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Andrés González-Blanco

"En el convento de Santa Clara"

Biografía de Andrés González-Blanco en Wikipedia

 
 
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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

En el convento de Santa Clara

 

Alfonso Montellanos y Clarita Sanjuán, eran novios desde la adolescencia. Era uno de estos noviazgos de provincias que incúbanse al calor de los juegos infantiles, foméntanse al calor de las relaciones familiares y acaban, en la generalidad de los casos, por un matrimonio ordenadito y serio: sin ilusión y sin decepciones, normal, equilibrado, casi mecánico... Los novios de este jaez no se quieren con delirios de pasión, ni forjan castillos idealistas, ni se sueñan mutuamente; pero tampoco tropezarán en los escollos de un matrimonio fogosamente tramados y realizados: los choques de ambos idealismos, las decepciones invevitables, las "pequeñas miserias de la vida conyugal"...

A este sereno y puro término parecían caminar los amores de Alfonso Montellano y Clarita Sanjuán; a una realización feliz de los ideales de ambos, a una lenta y segura travesía por los mares del noviazgo, hasta atracar al puerto de refugio del matrimonio... Estaba ya concertado entre las familias el plan; cuando Alfonso ganara las oposiciones de consulados que iba a efectuar en Madrid aquel año, se fijaría plazo para la boda. Y de que ganaba las oposiciones, todos estaban seguros, dado el talento y la aplicación de Montellanos y el lucimiento con que había cursado su carrera de Leyes.

 

Cuando Clarita no salía por las mañanas, uno de los placeres favoritos de Alfonso Montellano, mozo muy idealista y con ribetes de poeta, era recorrer la ciudad en busca de emociones psicólogicas que iban en él siempre enlazadas con emociones de arte... Se iba recorriendo el anchuroso perímetro de Burgoviejo, la melancólica ciudad, al azar de las revueltas calles, sin rumbo ni plan fijo, entrando con frecuencia en los conventos de monjas. El misterio de aquellas almas de mujer española, encerradas tras auteras celosías, tenía para él una atracción inefable. ¿Por qué complicada vía psicológica aquellas mujeres guapas, jóvenes, elegantes, pertenecientes a familias esclarecidas de la población, un día, despegadas del mundo, querían penetrar en una de estas almácigas de virtudes que se llaman los conventos? ¿Qué secreto e inefable llamamiento del Esposo Divino la llevaba hacia allí?

Recordaba casos de muchachas conocidas que habían penetrado en alguna de estas clausuras. Lolita Villares, que estaba ahora en las Concepcionistas, y que había sido una de las bellezas deslumbradoras de la ciudad. La evocaba en los bailes del Casino: morena, esbelta, flexible, tipo agitanado y bien español, con los ojos llamentes de las mujeres de Goya y de Zuloaga, con la palidez mate de las Duquesitas del Buen Retiro, con una boca deliciosa de trazo y de entendimiento... De prosapia noble, la más egregia entre las pocas familias linajudas de la ciudad, hija segunda de la Marquesa de Caballeros de Mérito, con unos bien saneados miles de duros para dote, codiciada por los más gentiles mozos de Burgoviejo, había sabido hacerse a todos agradable y nos ser novia de ninguno.

Cuando notaba con su claro talento que la declaración de amores iba a estallar, detenía la conversación a punto y sabía agradar sin acceder y decir finamente que no podía escucharles, sin rehusar de plano y secamente... Por deberes de familia, por imposiciones sociales, iba a todos los bailes, a todas las soirées, a todos los espectáculos. Mas al que la observara atentamente, no podía escapársele que en el fondo de su alma había un secreto dormido, el aroma de un vaso vacío que nadie podría llenar, una inflexión de voz doliente a ratos que revelaba un dolor agudo y secreto... ¡Qué silencios a veces tan expresivos y atormentadores en aquella conversadora amena! ¡Qué miradas perdidas en la lejanía, en lo desconocido, podían sorprenderse a veces en aquellos ojos negros!... Y un día, sin comunicarlo a nadie, más que a sus madre, un buen día de verano, entró de novicia en el sombrío convento de la calle de Villafañe... Pocos días antes estuviera en el baile del casino, deslumbrante, magnífica, codiciada de los hombres y envidiada de las mujeres... Y como esta adorable Lolita, tantas otras niñas bonitas de la ciudad, que habían sido monjas sin que ningún Hamlet les gritara: "Vete a un convento, Ofelia"... Una mañana, al azar de sus paseos solitarios, entró Alfonso en el convento de las Clarisas, que está al borde de una calle pina, frente a una plaza ancha y clara, donde una grotesca fuente de mascarones descascarillados constituía asilo obligado de los noviazgos plebeyos de la vecindad... El convento era un edificio ancho y blanco, con dos hileras de celosías de madera, pintadas de gris, por donde era fama que las monjitas atisbaban a los transentes curiosos...

