Habían salido temprano de las casas. Desde Corrientes soplaba el viento norte, cargado de ese polvillo rojizo
que levanta en sus tierras ferruginosas para repartirlo en
forma de oftalmías entre los habitantes de la campaña.
Es el tiempo en que la gente de por allá saca las; antiparras que guarda desds el verano anterior, para protegerse los ojos ensangrentados por la conjuntivitis. Pesaba el bochorno bajo el cielo plomizo y cercano, a través
del cual tamizábase la enceguedora resolana de noviembre. Dilatábase el campo en amarillentos espartillares,
quemados por la abrasadora seca que aridecía la tierra
hasta los más lejanos confines. El aire mismo parecía sediento en aquel ambiente de horno. A la distancia, acogidos al amparo precario de raleadas isletas de monte, algunos vacunos inmóviles, tendido el flaco cuello, parecían
aguardar la llegada de la muerte.
Los hombres dejaron atrás el gran plato arcilloso de
un lagunón desecado, y avanzaron a paso lerdo, abrumados por la doble fatiga de la calígine y los bártulos cargados a cuestas. Eran dos; sucios y haraposos, enflaquecidas las caras bajo las barbas atrasadas, terrosos desde
las greñudas cabezas hasta los pies calzados de reatadas
alpargatas. Eran dos; alto, descarnado, vejancón, el
uno. No debía tener más de veinte años el muchachón
que lo seguía, doblado el lomo bajo el peso de una gran
bolsa abultada de heterogéneas cosas.
Hicieron un alto para darse un resuello. Respiró profundamente el viejo y levantó la cabeza, escrutando largamente el campo, primero, y el cielo, después.
— Tiempo de langosta — murmuró con desgano.
— A lo mejor, comienza de nuevo a pasar la voladora
— respondió el otro.
Callaron. El más joven echó al hombro el lío que
porteaba y el viejo empuñó la vieja escopeta que dejara
caer entre los resecos pastos.
— ¿Vamo? — invitó.
— Vamo — aceptó el otro.
Y reanudaron la marcha.
— Las nutrias deben estar retosando en l'agüita —
recordó el más joven.
— Y los carpinchos — corroboró el viejo.
El monte tornábase más espeso y el gramillar verdeaba
ahora a la umbría del ramaje. Acercábanse al río y en
la atmósfera flotaba la frescura del agua evaporada. Ante
sus ojos, grupos de árboles lozanos y exuberantes anunciaban la inmediación del cauce. Reanimados, los dos
hombres exigieron más al trasijado organismo y se pusieron sobre la barranca del Mocoretá. Allá abajo relucía el
agua fresca y sombría, deslizándose lentamente entre los
chañares y ceibales de la costa, poblada de obscuros helechos. La transición entre la atmósfera caldeada del campo abierto y el aire frío del río encajonado fue tan brusca
que uno de ellos tiritó como si tuviera fiebre.
— Linda la fresca — habló el muchachón, a tiempo
que bajaba con precaución el declive barrancoso.
— No metas bulla, que s'espantan los bíchitos — rezongó malhumorado el viejo, poniendo también con cuidado los pies en las toscas, que afloraban en la tierra
como trozos fósiles de la estructura interna del planeta.
Así llegaron hasta el ribazo, limpio, que descendía
suavemente en playa, para prolongarse en el agua fina y
azulada hasta la cercana costa opuesta. Sentáronse en el
punto en que la barranca doblábase en ángulo sobre la
línea de la playa. El viejo sacó del pecho un pedazo de
diario para tacos, y extrajo de los bolsillos un tarro colorado de pólvora y un mugriento pañuelo lleno de perdigones.
Entretanto, el otro cavaba rápidamente una hornalla
en tierra y amontonaba charamusca para el fuego. Prendió un fósforo y a poco la ondulante llama subía; de la
pequeña pira, casi invisible en la diáfana claridad del
aire que lo rodeaba. Después deshizo el lío, sacó la pava,
clareó un tanto el agua de la resaca que la cubría y la
hundió en ella, levantándola rebosante y mojada para
colocarla enseguida sobre el fuego.
— Mientra, Tagua se va calentando — explicó quedamente.
El compañero asintió con un movimiento de cabeza.
En ese momento, sentado en tierra, medía un cuñete de
pólvora para volcarlo cuidadosamente en el cañón de la
escopeta que sostenía entre las piernas.
Los dos obraban con calma, haciendo cada uno lo
suyo, conforme a costumbres de trabajo en común convertidas ya en inmutables prácticas. Cargada el arma,
preguntó al otro:
— ¿Vos manejaj el garrote?
— Como quieras — aceptó el muchachón.
— Es mejor — afirmó el primero, quien hablaba como
jefe — . Yo soy más seguro pa meniar chumbo.
Quedaron un rato en silencio. Chasqueaban, ardiendo, las ramas medio verdes; largos rizos de humo dispersábanse en el espacio.
— Sí hoy agarramo diej, hacemo tre dosena de nutria
— habló, por fin, el joven.
