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Victor Juan Guillot

"El detective magnífico"

Biografía de Victor Juan Guillot

 
 
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Música:Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

El detective magnífico

 

Llamábase Joseph Algernon Meeks y en los primeros tiempos de su carrera se le daba jovialmente el nombre de Jam. Por supuesto que mucho tiempo después, cuando se convirtió en una figura fabulosa, en un verdadero mito policial, hubo quienes trataron de explicar el apodo familiar como una alusión combinada a la dulzura engañosa de su carácter y a la tenacidad implacable de sus procedimientos, que terminaban invariablemente por aplastar al delincuente acosado por él... Pero todo eso pertenece al reino de la fantasía. Los camaradas de Joseph Meeks que lo nombraron Jam cedieron a esa amable predilección inglesa por los diminutivos, abreviaturas y "nicknames" que inducía a los ingeniosos amigos de Mr. Peter Magnus, accidental compañero de viaje del filósofo Pickwick, a llamarle alegremente Afternoon (tarde), porque las letras iniciales de su nombre y apellido significaban asimismo Post Meridian. Con el tiempo, nadie en Scotland Yard, ni aún los más irreverentes jóvenes, habría osado recordar que el hombre rodeado de tan legendaria aureola de gloria pudo estar alguna vez al nivel vulgar de un sobrenombre amistoso. Es cierto que para esa época ya no pertenecía oficialmente al cuerpo general de policía londinense; eran muy raros los miembros de la institución que le conocían personalmente, y más raros todavía los que habían trabajado con él o a sus órdenes. Su invisibilidad y sus éxitos resonantes avivaban de tal modo la fantasía de la nueva generación de funcionarios del Yard, que muchos de ellos se lo figuraban como una especie de sobrenatural demiurgo, misteriosamente oculto en un sitio recóndito, desde donde su mentalidad ultrapotente desentrañaba los más complicados problemas de la delincuencia, con sólo eslabonar en el cerebro la serie vertiginosa de sus razonamientos, partiendo del trapecio que le armaban los datos concretos con que el Departamento General acompañaba sus consultas.

Porque ninguna persona familiarizada con la literatura llamada policial ignora que los funcionarios de investigaciones de cualquier parte del mundo carecen por completo de las aptitudes requeridas para obtener un mediano suceso cuando se trata de esclarecer crímenes que se apartan de las formas habitualmente asumidas por las proezas de los delincuentes profesionales. Los novelistas del género no dejan dudas sobre el particular. Más allá de las organizaciones oficiales, existe siempre una inteligencia excepcional, enriquecida por infalible experiencia, a la que acuden invariablemente, los funcionarios de aquéllas, cada vez — vale decir todos los días — que un delito sensacional supera la capacidad de sus adocenados intelectos y excede la rutina de su metodología indagatoria.

Las mayores reputaciones del pasado quedaron obscurecidas y olvidadas en Scotland Yard, cuando el primero de una serie de triunfos verdaderamente portentosos descubrió la deslumbradora grandeza del hombre que ha sido el pesquisante más extraordinario de la edad contemporánea. Fue entonces también que comenzó a llamársele "el detective magnífico" ("The magnificent detective"), con que su biografía se ha incorporado al repertorio de las existencias famosas. El calificativo se explica, sabiendo que en Algernon no solamente sorprendía hasta la estupefacción la fulminante rapidez de sus victorias sino que deslumhraba la fastuosa magnificencia de su estilo de investigador. Hasta que llegó a la simplificación absoluta de sus métodos — reduciéndolos a una simple especulación mental que efectuaba en la cama, teniendo al alcance de la mano una mesilla con caviar y champaña — , su arte desdeñaba el empleo de todos esos pequeños recursos que forman el entramado de una pesquisa a lo Sherlock Holmes o a lo Hércules Poirot. Nada de rastreos con lupa, ni de análisis de ceniza de tabaco, ni de inducciones sobre una hebra de cabello providencialmente desprendida de la cabeza del criminal, ni deducciones acerca de la estatura del mismo referidas a la huella dejada en la pared por la bala de un revólver. Tampoco la apelación a los archivos policiales o a las viejas colecciones periodísticas para explicar un crimen cometido en Chelsea por una antigua pelea en la India o un robo de pepitas de oro en el Yukon.

