Hundió el acelerador a fondo y el coche "coleó" sobre el camino lodoso, resbalando hasta el zanjón que lo bordeaba, convertido ya en torrente. Escapó apenas a la volcadura gracias a una desesperada maniobra del volante. El hombre se llenó la boca de maldiciones. Había perdido la cadena de una rueda trasera, y la cubierta, lustrada por el desgaste, patinaba entre las huellas pantanosas. Para mejor, el agua se venía otra vez; casi lo cegó la lumbrarada con que una descarga eléctrica incendió fugazmente la negrura del cielo que aplastaba sobre la tierra la pesadumbre de sus nubarrones. Al estampido siguió el tronar del aguacero que se precipitó desde el oeste, haciendo resonar sus goterones como el millón de patas de una tropa disparada bajo el látigo del temporal.
Y hasta Maquinchao faltaban cuarenta kilómetros de mal camino, siempre que fuese franqueable el vado del arroyo. En la balsa, claro, no había que pensar.
El hombre apretó los dientes con rabia; sus ojos avizoraban con cuidado el camino mal alumbrado por los faros. De vez en cuando limpiaba con la mano el parabrisas, azotado por el chaparrón que desleía en agua limosa el barro adherido por las salpicaduras. Conocía bastante la ruta; pero no hay baquía que valga cuando ha llovido seis horas seguidas sobre un camino en el Río Negro y si se viaja en la noche entenebrecida por la tormenta. El auto no daría ahora más de doce por hora y adelantaba pesadamente, haciendo estallar los aguazales formados en la huella y levantando pelotones de lodo pegajoso a cada vuelta de las ruedas. Sobre la capota chasqueaba el agua, derribada desde arriba como un torrente flotante. Entraba también por las mal ajustadas cortinas y ya había formado charco entre las palancas. Chapaleaban las botas en cada movimiento de los pies.
¡Cuarenta kilómetros! Y había que llegar. Apretó más la mandíbula. Como para estimular su energía, echó por sobre el hombro una mirada dentro del coche. ¡Con tal de que con los truenos no se le asustara el chiquilín! Allí estaba, sobre el asiento trasero, como un bulto arropado en la obscuridad. Escuchó, inclinando hacia atrás la cabeza. Corta y sibilante, le llegaba la respiración a través de una garganta casi estrangulada por las membranas de la difteria. ¡La difteria! Asentó con furia toda la suela sobre el acelerador y el auto atropelló, dando resbalones en las tinieblas que azotaba el aguacero empujado desde las mesetas de Pilcaniyen.
* * *
Desde la oración, Linares y la mujer estuvieron al lado de la cama del chico. Tenía fiebre alta y se quejaba de la garganta. Al principio, creyeron en una angina gripal y le aplicaron tópicos calientes, haciéndole tragar un trocito de aspirina disuelta en agua, para combatir la temperatura. No comió ninguno de los dos, sobrecogidos por un presentimiento de lo que no querían confesarse. Al cabo de unas horas, el chico pareció aliviado y se durmió, tranquilo, al parecer. Linares dispúsose a acostarse. Había sido día de arada y estaba reventado. Para un chacarero nuevo, algunas horas sobre el tractor, tirando del arado por un campo plagado de raigones, resultan una jornada dura. Parecíale no tener hueso en su sitio ni músculo sin largos dolores. Se tiraría en la pieza vecina sobre un catre de tijera. Si pasaba algo, que lo despertaran.
— Pero no pasaría nada — tranquilizó a la mujer — . Seguro que el chico amanecería bien. En adelante habría que cuidarlo un poco de las humedades que traían las lluvias de enero. Dio unas vueltas y terminó por tumbarse, cayendo instantáneamente en un sueño de plomo.
Dos horas después se despertó, sacudido por los tiroñes de la mujer. Tardó en volver a la vigilia. Estaba soñando que jugaba a las escondidas en la isla del Tigre, donde se había criado. Lo buscaban.
— ¡Linares!... ¡Linares!...
Que lo buscasen. El siempre supo esconderse bien.
— ¡Linares! ... El nene se muere. . .
— ¿Qué? — Incorporóse de un brinco, todavía nublada la conciencia por la modorra y medio encandilado con el resplandor de la lámpara.
Sollozó la mujer, desencajada ya de espanto:
— El nene ... Es difteria ... Se ahoga . . .
Tenía ella ya veintiséis años, pero parecía una jovencita. Bajo los cabellos revueltos y húmedos, por la cara de rasgos pueriles todavía, le bajaban silenciosas lágrimas, corriéndole en las mejillas hasta entrarle por la boca. Daba una impresión de soledad y desamparo que afligía.
Rudamente vuelto a la realidad y sin decir una palabra, corrió Linares hasta el dormitorio:
— ¡Si el chico se llegaba a morir!.... Desde un principio lo había hostigado la obsesión de la difteria.