Al otro le brillaron los ojos de codicia.
— Pagan bien este año la nutria.
El viejo movió la cabeza descontento:
— ¡Hum! ... Pagar bien, pagan bien en Güeno Saire;
pero don Batista ...
Y se interrumpió, ceñudo.
Lo imitó el otro, agregando después: — Agarrau el
gringo.
Su compañero hizo un cansado gesto de indiferencia
o resignación.
— Así hacen plata lo jombre ...
Al cabo de una pausa, obedeciendo a quién sabe qué
asociaciones mentales, o para desechar pensamientos desagradables, se volvió, interrogante, al compañero:
— ¿Traiste la carne pal churrasco?
— La saqué del atado — respondió el muchacho.
Otra vez volvieron a su mutismo. Sentados, agachadas las cabezas sobre las rodillas, miraban, pensativos, el
agua. En los árboles de enfrente se alzó agudamente el
reclamo de un pájaro: "¡Huan chivirr! ... " "¡Huan
chivirr! ..."
El agua corría callada y tranquila. Cerca de la costa,
al pie de los macizos de ceibo, arremansábase, casi negra
y metálica, hasta quién sabe qué frías profundidades.
Moscas de agua y libélulas, jugueteaban en los claros
soleados, deslizándose velozmente al hilo de la superficie y dejando tras de sí una levísima estela. A medio río,
sonoro como un enorme taponazo, estalló un zambullón.
— Boga — comentó el de la escopeta.
— Si peseamoj una' l'asamo con papel di astrasa —
comentó su compañero con glotona expresión.
Callaron nuevamente. Pasó un rato.
Al fin, el más viejo explayó el tema de las meditaciones que lo traían preocupado:
— ¿Noj habrán campiau de l'estancia? Loj otro día
m'encontré el mayordomo y mi amenazó con meterme
plomo cuando viniéramoj a nutriar p'uaquí. . .
El muchachón se encogió de hombros:
— El santafecino ése trai siempre mucha prosa — replicó — . Habría que verlo en una di a pie pa saber...
— No; como hombre e jombre — corrígió el viejo.
— Todo somo jombre — rezongó el muchachón —. Y yo digo que si uno quiera ganarse la vida casando
bicho en l'agua nu hay derecho e pribirle ... El río es
de todos.
— Pero el campo es de l'estancia — observó el viejo — . Y si vienen . . .
— Y si vienen — balaqueó el mocetón — tengo esto y
éste. — Con una mano desenvainó el cuchillo, golpeando
con la otra las cachas del gran revólver que le abultaba en
la cintura.
— Sería cosa fea pa nojotro — reflexionó el viejo.
Inquietos, escucharon un instante. Otra vez chilló el
pájaro en los árboles de la costa frontera. Por encima de
sus cabezas sopló el aliento cálido del viento norte que
arreaba sus ráfagas desde Corrientes.
Al cabo se resolvieron. A una seña del viejo pusiéronse
de pie. Con la escopeta el uno, empuñando un grueso
palo el otro, orillaron cautelosamente unos ochenta o
cien metros. Allí, un meandro del río curvaba la costa en
una especie de abra bordeada de árboles cuyas torcidas
ramas empapábanse en la corriente.
Arrastráronse hasta una tosca, hundida en el agua
como un gran diente roquizo, y espiaron. Primero una,
después otra afloraron dos cabezas bigotudas a pocos pasos. Los ojos de los animales relucían, desconfiados entre la rojiza pelambre.
— Apróntate — cuchicheó el de la escopeta.
Las nutrias nadaron silenciosamente hacia la orilla. Simultáneamente sonaron el disparo de la escopeta y el
garrotazo. Cuando se aquietó el agua, dos cuerpos aparecieron flotando; a su alrededor, largos hilos rojos se
desleían en el agua.
El más joven tiró las alpargatas, arremangó las bombachas y se metió a la corriente que le llegaba hasta
las corvas. Salió enseguida con las dos presas.
— Vamoj a desollarla mientra se le pasa el susto a laj
otra — dispuso el viejo.
Sin pronunciar palabra, el otro sentóse en el suelo y
procedió a la operación. De un tajo abrió un gran ojal
en la parte trasera de la nutria debajo de la cola. Díespués tiró de los bordes de la abertura hacía atrás, ayudándose tan pronto con el cabo del cuchillo como de la
hoja, hasta dar vuelta la piel como un guante, sobre el cuerpo sanguinolento del animal. Por fin, de un solo
tirón, arrancó la piel de la cabeza y la arrojó al suelo
como una bolsa húmeda y manchada de rojo. Después
repitió el procedimiento con el segundo roedor.
Entretanto, echado de boca sobre la tosca, el viejo
observaba el río.
— Arrimate — susurró.
Reptando cuidadosamente, en la diestra el garrote, el
compañero se colocó para operar.
De nuevo, sobre la napa elástica y movible asomaban
algunas cabezas grises que dejaban blanquear los colmillos bajo los hirsutos mostachos.