Al principio de su carrera, y hasta que dejó la Superintendencia General, "el detective magnífico" pasaba con las manos metidas en los bolsillos por el lugar del suceso, arrojaba una fría mirada sobre el cadáver o los cadáveres — si los había — y se retiraba en silencio, para encerrarse a meditar, auxiliado por el caviar y el champaña, que constituyeron su exclusivo alimento y bebida desde que estuvo en condiciones de pagárselos. Algunas horas más tarde, la estridente llamada de un timbre eléctrico hacía temblar de sobresalto y gozo a todos los inspectores que esperaban ansiosamente la palabra del jefe. Algunas líneas apresuradamente garabateadas en una hoja de papel daban a los subordinados la clave del enigma e impartían las instrucciones necesarias para proceder. El resto consistía en el trabajo material de arrestar a los designados y prepararlos convenientemente para el jurado y, con mucha frecuencia, para la horca. Cuando Mr. Algernon Meeks, abrumado de gloria y obesidad, dimitió del cargo de Superintendente General, sus métodos fueron todavía más simples y prodigiosos. Mejor dicho, prescindió de cualquier método. Arrojado en el lecho como un cachalote sobre la playa, recibía el pliego con la consulta y entreabría un solo ojo para leerlo. Después, bebía champaña, consumía caviar y se adormecía. Al día siguiente Scotland Yard hacía llenar las páginas de los diarios de un penique con la crónica sensacional de una victoria.

Sería interminable la relación de los sucesos en que intervino triunfalmente el genio de Algernon Meeks. Todos fueron famosos en su tiempo. Por sus características especiales se suele citar con mayor frecuencia que otros, el caso que se llamó del "juguete chino", asunto en que el detective magnífico realizó la más espectaculosa demostración de la superioridad de las demostraciones de la razón sobre el testimonio de los sentidos. Tres personas declararon haber presenciado el suicidio del arquitecto Geo Lumb, en circunstancias en que departía en el "fumoir" de su casa de South Square, en Westminster, con su íntimo amigo el profesor de física Harold Becket, y a pesar de los desesperados esfuerzos hechos por éste para evitarlo. Algernon Meeks, tomando como base un juguete inventado por Becket, en el que la espada de un verdugo chino pasaba aparentemente a través del cuello de un condenado a muerte sin seccionar la cabeza, demostró que aquél había asesinado a Lumb delante de tres personas situadas a corta distancia, aparentando querer arrebatarle la pistola con que le dio muerte y aplicando al crimen el principio de que el testimonio de los sentidos no pasa de ser un grosero control de la apariencia externa de los hechos.

Otro caso célebre fue el de la joyería de Danby y Duggan, de Black Street, Covent Garden, en que Meeks pudo establecer que el asesinato de Mr. Danby y el robo de brillantes no fue cometido por el sujeto sorprendido frente a la joyería con la valija repleta de alhajas robadas en la mano, sino por el capitán Gray Regent, quien había sido visto diez minutos antes de que fuera perpretado el crimen, bebiendo en su club, situado a buena distancia de Black Street.