Allí estaba, demacrada la fina carita por dos hondas ojeras azulencas, en cuyo fondo brillaban los ojos febriles. Por los labios entreabiertos brotaba el ralido de una laringe que obstruían siniestras vegetaciones.
— ¡La gran...! Claro que era difteria.
El chico volvió hacia el padre sus miradas suplícantes.
— Papíto... Duele mucho ... — gangueaba la vocecita, atiplada todavía más por el mimo.
Intentó calmarlo.
— No es nada, mi hijito... , no es nada. Todo va a pasar enseguida con un remedio que le va a dar su papito.
También a él temblábale la voz, en la contención penosa del llanto.
Frágil, blanco, dispersa la rizosa crencha rubia sobre
la frente sudorienta, el chico gimió lastimero:
— Papito... , duele... — Y se llevó las manos a la garganta, obscureciéndosele los labios con el azul fúnebre de la cianosis.
El grito de la mujer provocó la irritación de Linares:
— Ahora sólo falta que te desmayes vos, Isabel. Dale un cuarto de aspirina y yo voy a sacar el auto. Me lo llevo hasta Maquinchao.
La mujer lo miró, atemorizada por la salida.
— De noche y con este tiempo — objetó sin convicción.
Linares se encogió de hombros: — No iban a estar esperando allí hasta que el chico se ...
No se atrevió a seguir ante la mirada desesperada de la mujer. Intentó tranquilizarla. Conocía bien el camino; y un poco de agua y barro no lo iba a detener. A través de los resquicios de la puerta entró, como respuesta, la luz de los refucilos. La arboleda que rodeaba la casa gimió bajo el rudo empellón del viento huracanado.
— Arrópalo bien; ya vuelvo.
Y salió, con la linterna eléctrica en la mano, iluminando el sendero enladrillado que cruzaba hasta el galpón habilitado como garage.
Entretanto, renegaba interiormente contra la idea que tuvo de venirse al Territorio con la mujer y el chiquílín. A estas horas estaría tranquilo en Buenos Aires. Pero él siempre fue así, alocado y caprichudo. Se le ocurrió hacerse rico con la fruticultura y allí estaba hacía seis meses, en la soledad del desierto, con un tren cada tres días a la estación más cercana; una simple parada sin vecindario ni recurso alguno. Con todo, no le disgustaba la cosa; e Isabel se adaptaba, la pobre, a aquella vida. Empezaban a tener esperanzas de que el sacrificio no fuese estéril. Y ahora venía el chico a enfermarse. Y de qué, Señor...
Largó una patada a un perro, al que le dio por torear, y sacó el coche después de colocar las cortinas. Mientras forcejeaba, ajustando cadenas en las ruedas traseras, se le apareció silenciosamente la mujer, sobresaltándole con la
imprevista interpelación:
— Voy con vos...
—No.
Era bueno de sentimientos, pero de mal carácter. Las contrariedades lo exasperaban, volviéndole brutal.
— Que te acompañe, entonces, el peón, por si ocurre algo en el camino. Puede encajarse el coche.
— Lo sé sacar; voy solo.
No insistió la mujer; lo conocía. El se daba cuenta de que era injusto, pero en alguien tenía que desahogar su rabia.
— Cuando yo arrime a la galería salí vos con el chico.
Ella asintió en silencio y volvió a la casa. Linares volcó una lata de nafta en el tanque, se ubicó en el asiento e hizo funcionar el motor. Después miró el cielo; estaba encapotado, pero no tronaba y casi ni llovía.
— El camino debe estar tremendo — pensó — . Pero no cayendo más agua, el vado no se presentaría tan bravo. Sabía que la balsa no andaba, rota la maroma desde la
última tormenta.
Acercó el coche y la mujer salió corriendo con el pequeño cuerpo envuelto en mantas. Lo depositó amorosamente en el interior, como a una cosita frágil que pudiera quebrarse.
— Pobrecito mi hijito — y la ahogó un sollozo.
Con un gesto de fastidio, Linares disimuló su lástima. Extendió una mano y le hizo un leve cariño en el cabello.
— No llores, pavota ... De aquí unos días lo traigo bien. En el pueblo hay suero; con un par de inyecciones queda fuera de peligro.
Arrancó el coche. Ella volvió a la galería, alumbrando con la linterna. Lo vio tragado por la obscuridad, dispersos sobre la arboleda los reflejos de los faros. Después
oyó el rumor de la tranquera que se abría y cerraba.
— Mi hijito...
Se quedó sola con su congoja y su miedo.
