— Es una señora joven, doctor; manifiesta tener urgencia en hablar con usted.
El abogado especialista en divorcios sonrió con displicencia un tanto cínica.
— Todas las señoras que acuden al estudio de un abogado no dejan nunca de expresar la necesidad apremiante de ser escuchadas sin pérdida de tiempo. Esta dama — arrojó una mirada sobre la tarjeta que retenía en la mano — , la señora de Rivero, según parece, observa escrupulosamente la norma del sexo. ¿En dónde espera, Leoncio?
— En la sala de la derecha, doctor.
El abogado meditó un instante.
— Perfectamente — articuló al fin — . Llamaré cuando me sea posible atender a esa apresurada señora.
Alejábase el empleado, cuando el abogado le hizo una seña que lo obligó a aproximarse nuevamente.
— A propósito, Leoncio; si se presentara el señor...
— Vaciló un tanto, consultando otra vez la tarjeta que había dejado sobre el escritorio — el señor Rivero, lo hará usted esperar en ...
— En la sala de la izquierda, doctor.
El abogado lo observó un instante, mientras su diestra jugaba distraídamente con una plegadera de bronce, ancha y aguda como la hoja de un puñal. La perplejidad se retrataba en su semblante.
— ¿Le parece?
Fue esta vez el empleado quien dudó, evidentemente turbado por la pregunta;
— Yo creía, doctor... Ya sabemos que la experiencia aconseja en estos casos mantener separadas a las partes.. Un encuentro inesperado entre personas que llegan con el ánimo cargado de indignación y cólera resulta habitualmente peligroso y nada propicio a soluciones con-ciliadoras...
Se detuvo por algunos segundos y añadió con acento significativo:
— Recuerde, doctor, que es la primera vez que vienen aquí y aún no han conversado con el abogado.
Pero el especialista en divorcios no parecía recordar nada; su atención estaba concentrada en la persona de su interlocutor, a quien contemplaba con esa mirada curiosa y un tanto irónica que aplicamos ordinariamente a los allegados que nos sorprenden con una faceta desconocida de su carácter.
El empleado, resistió impasible el examen. Era hombre cuya edad excedía la cuarentena; delgado y alto, de una figura más distinguida que la del abogado, a pesar de sus ropas, cuyo corte delataba el bazar de confección. En su cara magra y escrupulosamente afeitada, dos largas arrugas corrían desde las alas de la nariz a las comisuras de la boca. Ni su expresión ni su aspecto brindaban el paradigma de un hombre feliz; pero había en sus ojos pequeños y penetrantes una serenidad tranquilizadora, como si el alma de la cual eran ventanas hubiese adquirido el reposo definitivo que da la conformidad con su destino.
— Bien raro, Leoncio. Después de tantos años que trabaja usted a mi lado, sólo ahora descubro que la sagacidad y la finura mental que me adjudican por ahí
— se encogió indolentemente de hombros — es la constante e ignorada contribución que usted ha venido prestando a mi labor profesional. Es posible que yo entienda un poco de las complicaciones más enredadas que profundas de la geografía moral de las mujeres; pero la verdad es que no sabría desenvolverme si no tuviera siempre a mi disposición su inagotable archivo de experiencias psicológicas...
Se interrumpió de golpe, cambiando de tono:
— Pero ya volveremos sobre eso. Quedamos en que si aparece el señor Rivero...
— A la sala de la izquierda — insistió el pasante.
— Exactamente, Leoncio.
Y el abogado se engolfó en la lectura de un grueso legajo, tarea que sólo interrumpía eventualmente para tomar a lápiz rápidas anotaciones. Hasta el despacho silencioso llegaba el acelerado martillear de una máquina de escribir.
Reapareció cautelosamente Leoncio, informando con voz queda:
— El señor Rivero, doctor.
El especialista en divorcios mordisqueó, meditabundo, el extremo del lápiz, mirando fijamente a su pasante.
— Hágalo pasar — empezó lentamente. El rostro del empleado se animó — . Hágalo pasar — repitió con mayor firmeza.