Pero lo que elevó su reputación a las esferas de la leyenda fue el esclarecimiento del doble crimen que recibió el nombre de "El trágico misterio del biplano". Un aeroplano procedente de Francia aterrizó en las primeras horas de la mañana en Croydon y las personas que se acercaron al aparato comprobaron, horrorizadas, que el piloto y un pasajero que conducía a bordo, estaban muertos en sus asientos, con las cabezas espantosamente destrozadas a balazos. Lo que hacía más tenebroso el misterio, rechazando la conjetura de que el conductor hubiese asesinado a su pasajero para robarlo, suicidándose por motivos desconocidos antes de llegar a Inglaterra, fue la circunstancia probada de que el aparato descendió correctamente, haciendo una maniobra técnicamente perfecta, en tanto que la pericia forense declaró que el piloto debía haber muerto, por lo menos, cuatro horas antes de que se efectuara el aterrizaje. Informaciones recibidas de París permitieron establecer que el viajero muerto era un cierto Louis Blaquier, conocido financista, quien había embarcado la víspera en Le Bourget, llevando consigo valores por varios millones de francos, los cuales no se encontraron en la cabina del aparato. Consultado telegráficamente, el detective magnífico, su respuesta, rápidamente propalada por la prensa de la tarde, fue la siguiente: "Cadáver Blaquier no es Blaquier; cadáver piloto no es piloto. Necesario encontrar un dirigible". La opinión del famoso pesquisante inglés provocó una excitación universal, transformada veinticuatro horas más tarde en una exclamación de asombro, cuando se conoció un despacho originario de Varsovia que daba cuenta de la captura de un dirigible misterioso y del arresto de sus tripulantes, entre los cuales figuraban el financista Blaquier y el piloto del aeroplano que descendió en Croydon. Las declaraciones de los detenidos establecieron que los cadáveres encontrados pertenecían a dos pobres diablos y que el misterio se resolvía en un doble audacísimo trasbordo aéreo, efectuado por la noche sobre las aguas del Canal. En cuanto a la maniobra de aterrizaje, efectuada por el aparato, y su macabro pasaje, había sido dirigida desde larga distancia, por medio de un dispositivo eléctrico especial, cuyos planos fueron robados pocos meses antes del yate Electra, barco del ingeniero Marconi, fondeado en el puerto de Genova.

En adelante, nadie vio al detective magnífico, cuya personalidad quedó rodeada de una fabulosa atmósfera de mágica potencia. En las horas interminables de la guardia, los jóvenes funcionarios del Departamento General hablaban de él en voz baja y no se fatigaban de buscar frases hiperbólicas que definieran la grandiosidad de su genio. .

— "Al lado de sus ojos, un telescopio no pasa de ser un vidrio de reloj".

— "Comparado con su cerebro, un cronómetro de observatorio astronómico resulta un despertador barato".

— "Es el ojo de Jehová".

— "Es una máquina de discurrir, patentada".

Esta última definición, original del inspector Ritchie, alcanzó inesperada fortuna. En lo sucesivo, los jóvenes funcionarios de la Superintendencia designaban en sus conversaciones al detective magnífico con el nombre de "Patentee".

— Material para "Patentee" — murmuraban cada vez que un robo sensacional, o un crimen rodeado de circunstancias inexplicables, reclamaba la intervención del Yard.

Y el formidable Patentee no fallaba jamás.

Estaba en el apogeo de su gloria cuando se produjo aquella sucesión de enigmáticas tragedias que los diarios de entonces llamaron "Los asesinatos del viernes" ("The Friday's murders cases") y también "Los crímenes de la sarga azul". Todos presentaban una tétrica similitud de caracteres. Siempre la víctima fue encontrada en un aposento privado con una larga aguja de fino acero hundida en el hombro izquierdo, por el vacío superclavicular, que permitía llegar la punta hasta el corazón. En una mano o en algún sitio próximo al cadáver, aparecía un trócito rectangular de sarga azul, recortado, al parecer, por inexplicable extravagancia criminal, de las ropas del incógnito victimario. Durante seis semanas consecutivas, el día viernes fue señalado por una homicida proeza del asesino de la sarga azul.

Primeramente, fue Sir Henry Benson, Sénior, presidente del Bensons Bros. Bank, y una de las figuras más prominentes de la City. Sir Henry fue encontrado a las seis de la tarde del viernes 8 de Octubre, muerto frente a su escritorio, en su despacho privado de las oficinas bancarias de Moorgate Street. El ordenanza que hizo el lúgubre hallazgo declaró no haber visto a nadie después que salió del despacho el tesorero del Banco, Mr. Robinson, quien, interrogado a su vez, hizo una manifestación sensacional. Una hora antes de que fuera descubierto ei crimen, había entregado personalmente a Sir Henry, contra un cheque recibido del mismo, la suma de veintitrés mil libras esterlinas que no aparecieron por ninguna parte.