* * *
Con tiempo bueno, poníase en el vado en dos horas. Ahora hacía tres que avanzaba penosamente y no podía calcular cuánto faltaba todavía. A la luz de los relámpagos trataba de orientarse, pero sólo entreveía la masa lóbrega del monte, raleado a veces, y el interminable jarillar. Tal vez le quedaran veinte kilómetros aún; por lo menos quince; a esa marcha no podía esperarse más. Con las manos bien afirmadas en la dirección, no quitaba ojo de la tierra que los faros iban descubriendo delante del
"capot". A través de la cortina de agua, luminosa como raudal de cristales, precedíalo una movible zona de claridad sobre la tierra encharcada. De vez en cuando, alguna lechuza aleteaba contra los faroles para perderse enseguida en las sombras. Hasta una liebre despavorida quedó fugazmente aprisionada en la ancha franja de luz, que la recortó en claridad como una proyección cinematográfica. Habíase apaciguado la ventolera; pero el aguacero proseguía cayendo, espeso e infatigable. Dijérase que había llovido eternamente y que seguiría lloviendo por siempre jamás. Desde la agreste soledad circundante llegaban hasta Linares esos solemnes rumores que ascienden de la tierra desplomada bajo el manto de agua del diluvio. No era cobarde ni supersticioso, mas llevaba un poco encogido el corazón. Además, a sus espaldas, el chico iba muriéndosele, tal vez.
Tronó sordamente en la lejanía y alumbró el campo la luz difusa de los relámpagos dísueltos en el cielo. La masa tenebrosa de las arboledas, fantásticamente encorvadas, se aclaró un poco, permitiéndole fijar aproxímadamente la posición. Menos de seis kilómetros; aproximábase al trecho peor: un pedazo arcilloso que se convertía en pantano con unas cuantas gotas. ¡Cómo estaría con aquella lluvia! En fin, lo que Dios quisiera. Sorprendióse a sí mismo con la piadosa invocación. ¡Bah!, por si acaso...
Chapotearon ruidosamente las ruedas, advirtiendo que entraban en la embalsada. El camino resolvíase en bañado que lo cubría a todo lo ancho. Frenó un instante para recapacitar; la parte más sólida corría por el lado izquierdo. Había que acelerar orillando, aunque corriera el riesgo de volcar en el zanjón. ¿Y si se quedaba? Aceleró, levantando olas de agua sucia que le azotaban los faros y el parabrisas. El coche adelantó algunos metros y se inclinó peligrosamente; alerta, Linares rectificó de un golpe de volante y agarró más al medio, confiando en la ligereza del vehículo.
Pero no pasó. Bramó el motor y las llantas patinaron en el barrizal del fondo, desparramando agua por todos lados. El coche forcejeó, tropezó un poco y se quedó parado, mientras del radiador ascendía una nubecita de vapor blanquecino.
En el mismo momento sintió lloriquear, espantada, a la criatura.
— Papito..., tengo miedo — Y se le hundió la voz en un ronquido trágico.
Era para volverse loco. Lo primero, calmar al chico. Volvióse hacía dentro, palmeándole con cariño:
— Calladito, nene, calladito. Aquí está papá; no tenga miedo.
Y la mano se suavizaba en ternezas sobre la cabecita.
Bajó al agua, bien envuelto en el capote impermeable. El diluvio le repitió su canción sobre el sombrero gacho y hundiéronsele los pies hasta más arriba de los tobillos en la tierra viscosa y absorbente. Por suerte, el agua no había llegado al motor.
Empujó. En su vida puso tan desesperado aliento en un esfuerzo. Chorreó el sudor caliente por su cara mojada y los músculos de los brazos y de la espalda se le hincharon en la tensión frenética. Abiertas las piernas, trataba de hacer pie en la superficie blanduzca que se lo tragaba. Desencajáronse las ruedas como arrancadas de un alvéolo. Empujó de nuevo y el coche avanzó, más liviano ahora. Redobló el esfuerzo y lo dirigió per la orilla, penando como un forzado bajo la ducha del aguacero que le colaba chorros por el cuello, haciéndoselos correr sobre la piel, bajo las empapadas ropas. Ahora, sí. Instalóse otra vez en el asiento, mojado y transido de atroz fatiga. Descansó un instante; detrás, el chico plañía, bajito y lamentable. ¿Cuánto tiempo llevaba de viaje? Ni ganas tuvo de mirar el reloj. De todos modos, con saber la hora no ganaba nada. Puso en marcha el coche otra vez; la tierra le pareció más firme y aceleró.
Un rato más y estaría en el vado.
La noche se encapotaba alrededor del rastro de luz trazado por los fanales. Era como si la negrura se hubiese convertido en masa sólida y pesada en torno del vehículo en marcha. Pensó en Isabel, allá sola con su zozobra. ¿Lo supondría llegado ya? El recuerdo del vado lo agitó con una ráfaga de inquietud. Sacudióse el pensamiento como si fuera un moscardón.