Con aire embarazado penetró en el despacho un hombre bastante joven, bien vestido y ya con 'l'embonpoint" que proporciona la vida holgada, cuando no está disciplinada por un buen y sistemático régimen de ejercicios físicos. Paseó por la habitación una mirada sorprendida, como si le extrañara no descubrir algo o alguien que esperaba encontrar allí: después se dirigió al abogado, balbuceando ligeramente, como lo hacen siempre las personas a quienes las circunstancias colocan en situaciones desviadas de las rutas ordinarias de su existencia.
— Buenos días, doctor... Naturalmente, yo pensaba... Pero quiero explicarle ante todo el objeto...
Al mismo tiempo que le indicaba un asiento en sitio aproximado al escritorio, el abogado lo interrumpió secamente, con cierta calculada rudeza:
— La señora está ahí al lado; hablemos concretamente, señor... Rivero. Ella quiere, probablemente, pedir el divorcio y usted, desde luego, se opone a ello por considerar que no hay motivo. Además, usted está dispuesto a jurar que quiere a su esposa, que no ha faltado jamás a la fidelidad conyugal y que la actitud de ella es la resultante de un mal entendido atroz, pérfidamente explotado por personas que la aconsejan, movidas de inexplicable odio hacia usted...
Rojo hasta la congestión y redondos los ojos de asombro, el señor Rivero manoteó agitadamente en su sillón al responder con voz sofocada:
— Precisamente, doctor; las cosas ocurren tal como usted las expone. Yo quiero explicarle puntualmente todo...
Calló como asaltado por una sospecha y prosiguió, cambiando el tono y mirando al abogado con expresión descontenta y recelosa: — Aunque ya me doy cuenta. Mi mujer acaba de hablar con usted; y ella le habrá informado, claro...
— No he hablado con su esposa. Mi práctica profesional, en casos como éste, consiste en escuchar primeramente a la parte que ha de ser querellada.
— Siendo así — aceptó el otro — , no comprendo, entonces, cómo ha podido usted conocer tan a fondo esta situación desdichada que se me ha creado sin saber de qué manera. Verdaderamente, doctor, usted justifica su envidiable reputación.
El especialista en divorcios rió con genuino buen humor; tomó una cigarrera de sobre la mesa, la ofreció a su interlocutor, quien rehusó con un gesto, encendió un cigarrillo, arrojó hacia arriba una bocanada de humo y habló después reposadamente:
— Agradezco, mi querido señor; pero aquí no hay nada de extraordinario y no tengo inconveniente en descubrirle mis pequeños trucos. Es cuestión de edad.
— ¿De edad? — interrogó el otro con sorpresa.
— Naturalmente. Usted no ha cumplido treinta años.
— No; veintinueve, y...
— Su esposa es más joven que usted.
— Efectivamente, doctor; veintiséis...
— En cuanto puede usted saberlo, claro. Ustedes no llevan cinco años de casados.
— Cierto; cuatro años hizo el mes pasado. La verdad, si alguien entonces me hubiera dicho que...
— Bueno — y el especialista en divorcios expulsó lentamente de la boca una larga y fina columna de humo — . El hombre que lo introdujo a usted en este despacho le dirá que cuando el divorcio es pedido por cónyuges que no cuentan más de treinta años y no llevan más de un lustro de unidos, siempre hay de por medio una apariencia condenatoria, un equívoco atroz, pérfidos consejos de allegados malévolos... y ningún propósito verdadero de separación. Le agregaré que yo pienso exactamente como ese hombre.
Hubo una pausa. En el semblante del señor Rivero reflejábase ese estado mental tan halagador para las personas que gustan de ser admiradas sin ser muy exigentes en cuanto a la calidad de la admiración. Habló, por fin, con tímido respeto.
— Entonces, doctor, ¿qué me aconseja?
El especialista en divorcios paseó su mirada desde la frente hasta los pies de su interlocutor.
— Yo no le aconsejo nada, señor, porque usted no me ha explicado todavía el objeto de su visita. Sé que en la sala contigua está su esposa, que viene a pedirme la patrocine en una demanda de divorcio contra su marido. No es difícil que el propósito de usted sea solicitarme igualmente que lo asista como letrado; aun cuando lo probable es que haya querido exponerme su caso solamente para demostrarme lo irrazonable de la actitud asumida por la señora, confiando en que mi intervención amigable consiga persuadirla de que debe regresar al domicilio conyugal, en donde usted se encargará de provocar una reconciliación. ¿No es así?