Segunda víctima: el coronel Samuel Shepherd Lexington, V. C, conocido por su valiosísima colección de esmeraldas. El cuerpo del anciano militar retirado fue descubierto por su "valet", en la mañana del sábado, en la biblioteca de su residencia del barrio de Wilton Crescent; estaba reclinado en un ancho sillón de cuero oscuro y un libro aparecía caído a su lado. El instrumento del crimen había sido también el agudo estilete hundido en el hombro hasta el corazón. La colección de piedras preciosas, valuada en más de ochenta mil libras, desapareció tan misteriosamente como el mismo criminal.

Después fueron implacablemente sacrificados el doctor Gallaghan, hecho recientemente "baronet" a mérito de los servicios prestados a la corona durante la última enfermedad de su graciosa majestad el rey Jorge; el bolsista de la calle Old Broad, Mr. Lucas Cushing, y el gran fabricante de artículos químicos John Golden, universalmente conocido como propulsor de la navegación aérea y fundador del premio anual que lleva su nombre para el "recordman" de permanencia en el espacio con el motor parado. Cerróse la siniestra secuencia con la muerte del gerente general de la Westland Assurance Company, Mr. Harold Redstone, asesinado también en su despacho privado, a última hora de un viernes, poco antes del momento en que debía retirarse para reunirse con un amigo en cuya casa de campo proyectaba pasar su "week end'. En todos los casos, el crimen había sido ejecutado en idéntica forma y siempre aparecía a modo de dramática seña, el trocíto de sarga azul cuidadosamente recortado en forma de rectángulo. Siempre el asesinato fue también acompañado de robo de valores, joyas o cuantiosas sumas en efectivo. Calculábase que el importe total de los objetos y dinero robados debía exceder del medio millón de guineas.

La impresión pública provocada por estos crímenes fue inmensa. Al principio se confió en que el misterioso asesino de Mr. Benson no tardaría en ser identificado y detenido por Scotland Yard; la confianza popular reposaba, sobre todo, en las geniales aptitudes del detective magnífico, a quien se supuso en campaña desde el primer momento, descartándose que, como siempre, la develación del siniestro arcano sería cosa de un momento de atención para Algernon Meeks. Mas, cuando transcurrieron los días y se repitieron los asesinatos, sin que surgiese el más ligero indicio de que el autor o los autores estuvieran al alcance de los sabuesos lanzados sobre su pista, la conmoción del espíritu público ascendió a la categoría de un estado mixto de terror e indignación colectivos. El comentario de los hechos pasó de las columnas de la prensa de penique a las columnas editoriales de los grandes rotativos que influyen sobre la opinión inglesa, y hasta suscitó una interpelación en los Comunes. El gabinete trepidó sobre los agitados cimientos de su mayoría parlamentaria y si no fue derribado por el embate de las enardecidas masas, ello se debió solamente a que se trataba de un ministerio unionista y nunca se ha dado el caso en la historia de Inglaterra de que caiga un gabinete unionista a consecuencia de un voto de desconfianza provocado por un asunto policial. En Scotland Yard reinaban el desconcierto y el pánico: sabíase que a raíz del quinto crimen, el director general fue llamado a Downing Street por el propio presidente del Consejo, de quien le fue forzoso escuchar expresiones de descontento y frases duramente conminatorias. Lo que llevaba a su punto álgido el desaliento de los funcionarios del Departamento General de Investigaciones era el inexplicable silencio guardado por el infalible Patentee. Vanamente se esperaban con loca ansiedad sus decisivas comunicaciones; el oráculo permanecía mudo e inaccesible. Ni los apremiantes mensajes ni las instancias desesperadas del Superintendente, lograban arrancarlo de su atrincheramiento. Al fin, la duda se insinuó hasta entre los más fanáticos admiradores del detective magnífico; Patentee no daba más de sí porque estaba completamente vacío. Había sonado la hora increíble de su fracaso. Librados a sus propios esfuerzos, los funcionarios del Yard se agitaban presas de la más espantosa desorientación, sintiendo bramar alrededor de sus empleos la tormenta de la indignación del pueblo y de la cólera de los de arriba. Hay que reconocer, sin embargo, que más que su propia impotencia los aplastaba moralmente la certeza desoladora de que el sol se había puesto en los dominios hasta entonces inviolables del más grande genio investigador de la historia. No es exagerado pensar que en el Yard se hubiera aceptado con mayor resignación la pérdida de la guerra que no la evidencia de la derrota experimentada por un pesquisante que, junto con Rudyard Kipling, personificaban las dos glorias más puras del imperio británico.

