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Johann Wolfgang von Goethe

"Las desventuras del joven Werther"

Carta 93

Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia

 
 

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Las desventuras del joven Werther

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Después de las once

"Todo duerme en torno mío, y mi alma está tranquila. ¡Gracias, Dios mío, por el ardor y la fuerza que me das en mis últimos momentos!

Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes algunos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapareceréis, astros inmortales! El Eterno os lleva en su corazón, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación favorita, porque de noche cuando salía de tu casa, la tenía siempre delante. ¡Con qué deleite la he contemplado muchas veces! ¡Cuántas he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba! ¡Oh, Carlota! ¿Qué hay en el mundo que no traiga a mi memoria tu recuerdo? ¿No estás en cuanto me rodea? ¿No te he quitado, codicioso como un niño, mil objetos insignificantes que habías santificado con sólo tocarlos?

"Tu retrato, este retrato querido, te lo doy suplicándote que lo conserves. He impreso en él miles y miles de besos, y lo he saludado mil veces al entrar en mi habitación y al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre, rogándole que proteja mi cadáver. Al final del cementerio, en la parte que da al campo, hay dos tilos, a cuya sombra deseo reposar. Esto puede hacer tu padre por su amigo, y tengo la seguridad de que jo hará. Pídeselo tú también, Cariota. No pretendo que los piadosos cristianos dejen depositar al lado de sus cenizas el cadáver de un desgraciado. Quisiera que mi sepultura estuviese a orillas de un camino o un valle solitario, para que cuando el sacerdote o el levita pasasen junto a ella, elevasen sus brazos al cielo, bendiciéndome, y para que el samaritano la regase con sus lágrimas. Carlota: no tiemblo al tomar el cáliz terrible y frío que me dará la embriaguez de la muerte. Tú me lo has presentado, y no vacilo. Así van a cumplirse todos los deseos de mi vida. Ya ves adonde aspiraban todas las esperanzas de mi vida, a venir a llamar con mano helada a las puertas de bronce de la muerte.

"¡Ah! ¡Si me hubiese cabido en suerte morir sacrificándome por ti! Con alegría, con entusiasmo hubiera abandonado este mundo, seguro de que mi muerte afianzaba tu reposo y la felicidad de toda tu vida. Pero ¡ay! sólo algunos seres privilegiados logran dar su sangre por los que aman, ofreciéndose en holocausto para centuplicar los goces de sus preciosas existencias.

"Carlota: deseo que me entierren con el vestido que tengo puesto, porque tú lo has bendecido al tocarlo. La misma petición hago a tu padre. Prohibo que me registren los bolsillos. Llevo en uno aquel lazo de cinta color de rosa que tenías en el pecho el primer día que te vi, rodeada de tus niños... ¡Oh! dales mil besos, y cuéntales el infortunio de su desdichado amigo. ¡Cuánto los quiero! Aún les veo agruparse en torno mío. ¡Ay! ¡Cuánto te he amado desde el momento en que te vi! Desde ese momento comprendí que llenarías toda mi vida... Haz que entierren el lazo conmigo... Me lo diste el día de mi cumpleaños, y lo he conservado como sagrada reliquia. ¡Ah! nunca sospeché que aquel principio tan agradable me condujese a este fin. Ten calma, te lo ruego, no te desesperes... Están cargadas... Oigo las doce... ¡Cúmplase mi destino! Carlota... Carlota... ¡Adiós! ¡Adiós!"

 

Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero como todo permaneció tranquilo, no se cuidó de averiguar lo ocurrido.

A las seis de la mañana del siguiente día entró el criado en la alcoba con una luz, y vio a su amo tendido en el suelo, bañado en sangre y con una pistola al lado. Le llamó, y no obtuvo respuesta. Quiso levantarle y observó que todavía respiraba. Corrió a avisar al médico y a Alberto.

Cuando Carlota oyó llamar, un temblor convulsivo se apoderó de todo su cuerpo. Despertó a su marido y se levantaron. El criado, llorando y sollozando, les dio la fatal noticia: Carlota cayó desmayada a los pies de su marido.

Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, le halló todavía en el suelo y en un estado deplorable. El pulso latía aún, pero todos sus miembros estaban paralizados. La bala había entrado por encima del ojo derecho, levantándole la tapa de los sesos. Le sangraron de un brazo: la sangre corrió; todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en el respaldo del sillón demostraban que consumó el suicidio sentado delante de la mesa en que escribía, y que en las convulsiones de la agonía había rodado al suelo. Se hallaba tendido boca arriba, cerca de la ventana, vestido y calzado, con frac azul y chaleco amarillo.

La gente de la casa y de la vecindad, y poco después todo el pueblo, se pusieron en movimiento. Llegó Alberto. Habían colocado a Werther en su lecho con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se movía; pero sus pulmones producían un espantoso estertor, unas veces casi imperceptible, otras con ruidosa violencia. Se esperaba que de un momento a otro exhalase el último suspiro.

No había bebido más que un vaso de vino de la botella que tenía sobre la mesa. En la de escritorio estaba abierto el libro Emilia Galotti.

La consternación de Alberto y la desesperación de Carlota eran indescriptibles. El anciano juez llegó turbado y conmovido. Besó al moribundo, bañándole el rostro con su llanto. Sus hijos mayores no tardaron en reunírsele, y se arrodillaron junto al lecho, besando las manos y el rostro de su amigo y demostrando hallarse poseídos del más intenso dolor. El de más edad, que había sido siempre el predilecto de Werther, se colgó al cuello de su amigo, y permaneció abrazado a él hasta que expiró. La presencia del juez y las medidas que tomó evitaron todo desorden. Mandó enterrar el cadáver de noche, a las once, en el sitio que había indicado Werther. El anciano y sus hijos fueron formando parte del fúnebre cortejo: Alberto no tuvo valor para tanto. Llegó a temerse por la vida de Carlota. Werther fue conducido por jornaleros al lugar de su sepultura. No le acompañó ningún sacerdote.

Fin

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