Evidentemente abrumado, el señor Rivero asintió una
vez más.
— Precisamente, doctor, mi intención era ésa. Esperaba que, impuesto de la realidad de los hechos, usted encontraría medios de demostrar a Elisa — -ella se llama Elisa — que su conducta originaría un escándalo estéril, cometiendo, al mismo tiempo, una tremenda injusticia conmigo, porque yo, doctor..., le juro a usted que yo..., a pesar de las apariencias..., quiero a Elisa más que nunca...
Obeso y cándido, el joven señor Rivero respiró ruidosamente, pestañeando con rapidez para no dejar caer las gruesas lágrimas que desbordaban de sus ojos.
Un poco molesto, el abogado tendió hacia el cliente una mano larga y prieta como un instrumento:
— Contenga las explosiones de su naturaleza demasiado emotiva, señor. Los hombres no nos conmovemos ante lágrimas masculinas y es probable que el recuerdo de haberlas vertido en mi presencia lo mortifique alguna vez. Le ruego que tenga la paciencia de esperar en la sala inmediata. Tengo que oír a su esposa.
Tratando de resumir el empaque de un varón en lucha con la adversidad, el señor Rivero se puso de pie. Los ojos brillantes y los enrojecidos pómulos daban a su redondeada cara una lastimosa expresión de animal castigado.
Habló ansiosamente antes de salir:
— Usted me promete, doctor ...
— Nada puedo prometerle, señor. Solamente le diré que en diez casos análogos el resultado ha sido invariablemente satisfactorio para ambas partes ... y para mí.
El señor Rivero desapareció, sonándose la nariz, por la puerta de la izquierda, al mismo tiempo que por la opuesta entraba el pasante:
— ¿Y bien, doctor?
El abogado esbozó un gesto vago:
— Ruegue a la señora de Rivero que pase a mi despacho y esté atento a mi llamado, Leoncio ... Si la
señorita ha terminado la copia del escrito, puede autorizarla a retirarse.
— ¿Y si no la ha terminado, doctor?
— En ese caso — el abogado consultó su reloj — puede anticiparle la hora de salida. Estoy seguro de que la muchacha no lo tomará a mal.
— Pienso lo mismo, doctor.
Entre pasante y abogado se cambió una mirada de inteligencia.
Mientras el otro se retiraba, el especialista en divorcios, las manos en los bolsillos, comenzó a pasearse entre el escritorio y la ventana frontera, silbando suavemente el aire más conocido de la más popular de las óperas.
Al regresar desde la ventana quedó enfrentado con una elegante persona que se había introducido quedamente y quien lo contemplaba con expresión a la vez osada y confusa.
—-La señora Rivero, supongo.
Estaban los dos detenidos casi en el centro de la habitación. El abogado la observó curiosamente, con calculada insistencia, como si no advirtiera la turbación que su inquisitorial mirada causaba en su visitante.
Bien ceñido el busto en el traje "tailleur", encantadoramente tocada con menudo sombrerito que dejaba caer sobre los ojos el velo coquetamente colocado al sesgo, la señora Rivero tenía un aspecto juvenil y una fina cara de adolescente, cuyos rasgos demasiado suaves estaban corregidos por la endiablada firmeza de dos grandes ojos verdes, acostumbrados a mirar sin miedo el espectáculo de la vida.
A pesar de su dominio de sí misma, estaba singularmente nerviosa y sus enguantadas manos aferraban el bolso con energía verdaderamente desesperada, como quien oprime un brazo amigo en un momento de peligro.
Apenas sentada, y mientras el abogado permanecía de pie, negligentemente apoyado contra el escritorio, la señora se expidió con una fluidez que demostraba un largo
y cuidadoso estudio de la tirada.