Dado ese estado de ánimo, juzgúese la agitación que provocó la noticia, difundida con celeridad fulmínea por todas las oficinas, de que Patentee había hecho anunciar su inmediata visita al Superintendente General. Todo el mundo estuvo aquella tarde con una pulga en la oreja en las inquietas dependencias del Departamento General. Una ola de esperanza había invadido los espíritus más pesimistas. El detective magnífico volvía por sus fueros. ¡Rule, Britannia!

Fue recibido en el despacho del mismo Director General, a quien acompañaban en la solemne ocasión el Comisionado y el Superintendente. Cuando el legendario triunfador franqueó las puertas del Departamento, una nube de empleados de toda categoría poblaba los pasillos y lo acompañó en respetuoso silencio hasta su destino. Nadie quería perder la oportunidad, talvez única, de contemplar de cerca la figura misteriosa de aquel Napoleón de la guerra eterna contra la delincuencia. Voluminoso y correcto, el detective magnífico recibió con serena dignidad aquel homenaje de los hombres más hábiles en el vasto ejército que combate contra la delincuencia sobre la superficie del planeta.

Poco después, sentado frente a los grandes bonetes de Scotland Yard, fumando indolentemente un grueso cigarro, entabló con ellos una conversación cuyas consecuencias debían conmover a todo el Reino Unido.

Como de costumbre, su lenguaje fue lacónico y perentorio.

— Anticipo a ustedes la certidumbre de que conozco al autor de los crímenes de los viernes. Aún más; puedo afirmar que terminaron las proezas de Sarga Azul.

De tres pechos brotaron simultáneamente sendos suspiros de alivio.

— Entonces, Mr. Algernon ... — comenzó, impaciente, el comisionado.

El detective magnífico lo contuvo con un gesto.

— Un momento, si me permiten — agregó enseguida — . Tengo razones especiales para desear que la exactitud de las directivas empleadas por mí para llegar hasta la identificación del asesino desconocido, sean personalmente controladas por ustedes.

Ante un mudo ademán de aprobación, continuó, retrepándose calmosamente en el asiento:

— Ante todo, formularé una pregunta. ¿Qué persona sería inmediatamente recibida sin vacilaciones y sin temores, y hasta con la más obsequiosa atención, por un banquero, un militar retirado, un fabricante millonario o cualquier otro gentleman perteneciente a la clase directora de Inglaterra?

Sus interlocutores se miraron sorprendidos. Después de un instante de pensativo silencio, respondió el director general:

— Francamente, Algernon, ni estos señores ni yo estamos en condiciones de descifrar su enigma. Son muchos aquellos que se encontrarían en el caso supuesto....

Patentee lo interrumpió, categórico: — No; solamente una categoría de personas; los funcionarios de Scotland Yard.

— Un funcionario del Yard que haya alcanzado cierta categoría — prosiguió ante el asombro de sus oyentes — sólo encuentra cerrada la puerta de su majestad el rey de Inglaterra. Convengan ustedes en ello. Nadie en todo el territorio del Reino Unido se niega a recibir a un miembro calificado del Departamento de Investigaciones, sea cual fuere la hora, el sitio y las circunstancias de la entrevista. Y eso porque ningún subdito inglés alberga en su ánimo la menor duda acerca de la honorabilidad y eficiencia de un funcionario de este cuerpo...

Muy excitado, el Superintendente le interrumpió:

— ¡No pretenderá usted, Algernon — exclamó — que el autor de esos hechos que han horrorizado a todas las conciencias honradas de Inglaterra sea ... !

— Afirmo — articuló fríamente el detective magnífico — que el autor de los crímenes de los viernes es un miembro superior del Departamento de Investigaciones de Scotland Yard.