Repitióse el ataque; pero en esta ocasión sólo quedó un
cuerpo flotando agitadamente entre las revueltas aguas.
— L'erraste el palo — gruñó el viejo.
Callado, el muchacho se metió al agua y sacó el animal
todavía caliente y chorreando de la cabeza a la cola. De
nuevo empuñó el cuchillo y recomenzó el desuello.
Al cabo de tres horas había once pieles secándose a la
sombra. Los dos hombres esperaron largamente sin que una
sola cabeza de roedor rompiese la superficie de la corriente.
— Tan asustadas — comenzó el mozo — -. Ya no salen más.
— Iremoj a la otr'oya — propuso el viejo — . Pero
más tarde. Ahora pítamo, tomamo mate y churrasquiamo, ¿te parece?
— Bueno — aceptó el compañero, poniéndose de píe — .
¿Y esto?
— Lo dejamo que se oree.
Y terminó de cargar su arma, atacando concienzudamente la carga con la baqueta.
Después, uno y otro liaron cigarros negros y empezaron a echar humo con fruición. Estaban satisfechos. La
mañana había sido buena y todavía les restaba la otra
guarida de nutrias para la tarde.
El muchachón miró a la barranca.
— Hast'aura — comentó jocosamente — no si hase
presente el santafecino ese . . .
— Más vale ... — empezó el viejo, y la palabra se
le cortó de pronto, en la ansiosa expectación de la escucha.
— Me pareció oír ... — reanudó pensativo.
— Anímale que bajarán a l'agua — explicó el otro.
— Tal vej, pero. . .
No pudo seguir. Al filo de la barranca, recortándose
nítidos contra el cielo triste y grisáceo, surgieron tres
hombres.
— ¡Perra! ... — rezongó, rabioso, el viejo — . El santafecino Llaga, Lima y Galarza.
— No aflojés, Crisanto — alcanzó a bisbisear el moceton — . ¡Tamíén somo jombre, qué caray!
Sin hablar, los otros se les vinieron encima, saltando
por la barranca. Delante de todos, revólver en mano, el
mayordomo de la estancia Mariano Loza, un hombrón
alto, fornido y con una cara resuelta como el diablo. Los
otros dos le seguían, también rascándose la cintura.
Debían haber desmontado a la distancia para asegurar la sorpresa.
Vociferando, el santafecino se encaró con el viejo:
— No te he dicho, ¡hijo de tal!, que no quiero que
vengás a nutriar al río? ¡A balazos te voy a sacar de
aquí!
Humilde, removiendo la tierra con la punta de la sucia
alpargata, el viejo intentó una disculpa:
— Yo no hago daño a naides, don. Lo bichoj esto no
son de l'estancia ...
— Y a lo jombre no se loj insulta, ¡qué porra! —
intervino, rezumando soberbia, el mocetón.
Como picado por una víbora, el otro se volvió, bramando:
— A vos, por cogotudo, no te va a quedar cuero pa
darle lugar a los lonjazos.
Y cambiando el revólver a la izquierda, empuñó la ancha guacha de domar y avanzó sobre el muchachón,
alzando el brazo.
No pudo dar ni dos pasos. Tirando desde abajo, casi
sin mover la mano, el otro le hizo fuego dos veces seguidas. El hombre cayó, escupiendo una amenaza; en el
suelo tuvo coraje para incorporarse y disparar a su vez.
Al mismo tiempo tiró también el viejo con la escopeta
y descargaron sus armas los dos acompañantes del recién
llegado. Resonaron las detonaciones en la costa, dilatándose en el espacio cargado de electricidad. Mal herido y
tirando el revólver ya inservible, el mocetón atropelló cuchillo en mano. Pisó sobre las pieles mojadas y resbaló;
en tierra, uno de los otros lo remató.
La escena había sido casi instantánea. De los recién
llegados quedaban en pie el llamado Lima y Galarza.
Este último, sujetándose la cadera izquierda, de donde
le brotaba la sangre a chorros, acribillado hasta el vientre
por la descarga de munición patera. En la orilla, con
los pies dentro del agua, agonizaba el viejo con tres balazos en el cuerpo. A su lado, humeaba todavía el cigarro, cerca de la mano agitada por el temblor de la
muerte.
Lima se agachó sobre el mayordomo y levantóse enseguida, pálido como un difunto. Volvióse entonces a su
compañero, que se iba desplomando lentamente.
— Ta muerto. . . ¿Y voj, hermano?
— Jo ... robau pa toda la siega. Pero esos pagaron la
nutríada con el cuero...
Se desmayó. El otro lo miró un segundo y después
agarró a trepar la barranca en busca de socorro. Quedaron los cuatro cuerpos tendidos sobre el ribazo. Al
cabo de un rato, cantó un pájaro en la orilla opuesta.
Silenciosamente, primero una, después otra, asomaron
algunas cabezas bigotudas a flor de agua. Los ojos curiosos les brillaban entre la pelambre. El río corría calladamente bajo el firmamento opaco y gris.
De: "Terror. Cuentos rojos y negros". |