Lagrange negó haber dicho una palabra a Villalba respecto a los dichosos árboles. Sin responderle, Bertoni entró en el cuarto de baño, oyéndosele en seguida chapuzar ruidosamente la cabeza en el agua del lavatorio. Lagrange y Albertina quedaron solos; aquél estaba mudo y hosco; tanto, que la mujer creyó necesario decir algo:
— Tenga paciencia, Lagrange; usted ya conoce el genio de este hombre.
Y suspiró como quien lleva en silencio el peso de una abrumadora cruz.
Dos días más tarde, las vociferaciones de Bertoni contra Villalba hubieran podido ser oídas desde el puente de Cambápaso. La cosa no era para menos. De veinticuatro aves encerradas en una jaula para ser entregadas al mayordomo del vapor de la carrera, más de la mitad aparecieron muertas. El mismo Villalba descubrió que al afrecho mojado que se les diera como alimento la noche anterior, había sido mezclado arsénico en polvo, del que se usaba para matar las hormigas. No se explicaba cómo pudo ocurrir la cosa, pues él mismo fue quién preparó la comida de las aves, a causa de que el muchacho encargado de ello estaba tirado en un catre, con un tobillo inflamado por una torcedura. Bertoni tampoco admitió aclaraciones y prosiguió rugiendo como él solo era capaz de hacerlo en algunas leguas a la redonda. Villalba era humilde, pero la paciencia de una persona tiene sus límites. Además, aquellos percances sucesivos de que invariablemente se le responsabilizaba, habían despertado su desconfianza. Contestó de mal modo, dando a entender "que si se le quería quitar el conchabo no había por qué valerse de mañas que no son de hombres, porque él sabía cómo proceden los hombres y era tan hombre como el que más".
Felizmente, Bertoni no pudo replicar, porque Albertina le avisó que lo llamaban con apremio desde el pueblo, por teléfono. Era precisamente el mayordomo del vapor, quien, sin duda alguna, reclamaría los pollos.
La tarde pasó tranquila. Se llenó otra jaula, que, Villalba condujo a Concordia en el camión. Bertoni anduvo por el fondo de la quinta, ocupado en una nueva plantación que estaba formando y sólo regresó a la casa hacia la oración. Al llegar, la mujer le recordó que al otro día debían ir juntos al pueblo; ella quería hacer unas compras, y él, por su parte, aprovecharía el viaje para despachar un giro en el Banco. Mientras comían, se convino en que la llevaría en el Rugby, dejándola en la casa de unas amigas, porque quería retornar en la misma mañana para continuar con el naranjal en formación. Por la tarde volvería a buscarla; y en caso de que no se lo consintiera el trabajo, tal vez Lagrange quisiera tambien darse una vuelta por la ciudad. Este aceptó encantado. Aquella noche sentíase muy contento y alargaron la sobremesa, escuchándole historias alegres que sabía contar muy bien cuando estaba en vena.
A la primera hora de la mañana siguiente despertaron a Lagrange las voces de Bertoni en el patio. Resultaba que al sacar el automóvil del cobertizo descubrió Villalba que estaba rajado el depósito del radiador, perdiendo agua a todo trapo. Aquello era para hacer arder de rabia al menos propenso y Bertoni siempre se encontraba a un centímetro de la explosión. Casi se arrojó sobre Villalba, manoteándole frente a los ojos y tratándolo de "criollo pillo y perezoso, que estaba robando la plata que le pagaban los patrones".
Si el capataz no hubiese estado tan sorprendido con lo que pasaba, las cosas habrían tomado un mal sesgo en ese momento. Pero el asombro, sumado a cierto temor supersticioso acerca de la ingerencia malévola de fuerzas desconocidas, que lo asaltó al descubrir el nuevo percance, desviaron su atención, impidiéndole reaccionar en la forma que lo hubiera hecho en otras circunstancias. Como Bertoni continuara chillando mientras esforzábase por reparar el desperfecto, lo interrumpió para decirle, muy digno, que comprendía que allí estaba sobrando y pedía se le arreglara su cuenta de inmediato. "Trabajo no le faltaría en ninguna parte — añadió en tono provocativo — , y no se vería obligado a aguantar el mal genio de gente que parecía confundir un obrero con un animal".
Bertoni se calmó de golpe, respondiendo que por la tarde, cuando volviera de la ciudad, lo esperaría en el escritorio para el arreglo pedido.
Reparada como se pudo la avería del radiador, llamó a su mujer, quien ya salía dispuesta paar el viaje. Desde la ventana, Lagrange admiró la buena presencia de Albertina, vestida con un ceñido traje "tailleur" que hacía resaltar, sin exagerarlas, la elegante morbidez de sus formas. Se dijo que estaba realmente linda y que la vida no sería desagradable con una compañera como aquella, alhaja que el bárbaro del marido no sabía valorar.
Poco más tarde, bajó Lagrange al escritorio, una piecita en la planta baja, después de desayunarse solo en el comedor. No le gustaba el mate y prefería tomar su café con leche como en la ciudad. Trabajó un par de horas revisando facturas y contestando cartas comerciales. En una pared de aquella pieza, colgada al alcance de la mano de quien estuviera sentado detrás de la mesa, había siempre una magnífica escopeta inglesa de dos caños, cargada con munición patera.
Contempló Lagrange, pensativamente, la escopeta, silbando entre los labios; la tomó, y armado de ella se alejó despacio hasta la barra, por donde se le oyó largo rato hacer fuego sobre los zambullidores. Retornó cerca de las doce y colgó la escopeta en su sitio. Más tarde, cuando hubieron ocurrido las cosas, se deploró el fatal descuido que lo hizo olvidarse de recargar el arma, como era costumbre de todos los que la usaban.