Los tres hombres intentaron débiles protestas, inmediatamente dominadas por la abrumadora autoridad de su interlocutor.

— Exijo — continuó éste — que cada uno de los funcionarios del Departamento, los jefes inclusive, prueben el empleo de su tiempo en los días y durante las horas en que fueron cometidos los crímenes de Sarga Azul.

El Comisionado se encogió de hombros.

— Después de todo — murmuró — , la comprobación es fácil. — A una señal suya, el Superintendente se precipitó sobre el teléfono.

Siguió un cuarto de hora de apacible espera. Por fin, alguien llamó quedamente a la puerta; un empleado de secretaría penetró al despacho, depositando un abultado legajo sobre la mesa y retirándose acto continuo.

Con aparente calma, el Comisionado hojeó cuidadosamente los papeles, volviéndose al cabo hacia el detective magnífico.

— Todo está en regla. Treinta y cuatro inspectores han establecido el alibi. También está controlado el empleo del tiempo de los funcionarios superiores aquí presentes. Puede usted examinar el legajo, Algernon — concluyó.

— Es inútil — replicó blandamente aquél — . Ya sabía que todo debía estar en forma. Pero me permito observarles que allí falta un dato.

Los otros lo miraron curiosamente.

— Sí — insistió Patentee con acento grave — . Falta el informe referente al Superintendente General "ad honórem", Joseph Algernon Meeks.

El director general refirió más tarde que en aquel instante una idea absurda cruzó, relampagueante, por su mente. Simultáneamente, tres pares de inquisitivos ojos claváronse en el detective magnífico. Este, extraordinariamente pálido, bajó la cabeza. Las miradas de los otros siguieron el movimiento nervioso de su mano izquierda. Los dedos tamborileaban temblorosos sobre el zurcido de un remiendo cuadrangular que apenas se distinguía cerca del bolsillo de su americana de sarga azul.

Puesto bruscamente de pie, el Superintendente habló con ronca voz:

— "Joseph Algernon Meeks, arresto a usted en nombre de la ley, acusado de los delitos reiterados de robo y asesinato. Advirtiéndole que cuanto diga desde este instante puede ser invocado contra usted en su proceso".

Diez minutos más tarde, Scotland Yard era una alborotada colmena. Nadie quedó en su puesto y en todas partes todos hablaban a la vez. Jamás se había presenciado espectáculo igual en el viejo edificio, y es poco probable que vuelva a ocurrir algo que remotamente se le asemeje. Cuando Algernon Meeks salió conducido para Brixton, la sombra de la tragedia cayó sobre el Departamento de Investigación Criminal.

Una hora después, a tiempo que las luces del alumbrado público iniciaban su cotidiano combate contra el brumoso crepúsculo vespertino de Londres, las ediciones "extras" de los diarios populares propagaban bulliciosamente la sensacional información. Hasta el más remoto lugar del mundo civilizado llegó instantáneamente la vibración de la onda lanzada a los espacios. El juicio del detective magnífico fue rápido y, contra lo que se esperaba, nada fértil en sorpresas. Ni la perceptible benevolencia del jurado ni la excitación del público que asistía al juicio, consiguieron sacar al acusado de la fría reserva en que se confinó desde el primer instante. Admitió la exactitud de las imputaciones del séxtuple asesinato y robo formuladas por el acusador fiscal, mas no añadió un solo detalle acerca de los hechos, guardando idéntico silencio respecto al destino de los cuantiosos valores y joyas robados. Por cierto que su obstinado silencio sobre el particular produjo un sensible cambio en los sentimientos del jurado acerca de su persona. Aquel digno cuerpo de comerciantes, industriales y rentistas podía contemplar con cierta indulgencia los extravíos de un miembro de la sociedad; pero no contemplaba sin la máxima indignación su condenable propósito de impedir el rescate de las riquezas substraídas al patrimonio de las gentes honradas.

"La vida de un inglés es respetable — explicó severamente uno de sus miembros — , pero su propiedad lo es infinitamente más".

