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Johann Wolfgang von Goethe

"Las desventuras del joven Werther"

Libro Segundo

Carta 42

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Las desventuras del joven Werther

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Libro Segundo

Carta 42

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24 de diciembre de 1771

El embajador me hace pasar muy malos ratos, cosa que ya tenía yo prevista. Es el tonto más quisquilloso de la tierra; caminando paso a paso y siendo meticuloso como una solterona, nunca está satisfecho de sí mismo, ni hay medio de contentarle. Me gusta trabajar de prisa y no retocar lo que escribo: él es capaz de devolverme una memoria diciéndome: —"Está bien, pero repasadla; siempre se encuentra alguna expresión mejor, alguna palabra más propia." Cuando pasa esto, me daría a todos los demonios. No ha de faltar una conjunción; es enemigo mortal de las inversiones gramaticales que a veces se me escapan; no comprende más período que el que se escribe con la cadencia del ritmo tradicional. Es un suplicio tener que entenderse con semejante hombre.

Lo único que me consuela es la amistad con el conde de C***. Hace unos días me manifestó con la mayor franqueza que le fastidian soberanamente la lentitud y minuciosidad características de mi embajador.— "Esta gente es una polilla para sí misma y para los demás — me decía; — pero hay que sufrirla, como sufre cualquier viajero el estorbo de una montaña. Si ésta no existiera, el camino indudablemente sería más fácil y más corto; pero la montaña existe y hay que pasarla."

El viejo conoce bien la preferencia que sobre él me da el conde; esto le quema, y aprovecha las ocasiones que se presentan para hablar mal de él en presencia mía. Como es natural, yo le contradigo, y ya tenemos altercado. Ayer, por ejemplo, me cogió por su cuenta, y me sacó por completo de mis casillas. — "El conde — decía — conoce bastante bien los negocios, tiene facilidad para el trabajo y escribe bien; pero, como la mayor parte de los hombres de ingenio, carece de verdadera erudición." Después hizo una mueca que podría traducirse por "¿te alcanza a ti este dardo?", pero no me produjo ningún efecto. Desprecio a quien piensa y se conduce de este modo, y le respondí con bastante viveza, que el conde merece el mayor respeto, tanto por su carácter como por su instrucción. "No conozco a nadie — añadí — que haya logrado desarrollar mejor su talento y aplicarlo a multitud de objetos, conservando, sin embargo, toda la actividad necesaria para la vida común." Hablar así a este majadero era hablarle en griego, y me despedí de él, para evitar que me revolviese más la bilis con sus sandeces.

Y toda la culpa es de los que me habéis amarrado a este yugo, contándome maravillas de la actividad. ¡Actividad! Remarla voluntariamente diez años más en la galera donde ahora estoy sujeto, si el que no tiene otra ocupación que la de plantar patatas y el que va a vender sus granos a la ciudad, no hicieran más que yo.

¿Y la miseria brillante que veo, el fastidio que reina entre esta gente tosca, esta manía de clases en la cual estriba el que acechen y espíen la ocasión de elevarse unos sobre otros, fútiles y menguadas pasiones que se presentan al desnudo? Aquí, por ejemplo, hay una mujer que no habla a nadie de otra cosa que de su nobleza y de sus fincas, de tal modo que los forasteros dirán para sus adentros: —"Esta es una loca a quien un poco de nobleza y cuatro terrones le han vuelto el juicio." Y no es esto lo peor; la citada mujer es simplemente hija de un escribano de estas cercanías. No puedo comprender a la especie humana, cuyas pretensiones orgullosas suelen carecer de todo frndamento. En verdad, mi querido Guillermo, que cada día me convenzo más de lo estúpido que es querer juzgar uno a los demás. ¡Tengo tanto que hacer conmigo mismo y con mi corazón, que es tan turbulento! ¡Ah! Dejaría de buen grado seguir a todos su camino, si ellos quisieran también dejarme andar por el mío.

Lo que más me irrita son las miserables distinciones sociales. Sé, como cualquiera, cuan necesaria es la diferencia de clases y conozco sus ventajas, de las que yo mismo me aprovecho; pero no quisiera que viniesen a estorbarme el paso, precisamente cuando podría gozar aún alguna pequeña alegría, alguna apariencia de felicidad. He trabado amistad últimamente en el paseo con la señorita B***, criatura amable, que en medio del mundo infatuado en que vive, conserva bastante naturalidad. Nuestra conversación nos fue grata a los dos, y cuando nos separamos le pedí permiso para visitarla. Me lo concedió con tanta franqueza que apenas pude aguardar la hora conveniente para ir a verla. No es de aquí, y vive con una tía suya. La fisonomía de la vieja me desagradó; yo me mostraba deferente con ella, le dirigía casi siempre la palabra, y en menos de media hora adiviné lo que la sobrina me ha confesado después; esto es, que su querida tía carece a su edad de todo: de fortuna y de talento. No tiene más recursos que una larga lista de abuelos, en la que se atrinchera como detrás de un muro, ni más diversiones que la de mirar con altanería a la plebe que pasa por debajo de su balcón. Debe de haber sido hermosa en su juventud, y ha pasado su vida en nimiedades; ha sido, por sus caprichos, el tormento de algunos jóvenes infelices, y después, en su edad madura, aceptó humildemente el yugo de un oficial, ya anciano, que, por un mediano pasar, sufrió con ella la edad de bronce y murió; pero ahora se ve sola en la edad de hierro, y nadie la miraría si su sobrina no fuese tan amable.

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