— Vengo a verlo porque quiero divorciarme, doctor. Aun cuando no nos hemos encontrado en el mundo, tenemos amistades comunes que me han decidido a confiarme a su saber y caballerosidad. Quiero advertirle de antemano que mi propósito es firme e inflexible. Soy joven — una leve sonrisa se insinuó en sus labios — , pero hace rato he dejado de ser una niña. Sé lo que hago y doy este paso convencida de que es la medida que corresponde en defensa de mi dignidad de esposa ofendida.
Hizo una rápida pausa, un tanto desconcertada por el silencio de su interlocutor, y añadió, ya con menos aplomo:
— Deseo su patrocinio en una demanda de divorcio contra mi marido. En cuanto a las causas...
El abogado la interrumpió con un gesto:
— El código civil le permite elegir entre siete, señora. No es poco, si bien se considera. Sería raro que su situación no encuadrase dentro de alguna de alguna de ellas. Veamos. ¿Se trata de un caso de sevicia?
Su interlocutora lo contempló con la extrañeza reflejada en el semblante:
— ¿Sevicia? Excuse mi ignorancia, doctor; pero desconozco por completo ...
— Es un eufemismo técnico. Quiere decir... vías de hecho entre cónyuges.
Roja de indignación y de vergüenza, la señora protestó enérgicamente:
— ¿Cómo ha podido usted suponer, doctor? No creo que entre personas de nuestra condición puedan producirse esos actos de... de... sevicia. Además — y aquí su voz se suavizó — , cualesquiera sean los agravios que pueda tener contra mi marido, jamás dejaré de reconocer su corrección, la delicadeza con que se ha conducido siempre conmigo...
El abogado estiró el labio inferior en un gesto de duda:
— Se dan casos, sin embargo, y... con bastante frecuencia... Prosigamos: ¿Incitación a cometer delitos?
— Pero, doctor — protestó suavemente la señora — , mi esposo es una persona tan honorable como puede serlo usted mismo.
— Excuse usted, señora. Estas preguntas son enojosas, pero imprescindibles: profesionalmente debo precisar la situación de mi cliente antes de lanzarla por las vías siempre azarosas de una acción judicial.
La señora asintió sin mucha convicción.
— Comprendo, doctor, aunque si usted me dejara explicar...
— Un instante, señora — respondió el abogado con didáctica entonación — . Permítame usted que insista en mi método, el viejo y excelente método de eliminación de las causas inoperantes. Por lo demás, trataré de abreviar. Vistas sus anteriores respuestas, parece inútil presumir que el señor Rivero haya atentado contra la existencia de su cónyuge, que la haga objeto de malos tratamientos o de injurias incompatibles con su educación y posición social ...
La joven señora se puso de pie con vehemencia y estalló en frases que subrayaba con miradas fulgurantes y enérgicos movimientos de las manos:
— ¡Pero, doctor! ... No quiero ni oír semejantes cosas... Si usted conociera a Rivero comprendería lo ofensivo de esas suposiciones. ¿De dónde saca tales horrores?
El abogado no se inmutó.
— Del artículo 67, numeración vieja, o 224, numeración nueva, del Código Civil, señora. Debo advertirle que no son horrores sino previsiones humanas, muy humanas, de las circunstancias que pueden sobrevenir aun entre personas de la más alta posición social. Pero tenga usted la bondad de volver a su asiento.
La señora se opuso con decidido ademán.
— Permítame, doctor. Mi caso es desgraciado, muy desgraciado; pero no tiene relación alguna con esas... hipótesis que usted acaba de enunciar. Soy una víctima de ofensas irreparables inferidas a mi decoro de esposa. El mío es un problema —¿cómo le diré? — moral, verdaderamente espantoso y que sólo admite una solución: el divorcio. Ni siquiera puedo comprender todavía — y su acento pareció desmayarse en una languidez precursora del llanto — cómo ha podido ser que un hombre dulce, bueno, cariñoso, haya llegado a ...
Su voz se ahogó en un sollozo que no consiguió afearla y se detuvo, pugnando por contener sus lágrimas con un apresuramiento que acaso denunciaba el temor de repetir dolorosas experiencias con el "rimmel" que ensombrecía sus pestañas.
