Presidía su mesa de despacho, siempre sobre los papeles, una mano de mármol, mano preciosa en la que los dedos se doblaban sin formar arrugas, una mano delicada, de dedos bellos, como lo son las piernas bien nutridas a la par que ligeras.
Todo el mundo le preguntaba siempre por aquella mano y él respondía:
— ¡Ah! Es una mano maravillosa, una mano inolvidable...
Se veía que no quería decir más y nadie le sacaba otra confidencia.
Todos los amigos habían tenido que hablar de aquella mano y habían comentado que no quisiera nunca contar su historia.
La mano guardando mármol en su hueco como un pozo de nieve tenía todo el tipo de las manos de verdad, de las manos que han existido, de las manos que aun existen.
Distraía todas las miradas, y en la conversación era el sitio en que coincidían las pausas.
Era subyugadora aquella mano, que, así suelta, parecía la mano arrancada al cadáver de mármol sobre la mesa de disección en que se disecan las estatuas de mármol.
¡Ah! Pero un día se complicó más el secreto muy humano de aquella mano, pues Jacobo Ferro, al entrar eíi el despacho que presidía la mano como una campanilla, dijo, dirigiéndose al dueño de la mano:
—¡Esa mano es de Margarita Moreras!...
—¡Sí, de ella!
Y los dos repitieron a coro:
—¡Maravillosa! ¡Inolvidable!
No pudimos sacarles más.
(Revista “Flirt” de Madrid, 30 de marzo de 1922) |