La pendiente en descenso le advirtió la proximidad del río. Corría éste entre barrancos, hondo y obscuro. Por un instante lo iluminó la loca esperanza de que la balsa hubiera sido recompuesta. Aproximó despacio el coche, sorteando los accidentes del terreno, alterado también por el correr del agua llovida. Proyectó las luces sobre el río, tajando con sus dos cuchillas luminosas la compacta obscuridad que lo envolvía. Ni sombra de la balsa. El río bajaba ancho y denso, unido como una placa de metal fundido. En otras regiones, las riadas bajan correntosas y sonoras, precipitándose como un tropel por el cauca desbordado sobre ambas márgenes. Allí descendía como una ola de fluido asfalto, lenta y silenciosa. Pero es menester haber intentado un cruce para conocer el potente empuje de aquella masa de agua que avanza con espantable calma, sin ruidos, como una lúgubre reptación de bestia pérfida y sombría. Herida al sesgo por la claridad de los faros, se hinchaba la superficie movible y metálica.
La tormenta había respirado en una pausa y se arrojaba otra vez sobre la tierra, descargándose en profundos truenos que repercutían roncamente por las lejanías. Los relámpagos iluminaron la ribera opuesta, donde las isletas de monte se agazapaban en los terrenos adyacentes ya inundados. Arreció el agua.
— Buen momento para intentar la pasada — pensó Linares — . ¿Y si esperase el día? Miró dentro del coche y lo sobrecogió el apagado rumor de un sopor estertoroso. Seguro que se estaba muriendo... Sintió frío en los huesos.
Echó pie a tierra, indiferente al agua y al barro y ya febril por la mojadura. Gritó e hizo disparos de revólver, mirando ansiosamente al otro lado. La espera fue angustiosa, pero vana. Ni una luz ni señal de vida. Atropellaría. Observó otra vez el río, que se arrastraba, negro y torvo como un enemigo traidor. Por un momento se distrajo contemplando el efecto raro del aguacero que punteaba sus flechas líquidas en las zonas aclaradas por los faros.
Por precaución pasó el chico adelante. Bajo la espesa cubertura de ropas, el cuerpecito endeble y tibio le hizo el efecto de un pajarillo arropado en su plumón.
— Pobrecito mi hijito — musitó. Un poco avergonzado de su debilidad — era un hombre, ¡qué diablos! — , le puso los labios sobre la frente, sintiendo que las lágrimas le reventaban en los ojos. Tenía el chico la cara fría y húmeda, y respiraba trabajosamente, gimiendo muy paso. No había que detenerse más. Lo acomodó sobre las rodillas, aunque le molestaba para el manejo, y agarró otra vez el volante, embocando lentamente el vado. Cerca de la orilla no corría mucho, así que avanzó, abriendo ruidosamente las aguas con el ''capot". Por suerte, lo acertó sin desviarse. Adelantaba despacio, calculando la profundidad para detenerse sí el nivel subía demasiado, porque podía ahogarse el motor. En seguida sintió el empuje de la corriente batiendo el flanco del coche. Era como una presión insidiosa que trabajara sin ruido para derribarlo, ¡Hasta ahora!... Avanzó más y sintió que se hundía de golpe la parte delantera. ¡Seguro que se había zanjeado el paso! Quiso dar marcha atrás y el motor roncó sin responder a la incitación de la palanca. Insistió; giraron las ruedas con rumor de hélices; rugió un poco el carburador y la máquina, por fin, se detuvo. Había entrado agua. Entraba también por la parte baja del coche, ya anegado.
— ¡Listo! — pensó el hombre. Puso el chico a un lado, para tener mayor libertad de movimientos, y estuvo a punto de tirarse abajo. Lo retuvo el rumor bronco de la correntada golpeando contra el costado. Se apagaron también las luces. Y quedó inmóvil, rodeado de la muerte. Si hubiera podido nadar para volverse atrás, se arrojaba a las aguas; ¿pero quién nadaba en aquella corriente con un chico en brazos? El coche cedía, sordamente trabajado por el empujón persistente e irresistible del río. Lloró otra vez la criatura y él la tomó con un brazo, mientras con el otro aseguraba el freno de mano con la esperanza de afianzar el vehículo hasta el día. Atisbando desesperado hacia delante, le pareció avistar luces en la costa. Gritó, frenético, e hizo fuego a través de la cortina. Un largo trueno galopó por el cielo. El coche se torció a la derecha, como arrastrado por incógnitas fuerzas escondidas allá abajo. Se acunó un momento y volcó, tragado por el abismo de sombras y agua. Todo el río se le echó encima, aplastándole. El hombre se había zafado, chapoteando bajo el torrente siniestro. Gritó otra vez. La
última.
De: "Terror. Cuentos rojos y negros". |