Paulina pasó en el confesonario media hora muy grata. Conforme iba desprendiendo los pesados frutos del pecado, el árbol aligerado erguía sus ramas y recobraba su aspecto primaveral.
«Me ocurre en cierto modo—pensaba—como cuando Amelia me lava la cabeza. A medida que los chorros írescos me Inundan, me voy sintiendo más ligera, como desembarazada de un pesado velo, del crespón de las preocupacicnes.»
Al pensar esto, sentíase avergonzada, porque hubiese debido consagrarse por entero a la contrición, e interesarse con impulsos de arrepentimiento en las indulgentes palabras del cura.
«¡Pero realmente es eso!—proseguía para sí misma—.
Además esta sensación de bienestar que experimento, ¿no es acaso la prueba indiscutible de la acción del sacramento sobre la pecadora?»
Contó sinceramente, sin descaro ni afectación, toda su vida desde hacía dos años.
—He pecado contra la castidad.
—Bien. ¿Completamente sola? .
—No.
—¿Con su marido?
—¡Oh, no!
—Bien. Siga usted.
—He pecado con el pensamiento, con palabras y con obras.
—¿Un amante fijo? ¿Uno solo? ¿Varios?
—Uno solo.
—Bien. ¿Desearía usted ardientemente ver a su cómplice, besarle, entregarse a él?
—Sí.
—¿Con frecuencia?
—Siempre.
—Bien Cuando estaban ustedes juntos, ¿se decían frases deshonestas?
—¡Oh, no!
—¿Frases deshonestas, es decir, tiernas?
—Sí.
—Bien. Luego caricias. ¿Normales?
—...
— ¿La besaba por todo el cuerpo?
—Sí.
—¿Durante mucho rato?
—Sí.
—¿Y usted?
—Yo también.
—¿Y de ese modo lograban ustedes la voluptuosidad?
—Algunas veces.
—Bien. Eso es muy grave. ¿Y era por su propio gusto o gi la fuerza?
—¡Oh!
—Es espantoso. Merece usted las llamas del infierno.
—Padre mío, me arrepiento de veras, muy de veras.
—Bien; continúe usted. ¿Ninguna otra tentativa para evitar la procreación?
—...
—¿Satisfacían ustedes su pasión sin pensar en nada más, como los animales, según la expresión del apóstol San Pablo?
—...
—¿Juntaban ustedes sus carnes al azar sin otro fin que el placer bestial?
—¡Oh!
—¿Sin volverse nunca atrás, sin un remordimiento, sin pensar ni por un instante en los preceptos de la Santa Iglesia?
—¡Ay!
—¿Sin sentir vergüenza?
—La siento ahora.
—Bien. Siga usted. ¿Se quedaba usted desnuda, completamente desnuda?
-Sí .
—¿Sin ningún rubor?
—¡Ah!
—Era usted semejante a un demonio.
-¡Oh!
—Únicamente los demonios no se avergüenzan de su desnudez.
—Me avergüenzo ahora.
—¿Cedió usted al poder de un temperamento demasiado ardiente?
—...
—¿A la pasión, entonces?
—Sí, le amaba.
—Había que recurrir a los sacramentos, a los ejercicios piadosos.
—Eso hago ahora.
—¿Cómo la sedujo a usted?
—Ya no lo sé. Con miradas, con sonrisas, con palabras...
— ¿Luchó usted?
— Le amaba.
—¿Y ha terminado?
—Sí.
—¿No volverá usted a verle?
— Nunca.
—Bien. Siga usted.
Y pasaron revista a los demás pecados, la gula, la pereza, la mentira; y Paulina se acordaba de las comidas delicadas, después del furioso banquete de amor, de las siestas en brazos de su amigo, de los embustes complicados que urdía para despistar la curiosidad del esposo. ¡Aquel sueño! Porque ya no era más que un sueño... lloró.
—Ya que su arrepentimiento es sincero, voy a darle la absolución, que hubiera sido preferible acaso aplazar; pero las lágrimas borran muchas cosas. Pida usted perdón desde el fondo de su corazón a Dios, a quien ha ofendido usted tan gravemente.
Su enternecimiento acrecentóse, en tanto que las palabras latinas caían una a una sobre sus cabellos rubios, a través de un delicioso sombrero malva, que hacía juego con su traje, del mismo, color, pero más pálido.
Una vez acabada la ceremonia, saludó sin el más leve azoramiénto al cura, a quien conocía particularmente.
Hablaron un momento de la última venta benéfica, cuyos resultados hablan sido magníficos; y el pobre hombre no podia dejar de contemplar, sin deseo, quizás, pero con cierta fruición asombrada, a aquella joven elegante, bonita y fina, que conocía indudablemente mejor que el más laberíntico casuista todos los secretos de la lujuria.
«¿La mujer? ¿La mujer? Esta tiene dos hijos, bonitos como ángeles, a quienes ella misma lleva a misa y al catecismo. Su esposo predica la guerra santa y su amante la ha abandonado por la señora de Ruel, que grita constantemente:
«i Yo soy una fanática de Dios!» ¡La mujer! ¡La mujer!»
Paulina, al subir a su coche, pensó en unas deliciosas orquídeas que una mano que ella creía adivinar de quien era había enviado a su casa, aquella misma mañana.
«¡Ya soy pura e inmaculada! ¡Qué alegría! ¡Hay una con su rabito rosa retorcido que es una monada! Es él indudablemente, es él. ¡Las seis ya! ¡Con tal de que le coja! ¡Dios mío! ¡Qué hermosa es la religión! Soy feliz.»
Publicado en la revista "Flirt" de Madrid, 14 de diciembre de 1922 |