Dos anchurosas puertas de madera bien tallada daban acceso, la una a la clausura, la otra a la iglesia. Penetró Alfonso en la iglesia, que estaba abierta. Una tufarada de incienso y de cirios apagados le azotó al alzar la pesada cortina de la puerta interior... El convento estaba en sombras y en silencio; terminada la Misa de Comunidad, una monja sacristana recogía los paños del altar y apagaba las velas. En el coro bajo, dulces voces claras cantaban salmos en un latín con acento castellano... Las celosías herméticas, impenetrables, no dejaban adivinar a la febril curiosidad de Alfonso más que negros fantasmas de hábitos... Un rumor de rosarios agitados henchía sus oídos. En el coro alto, más claro y visible, no se veía a nadie. El sol penetraba por una claraboya arrancando fulguraciones a la tubería del órgano. Y las dulces voces cantaban silabenates: Domine, dilexi de corem domus tuoe...

Arrodióse Alfonso ante el altar mayor donde una Santa Clara de angélico rostro mostraba a sus hijas el camino del cielo... La imagen pintada por un artífice cualquiera del siglo XVII, en cuya época se instituyó el convento, tenía los negros ojos diabólicos, el cutis moreno claro, las orejitas rosadas, la linda boca menuda de tantas morenitas españolas... En los escondrijos de su memoria imaginativa quería recordar Alfonso a quien asemejábase aquella santa, en el cutis mate, en los negros ojos, en las blancas manos... Y recordó de súbito en instantánea fulguración; ¡ah!... era el vivo retrato de Clarita, tal como él la viera una tarde en que, por diversión, en casa de los señores de Alvear, en familiar reunión, se vistieron de monjas las tres niñas de la casa, Guadalupe, Luz y Lola, y Clarita con ellas... Evocaba plásticamente la vivida escena: Guadalupe, gruesa en sus dieciocho años prematuramente madurados, semejando una madre abadesa; Luz, achaparradita y feucha, como una hermana tornera; Lola, esbelta y distinguidísima, un verdadero tipo de monja aristocrática y joven; y Clarita, la más niña de todas, con la blanca toca sombreándole los ojos, negrísimos, y el hábito negro perfilándole el cuerpo bonito y el cutis mate más suavizado y misterioso en el recato monjil... ¡Oh, la divina monja que fingía Clarita!...

Y ahora, escuchando las voces monjiles, que cantaban en melancólico dejo: Domine, dilexi de corem domus tuoe... pensaba que Clarita haría una gran monja, no por la vanidad profana de lucir un hábito y unas tocas, que le irían muy bien, sino por el gesto de resignación y mansedumbre que había en ella, por la bondad y dulzura que de ella s destilaba, por todas las bellas cualidades que mostraba en el mundo y que, depuradas y aquilatadas en el claustro al crisol de la penitencia y de la vida recatada, la encaminarían en seguida a la cumbre de la virtud!...

¡Oh, sí, acaso era un crimen detenerla en el mundo, acaso él mismo debía alentar una vocación incipiente, puesto que, cuántas veces la había oído decir, en dias tristes, casi suspirando: "Acabaré por menterme a monja!..."

¡Oh, sí, acaso debía él hacer el Hamlet con aquella Ofelia que no estaba loca, y que podía acomodarse muy bien a la vida claustral por ser de temperamente apacible, de inmensa conformidad con la vida tal como se la daban hecha, de dolor contenido y sufrimiento acallado, alma de resignación y de sacrificio, ¡como todas estas almas de mujeres españolas!, que podía elevarse a la ascética más severa y a la mística más pura, sólo con la propedéntica de un noviciado riguroso... Además, Clarita había estado interna en un convento de monjas, aunque éstas no fuesen de clausura, y sabía ya lo que era estar separada del mundo...

¿Y quizás no sería más feliz esta buena muchacha, casta y piadosa, apasionada si se despertaban en ella las pasiones, pero plácida y resignada si se las dejaba dormidas, encerrándose en un convento; quizá no era un deber de conciencia dejar en ella apagar las hogueras de la pasión; quizá no debiera evitarle las decepciones del matrimonio y las encenagadas realidades de la vida conyugal?...

¡Ah, sí, pensaba Alfonso, en un arrebato de pasión y de piedad a la vez, mezcla de sacrilegio y de ternura; quiero que seas monja, prefiero verte monja a verte mía, encenagada por mi mismo, decepcionada, mlatrecha, después de la tradicional desilusión del matrimonio!... Y soñaba entonces en seguir amándola en silencio, ella en el convento, él en la vida real. Y de súbito pensó en que estaba postrándose de rodillas ante Clarita Sanjuan... en que Clarita era Santa Clara, la misma Santa Clara que él veía allí en el altar, con el corazón en un relicario, con los ojos negros de morenita española que el pintor le había puesto, ¡la viva imagen, en verdad, de Clarita!... Se representó entonces a Clarita vestida con el hábito negro y las blancas tocas, que harían más interesante el bonito semblante moreno... La veía ofreciendo su corazón en un vaso sadrado, un corazón palpitante de amor, que se ofreciá a Dios...

Un reloj latiendo como un corazón, en el presbiterio del templo, dió las diez. Alfonso salió de la iglesia trémulo de emoción... Por el camino iba pensamdo qué tendría que decirle a su novia Clarita Sanjuan, como Hamlet le dijo a Ofelia:

¡Véte a un convento, Clara, véte a un convento!...

 

Publicado en “Castilla" año 1, número 2, 10 de abril de 1918

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