No tardó en llegar Bertoni, bastante malhumorado porque había pinchado una goma en el camino y tuvo que trabajar largo rato al rayo del sol para colocar la rueda de auxilio. Almorzaron casi sin cambiar palabra; sólo Bertoni habló del fastidio que le causaba la salida de Víllalba. "Aquellos criollos — comentó — no tenían dónde caerse muertos y eran más quisquillosos que un hidalgo español".
Por toda respuesta, Lagrange se encogió de hombros. El otro creyó descubrir en aquel gesto la intención de una censura sobre su modo de tratar al personal y guardó silencio, mortificado y colérico. Antes de separarse, sin embargo, abrió la boca para anunciar a su socio que volvería al naranjal, pidiéndole que se trasladara a la ciudad en busca de Albertina.
Un par de horas más tarde, afeitado y arreglado, Lagrange empuñó el volante y puso el coche en marcha, despidiéndose de su socio con un saludo amistoso, apenas respondido por aquél. El hombre seguía alunado. Antes de salir, Lagrange buscó a Villalba con la vista; el capataz se hallaba en el cobertizo, ajustando los sunchos de un barril. Cuando ya se alejaba el coche, Bertoni le dio una voz, gritándole algunos encargos. Lagrange asintió con la cabeza y se marchó.
Cambiando de idea, Bertoni no fue al naranjal; pasó el resto de la tarde en los gallineros, acompañado de un peón. Bajaba ya el sol cuando volvió a la casa, entrando al escritorio. Villalba debía haberlo estado espiando, porque se le presentó en seguida, vistiendo la ropa de salida. El chino estaba más pálido que de costumbre y abordó al patrón con el acento y el gesto de quien lleva malas intenciones.
Posiblemente Bertoni abrigaba el propósito de retener al capataz, hablándole amistosamente y hasta explicándole que no debiera dar demasiada importancia a las palabras que profería cuando se le subía la mostaza a las narices. Pero la actitud del otro removió todo el fondo de irritación sedimentado en su ánimo durante un enojoso día de contrariedades. Lo único que le faltaba — pensó — "era que ahora se le insolentase el compadrito aquel".
La escena fue rápida y violenta. A las primeras frases de Villalba, Bertoni se puso de pie, furioso, tendiendo el puño cerrado: "—¡Salga de aquí, canallita de porra!"
Y se corrió a un lado, como dispuesto a precipitarse sobre el tape. Este se puso más pálido aún, llevando la mano a la cintura: " — Aquí el único canalla es usted, gringo hijo de..." — rezongó amenazante. En su derecha brilló un cuchillo corto y agudo.
De un salto, Bertoni manoteó la escopeta, apuntándole y vociferando.
Villalba no era flojo, pero un arma de fuego impone a cualquiera. Además, prefería pelear afuera, donde tendría más libertad de movimientos. Brincó hasta la puerta, seguido de Bertoni e insultándolo para exasperarlo.
Así se encontraron los dos en la galería, a dos metros de distancia el uno del otro. Bertoni apuntó otra vez, gritando: " — ¡Te voy a pagar tu cuenta en plomo; en chumbos, te voy a arreglar!"
Agachándose como un gato, Víllalba atropelló, haciendo viborear el cuchillo: " — Asegurá bien, porque..."
Bertoni apretó el gatillo y sólo se oyó el ruidito seco del hierro percutiendo sobre el hierro; quiso disparar el segundo cartucho y tampoco dio fuego el arma. Desesperado, trató de ganar la escalera para subir al primer piso, pero el otro no le dio tiempo. Se le fue encima, verde de rabia y reluciéndole en los ojos la feroz decisión:
" — ¡No te dije!..."
El cuchillo se hundió una y otra vez en el pecho y en el vientre de Bertoni, cortándole las manos, cuando
éste pretendía parar los puntazos. Cayó contra la puerta del escritorio, a tiempo que se escuchaban los gritos de los otros peones que acudían a todo correr. La última puñalada le había partido el corazón.
Villalba se volvió a los tres o cuatro hombres detenidos en el patio. La sangre de su enemigo le empapaba la mano derecha y le había salpicado hasta la cara. Jadeando de fatiga, les habló con siniestra frialdad: " — El que quiera copar la parada, ya sabe; de no, abran cancha".
Lo dejaron pasar sin moverse ni articular una palabra. El tape se apoderó de una bolsa que tenía lista con sus cosas y se dirigió, sin apuro, a la costa, para tomar la canoa en que cruzaría el río hasta la ribera uruguaya.
Cuando se hubo perdido de vista, unos se acercaron al cadáver de Bertoni, mientras otro llamaba apresuradamente por teléfono a la comisaría de Suburbios. En ese mismo momento sonó la bocina del automóvil que volvía con Albertina y Lagrange.
Al día siguiente, cuando volvió del entierro de Bertoni, Lagrange mantuvo una larga conversación con Albertina. La mujer estaba más tranquila de lo que podía esperarse y encaraba el porvenir con mucho buen sentido y serenidad. Convinieron en que ella partiría a Buenos Aires para regresar quince días más tarde con una sobrinita que la acompañaría en "La Barra", en donde resolvió quedarse, continuando la explotación de la finca con el socio de su marido.
Por la noche, tendido en la cama, Lagrange cargó su pipa de "genuine Bull" y reflexionó detenidamente sobre los acontecimientos pasados. Después de todo, habíanse confirmado sus intuiciones de jugador. El pobre Bertoni terminó por darle buen juego para el desquite. Una escalera real.
De: "Terror. Cuentos rojos y negros". |