Gravemente, el abogado la tomó de la mano y consiguió hacerla sentar de nuevo en el sillón que ocupara anteriormente. A su vez, instalóse en su asiento, frente al escritorio, y tomando el lápiz, por hábito profesional, se dirigió a ella con solemnidad de palabra y gesto, desmentida, quizás, por cierto recóndito fulgor malicioso que vagaba en los ojos, emboscados bajo las espesas cejas.
— Tranquilícese usted, señora, y oiga. Coincido con usted en apreciar el carácter de su esposo. El señor Rivero parece ser un hombre caballeresco, honorable y, sin duda, tan dulce y cariñoso como usted lo describe sin dejarse ofuscar por su legítimo apasionamiento. He hablado con él...
— ¿Ha hablado usted con él? — interrogó ella, como si se le hiciera la más inesperada revelación.
— Sí; hace media hora estaba en ese mismo asiento que
ocupa usted ahora.
La mujer hizo un movimiento para ponerse de pie.
— No tendría objeto — observó el abogado con una sonrisa — . Quédese usted donde está; es más cómodo para los dos.
— Pero ... — empezó la señora, desconcertada.
— Unos minutos de paciencia — impuso el abogado con acento autoritario — . Le repito que ha estado aquí el señor Rivero. Se informó, ignora por qué medios, de que usted vendría a verme para solicitar mis servicios profesionales a los efectos de entablar una acción de divorcio; y me visitó para hacerme saber que no desea poner obstáculo alguno a sus propósitos. Reconoce . . .
Perdida por completo la serenidad, la esposa del señor Rivero estalló agudamente, entre un torrente de lágrimas:
— ¿He oído bien, doctor? Reconoce su falta; se confiesa culpable. Y yo que tenía la ingenuidad de esperar aún... ¡Esto es realmente monstruoso!
Más juvenil que nunca, retorcíase las manos con desesperación.
El abogado explicó sin apremio:
— Entendámonos, señora. El señor Rivero no se confiesa culpable de ningún delito de lesa fidelidad conyugal. Por el contrario, a pesar de su delicada reserva sobre las intimidades de su desacuerdo, deja entrever la existencia de una confusión verdaderamente inexplicable...
— Y, entonces..., ¿qué confiesa? — interrogó ella, sorprendida.
— Sencillamente, su evidente incapacidad, malgrado su amor por usted..., malgrado su amor por usted, repito, para proporcionarle la felicidad que usted merece y que él quisiera asegurarle a costa de cualquier sacrificio. Lleno de noble desinterés, el señor Rivero me ha significado su designio de aceptar en silencio cuanto usted resuelva a fin de que la mujer que él no ha podido hacer dichosa recobre su libertad y pueda reconstruir su vida, encontrando la ventura a que le hacen acreedora — estoy repitiendo sus palabras, señora mía — , su belleza, su bondad, todas las delicadas prendas que la adornan.
Hizo una pausa, mirando a su oyente con expresión interrogante.
Esta permaneció un instante en silencio. Después alzó hasta su interlocutor la mirada de sus hermosos ojos llorosos y habló con profunda amargura:
— Quiere decir que él no se defiende; que lo acepta todo; la destrucción del hogar común, todo lo vivido y lo soñado en un pasado lleno de alegrías y dulzuras. Quiere darme una nueva oportunidad, ¿no es así? — concluyó sonriendo con doloroso sarcasmo. Y su fina mano enjugó una lágrima bajo el ligero velo.
— Es un carácter generoso y sólo se preocupa de usted, señora. Si tuviera un adarme de egoísmo lucharía por recobrar una dicha que pierde para siempre... Aunque, ¡quién sabe!..., no se puede hablar de infortunios definitivos a los treinta años...
Ella se sobresaltó, interrumpiéndolo con vivacidad:
— No entiendo, doctor. ¿Qué quiere usted decir?