Joseph Algernon Meeks fue declarado culpable por unanimidad y el Tribunal lo condenó a muerte sin que se intentara a su favor el habitual recurso de gracia. Cuando conoció el veredicto, una singular expresión de calma reemplazó en su semblante a la dolorosa ansiedad que hasta entonces reflejábase en él. Saludó cortésmente al tribunal y se retiró, acompañado de sus guardianes. Sus postreras veinticuatro horas en Wormwood Scrubbs fueron ejemplares. Pidió los diarios de la semana última y los leyó cuidadosamente, quedando extraordinariamente tranquilo cuando terminó su lectura. Por concesión especial, recibió la visita de algunos antiguos compañeros del Yard, quienes lo encontraron tan inmutable como cuando inspiraba victoriosamente las pesquisas del Departamento en lo Criminal. Sólo al retirarse sus visitas, al escuchar las balbucientes frases de condolencia de éstos, interrumpiólos para decir fríamente, brillando en los ojos un extraño fulgor de fanatismo:

— "Todo esto carece de valor. Lo importante es que el honor de Scotland Yard no haya sido manchado con un fracaso. Bendigo a Dios por ello".

Dichas palabras fueron su testamento; desde entonces no habló más. Por la noche hizo una discreta colación de caviar y champaña — suprema atención de sus antiguos subordinados del Departamento Criminal — durmiendo después reposadamente hasta la hora fatal. Se le ahorcó a la madrugada y la cuerda resultó lo bastante fuerte para no romperse con el peso de su cuerpo, cuando la trágica báscula se hundió bajo sus pies.

Este es el final conocido de la historia del detective magnífico. Pero ella tiene un epílogo que durante muchos años constituyó el secreto de varias personas, entre ellas el propio Superintendente General, de quien puede decirse, en cierto modo, que fue el autor de ese ignorado capítulo suplementario.

Comenzó el asunto por el descubrimiento de una curiosa comunicación, en uno de los periódicos encontrados en la celda que ocupara Algernon Meeks. Era un breve recuadro en cuerpo seis, redactado así: "J. A. M. Aceptado. Cesación total negocios, parto avión Continente, Friday."

Esta lectura dejó pensativo al Superintendente, quien la comunicó al director, el cual, a su turno, se puso serio y silbó suavemente entre dientes. La gravedad de su expresión se intensificó cuando escucharon de cierta persona, que resultó ser el sastre del ejecutado detective magnífico, una declaración que aquél no pudo hacer ante el jurado por encontrarse, cuando se sustanció el proceso, hospitalizado a consecuencia de un síncope cardíaco. El tardío testigo expuso que el traje de sarga azul vestido por Algernon Meeks la tarde que provocó su sensacional detención le había sido entregado en la misma mañana de su visita a Scotland Yard; y en cuanto al delator rectángulo zurcido, fue una extravagancia de su cliente que el digno artesano no se había podido explicar.

Esta revelación produjo dos efectos. El primero, una sombría conferencia entre las tres cabezas más elevadas del Yard, la cual terminó con esta cavilosa observación del Comisionado:

— "El dijo antes de morir que lo importante era salvar el honor de Scotland Yard".

El segundo efecto fue una investigación que permitió establecer que el único avión partido de Inglaterra el día del misterioso aviso, fue, precisamente, aquel aparato que se precipitó al mar, cerca de las costas de Francia, en una catástrofe que causó la muerte de todos sus pasajeros. Evidentemente, fuese quién fuere el desconocido Friday, sus negocios habían cesado en forma que él mismo ni remotamente pudo presumir.

La consecuencia de todo esto fue una nueva conferencia en muy alto sitio; y de ésta, a su vez, resultó la visita de cuatro personajes a una tumba anónima sobre la que se colocó entonces una losa con la siguiente inscripción:

"J. A. M. The magnificent detective".

Antes de alejarse, uno de los cuatro asistentes, sacando un lápiz del bolsillo, escribió, en francés, al pie:

"Maintenant, plus que jamais" (Ahora más que nunca)

 

 De: "Terror. Cuentos rojos y negros".

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Misterio y Terror