Reflexionó algunos segundos el abogado y respondió al fin:
— Por desgracia, señora, la existencia de un hombre no es una novela romántica, donde el héroe vive muriendo de un amor infortunado hasta la edad en que se pueden tener biznietos. Actualmente, el señor Rivero está anonadado por la inmensa desdicha que ha caído sobre él. No sé lo qué ha ocurrido entre ustedes — ya me lo referirá usted para preparar el escrito de la demanda — , pero tengo algún conocimiento del corazón humano y puedo asegurarle que su marido conserva un ardiente y profundo amor por usted. De ese amor saca el valor necesario para someterse a sus designios, por injustos y duros que los juzgue. Pero es posible y natural que ese estado sentimental no se prolongue indefinidamente. El tiempo, excúseme la vulgaridad de la receta, todo lo cura y cicatriza las heridas más crueles. Hay que suponer, entonces, y esto debe serle grato a usted misma, que algún día, ese hombre, a quien usted reconoce bueno y caballeroso, ha de encontrar un corazón amigo, un alma de mujer, se entiende, que acoja su desolación moral y con los restos de su naufragio levante una nueva morada de felicidad...
— Por favor, doctor — imploró la señora de Rivero con voz desfallecida — . No estoy en condiciones de proseguir esta entrevista. Disculpe tal debilidad en una mujer que se creyó más fuerte de lo que es para afrontar esta situación. Le ruego...
El especialista en divorcios se inclinó ceremoniosamente:
— Lo comprendo perfectamente, señora. Trances como éstos son muy dolorosos para una sensibilidad femenina. Si usted necesita auxilios...
— Sólo deseo aplazar unos momentos esta conversación. Me siento desfallecida.
— Estoy a sus órdenes, señora, y lamento...
Siempre con aire grave, el abogado apretó el botón de un timbre adosado al escritorio, mientras la mujer, inclinada en su asiento, enjugábase los ojos con un minúsculo pañuelo.
De inmediato, el alto y magro pasante franqueó la puerta del foro. Sin mirarlo, con aire indiferente, el especialista en divorcios indicó:
— Leoncio; haga pasar a la señora a la sala...
— ¿De la izquierda, doctor? — interrogó el otro en tono discreto.
— En efecto — asintió el abogado; y tomó la plegadera, examinándola con tanta atención como el "detective" que busca las impresiones digitales de un criminal desconocido.
Con una graciosa inclinación de cabeza, la señora se dirigió a la puerta, seguida del pasante, que la cerró cuidadosamente tras de ella. Volvió en seguida, plantándose frente al abogado, quien abandonó el examen de la plegadera. Una expresión curiosamente expectante se retrataba en los semblantes de ambos, vueltos hacia la puerta y un tanto estirados los cuellos como cuando se
trata de escuchar a la distancia.
Una exclamación de dos voces llegó de la habitación contigua. Después sólo se oyó el timbre de un habla femenina en rápido y agitado fraseo.
— Aria de la soprano — comentó el pasante, con mayor desenvoltura que la admitida por su posición jerárquica.
Escucharon durante algunos instantes hasta que distinguieron los acentos de una voz masculina que precipitaba atropelladamente ininteligibles palabras.
— Romanza del tenor — anotó seriamente el abogado.
Un minuto después se filtró a través de la cerrada puerta una animada conversación a dos voces.
— El dúo inevitable — insinuó el pasante con timidez.
El abogado hizo una seña con la mano, como reclamando silencio.
No tardó en cesar el coloquio, en una interrupción brusca como un tajo. Abogado y pasante se miraron con cierta ansiedad, como si esperasen el resultado incierto de un experimento. Como el silencio se prolongaba, una sombra de desaliento empezó a nublar la cara de ambos.
En eso, distinto e inconfundible, se dejó oír el ruido de una puerta que se cierra con cuidado.
El rostro del abogado cobró una expresión victoriosa. En dos largos pasos el pasante desapareció por la puerta de acceso a la sala de la izquierda, reapareciendo al cabo de un instante con aire desolado y un trozo de papel en la mano derecha.
— Nadie, doctor — informó gravemente — . Sólo he
encontrado este cheque sobre la mesa de la dactilógrafa.
El abogado lanzó una alegre carcajada, mientras una parva sonrisa asomaba a la austera cara del pasante. Recobrada su seriedad, el primero habló al mismo tiempo que guardaba el cheque en su cartera:
— Ahora, Leoncio, vamonos a almorzar. Cuando nos sirvan el café conversaremos respecto a su situación en el estudio. Tengo un proyecto que deseo someter a su consideración.
De: "Terror. Cuentos rojos y negros". |